Texto: Jesús Málaga
Fotografías: Andrés Santiago Mariño
El colegio de los niños de coro que hoy conocemos, emplazado en el arroyo de Santo Domingo, enfrente de San Polo y de la huerta de los Dominicos, alberga dos fundaciones dedicadas hasta hace poco a la formación de voces blancas y adultas, la de Niños de Coro y la de Mozos de Coro. Años atrás, los mozos habitaban en el Seminario de Carvajal. Los alumnos de ambas instituciones cantaban en la Catedral los oficios que les eran encomendados por el Cabildo a la vez que estudiaban una carrera, entre las que se encontraba la de Medicina, de ahí que haya recogido su historia para contarla.
De este colegio salieron extraordinarios profesores y maestros de música. Uno de ellos fue don Constancio Palomo, deán, vicario general de la Diócesis y profesor de religión de la Facultad de Medicina en los años de la dictadura, en los que era obligatorio cursar dicha asignatura, considerada junto con la gimnasia y la educación física una de las “marías” de la carrera. Fue profesor de mi promoción 1963-69. Don Constancio compuso una de las piezas musicales más impresionantes de la música salmantina El retablo de San Juan de Sahagún que fue estrenado por los coros dirigidos por Victoriano García Pilo, en el Palacio de Congresos. Otro de los alumnos ilustres del colegio de los Niños de Coro fue el sacristán y organista de San Martín, Amador Sánchez. Vinculado al colegio estuvo Aníbal Sánchez Fraile que dirigía a los niños, vestidos con sotanilla roja y beca y bonete negro, en la Catedral y la Clerecía. A este autor debemos el resurgir del folclore charro, junto con la contribución del mirobrigense Dámaso Ledesma.
Después de esta época dorada de mediados del siglo XX, comienza la decadencia del colegio, que llegó a desaparecer como tal hace años. El colegio se cerró a la vez que se firmaban contratos leoninos con arriendos y subarriendos. El edificio fue abandonado. Llegaron a habitarlo vinateros, albañiles, constructores y emigrantes marroquíes. Manuel Cuesta Palomero, el deán Antonio Reyes y el abogado de la Diócesis Jesús Rodilla lograron el milagro de la recuperación del edificio, no sin antes pagar indemnizaciones para que los últimos ocupantes abandonaran el inmueble.
El edificio ha estado cerrado varios años hasta que hace unos meses quedó totalmente recuperado para la Diócesis y la ciudad. En él se ha emplazado la residencia del obispo, la de los vicarios y la sede de la Fundación de los Niños de Coro y la de Carvajal. En este último colegio, situado en la cima de la cuesta del mismo nombre, se ubicaron los Mozos de Coro, que eran muchachos venidos de los pueblos y que ayudaban a las funciones litúrgicas y culturales de las catedrales salmantinas, mientras estudiaban una carrera, en ocasiones la de Medicina. Vestían más austeramente, con sotana negra y sobrepelliz. Todavía quedan en el recuerdo de las personas que tenemos cierta edad, las funciones litúrgicas o las procesiones de Corpus en las que guardas, pertigueros, niños y mozos de coro, capilla de música, entre otros, daban un gran realce a los rituales litúrgicos.
El Colegio de los Mozos de Coro se llama oficialmente, por voluntad de su fundador, Colegio de la Asunción de Nuestra Señora y fue creado en 1693 por Manuel Guillén de La Águila, chantre y canónigo de la Catedral de Salamanca. Aunque no tenía capilla, el ordinario les concedió un oratorio privado para que se pudiera celebrar el Santo Sacrificio de la Misa para los colegiales en él acogidos, presidido por su rector.
El colegio fue dotado con dos mil ducados por el fundador, cantidad que se incrementó con la donación en 1793 de once mil cuatrocientos reales anuales procedentes de un bienhechor, Matías Roldán, también canónigo de la Catedral. En algún momento disfrutó de las rentas de la sacristía de la Capilla Dorada y de Santa Bárbara de la Catedral Nueva.
El colegio tenía una capacidad paraseis colegiales, dos criados, un cocinero y el rector. Tenía como asalariados médico, cirujano y lavandera. El rector velaba por el buen desarrollo de la vida en el colegio, la vida espiritual y a la instrucción literaria. Debía ser un eclesiástico virtuoso, instruido, prudente y muy celoso. Sujeto respetable por la gravedad de sus costumbres y por la extensión de sus conocimientos, ejemplo para los colegiales.
Para ser admitido en el colegio eran preferentes los salmantinos, los naturales de los pueblos pertenecientes al Obispado de Salamanca y los forasteros que tuviesen buena voz, promesa y esperanza para el mejor servicio de la Iglesia. También debían ser hijos legítimos de padres honrados, con algunos posibles para asistir con algunas necesidades al niño. Se les admitía a los ocho o nueve años y era imprescindible que supieran leer y escribir.
El fundador dejó escrito en su testamento que la creación de este seminario era para que los colegiales fueran educados en el temor de Dios y buena doctrina para ir componiendo el cuerpo de capellanes de la Santa Iglesia Catedral. Sacerdotes virtuosos y ministros dignos del señor que celebrasen los Sagrados Misterios con edificación. Se debía propiciar las lecturas espirituales y la meditación, la modestia y la debida compostura en el templo, la obediencia a sus superiores y el estricto cumplimiento de sus obligaciones, evitando lo malo y viciado.
Se les recomienda la frecuencia de los sacramentos para ganar virtud, abundancia de Gracia y rectificación en sus torcidas inclinaciones. En los estatutos se hace referencia al Concilio de Trento en sus indicaciones sobre la constitución de seminarios para clérigos, que dispone el acercamiento a la Eucaristía y la confesión al menos una vez al mes.
Como ya hemos dicho, los colegiales debían saber leer y escribir a su ingreso en el colegio. El leer era necesario para desempeñar las funciones del coro y del altar. Estas habilidades eran perfeccionadas por el rector que les hacía escribir su plana los días de fiesta y leer con sentido, con las debidas pausas y sin ningún resabio o tonillo.
El rector era el encargado de instruirlos en la doctrina cristiana, en la historia de la religión católica y la ciencia celestial que, por supuesto, para el fundador eran las primeras y las principales en todo buen cristiano. Menosprecian el aprendizaje de memoria del catecismo e inciden en el razonamiento de las verdades del cristianismo.
El canto y la gramática son ciencias útiles en los jóvenes que aspiran al sacerdocio. Deben aprender canto de inmediato ya que es el primer oficio que han de prestar en la Catedral y, de seguir en su vocación sacerdotal, de por vida. Para ello han de someterse al Maestro de Canto y ejercitar todo cuanto éste ordene. El estudio de canto comenzaría nada más entrar en el colegio y cesaría cuando fuesen capaces de cantar con autonomía en una de las capillas de la Catedral. Cuando el muchacho mudaba la voz o había crecido en años y se hacía incompatible con los coros de voces blancas o infantiles, se le introducía en el estudio de la música en un grado más elevado.
“El canto y la gramática son ciencias útiles en los jóvenes que aspiran al sacerdocio”
Las clases se realizaban en el edificio de la fundación y estaba prohibido hacerlo en casa de los maestros. El estudio de la composición y del órgano eran los recomendados. Se excluían las enseñanzas de violín, flauta, tromba y oboe, pero sí dejaban estudiar bajón o contrabajo, por ser instrumento privativo del templo y usado solamente en el canto eclesiástico.
La gramática era el otro pilar de las enseñanzas en el colegio. Esta instrucción era clave para los jóvenes que iban a ser sacerdotes. El latín era preciso para interpretar los actos litúrgicos y para sacar fruto y aprovechamiento de los textos manejados en los seminarios. Para este menester tenían un preceptor de gramática que informaba de los avances académicos con regularidad de cada uno de los colegiales al rector. Incluso el rector podía examinar las lecciones de la tarea propuesta por el preceptor, haciéndoles traducir del latín al castellano los grandes maestros literarios.
También se estudiaba la ciencia moral o teología moral por considerarla el fondo principal y el más esencial de la instrucción de un sacerdote, ministro del altar. El rector no debía permitir fatiga ni omitir diligencia para proporcionar a los colegiales una enseñanza sólida, extensa y plenamente instructiva de la moral. Para ello se debían utilizar los textos autorizados de las Sagradas Escrituras, Concilios y Padres de la Iglesia con razones de peso. Se hacía hincapié en preparar a los colegiales antes de introducirles en la aplicación de la memoria, en enseñarles en el arte de pensar, prescribiéndoles aquellas reglas cardinales de lógica que dirigen el modo de discernir y lo rectifican en caso de error. Dejan a la decisión del rector el establecer el número de horas dedicadas a la enseñanza de estas materias.
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