La verdad

Coordina:
Juan Manuel Igea

Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica

La verdad y la franqueza constituyeron siempre una obsesión para Amable Seisdedos, conocido médico de atención primaria de la comarca salmantina de Ciudad Rodrigo. Desde el mismo instante en que comenzó a hablar no pudo dejar de decir siempre lo que pensaba, lo que era motivo de regocijo notable entre sus mayores, porque a los niños se les perdona y celebra esa franqueza por su espontaneidad e inocencia. Pero el asunto dejó poco a poco de tener gracia y comenzó a derivar en situaciones tensas y comprometidas cuando la barba empezó a asomar en la cara de Amable y su voz a adquirir un matiz áspero. En ese momento en que, generalmente, se pierde ya esa franqueza infantil y afloran la inseguridad y la timidez adolescentes, Amable continuó expresando infatigable sus opiniones sobre todas las cosas y las personas sin ningún tamiz ni precaución, esperando inocentemente la misma respuesta cordial y positiva de los demás que antes generaba.

Esas reacciones cada vez menos amistosas de su entorno no impidieron a Amable que exhibiera cada vez con mayor ahínco su amor a la verdad y su incontrolable incapacidad para el disimulo y la mentira siempre que se le presentaba la oportunidad. No es difícil imaginar que tal actitud le granjeó obstinados enemigos y escasos amigos. Pero esto tampoco impidió que, apoyado en su buena capacidad de trabajo y cavilación, progresara en sus estudios y consiguiera pronto su objetivo de acabar la licenciatura de Medicina en la vieja Universidad de Salamanca, a lo que siguió muy pronto la obtención de una reluciente plaza en propiedad en la mencionada comarca mirobrigense, de la que era natural.

Esa idolatría ciega a la verdad tampoco le dio suerte en el amor. Era limpio y bien parecido y estaba dotado de un fino sentido del humor, e incluso su adoración por la verdad le granjeaba muchas novias atraídas en un principio por esa franqueza que consideraban viril y valiente. Pero al andar siempre a la caza de la mentira y poniendo en su sitio a todo el mundo, Amable acababa haciéndose insoportable en el día a día, y cualquier relación amorosa acababa prematuramente sin llegar a cuajar. Por ello, a Amable se le conocieron muchas novias en su vida, y muchas de su mismo ámbito profesional, pero ninguna relación estable, y menos matrimonial.

El problema de Amable no era tanto su amor a la verdad como la necesidad de desenmascarar al mentiroso o impreciso, dejarle en evidencia y darle una lección, exponiéndole así al escarnio público cuando había terceros presentes. De este modo, Amable conseguía sentirse moralmente superior a su interlocutor, diferente a él y situarse así en un plano existencial más elevado. Era su forma de significarse y resaltar sobre el resto del mundo. Desde la perspectiva de los demás, esta era la faceta más llamativa de su proceder, y a todos les parecía que el trasfondo de su actitud intolerante e inflexible era, no tanto defender la verdad, sino avergonzar al que faltaba a ella.

Las cosas con los pacientes tampoco evolucionaron demasiado bien.

—¿No le parece a usted, doctor, que esto de que no haya perdido peso con esa dieta de verduras y pescado que me puso el mes pasado significa que debo tener algún problema endocrino raro? —le dijo la paciente que tenía en ese momento delante en el consultorio.

—¿Sabe lo que creo? —dijo en un tono serio y mirándola a los ojos—. Que usted no padece ningún problema endocrino raro, sino una enorme desfachatez que le permite decirme a la cara que ha seguido la dieta, cuando es evidente que los 5 kg que ha añadido a su ya abundante almacén de grasa solo pueden venir de los excesos gastronómicos que, sin duda, ha seguido manteniendo en contra de mi consejo.

El portazo que dio la Sra. Matilde al salir de la consulta se escuchó hasta en el Castillo de Enrique II de las afueras de la ciudad. Pero el Dr. Seisdedos se sintió, como siempre, muy satisfecho de haber descubierto la mentira, de denunciarla directa y sinceramente y de exponer de forma taxativa la descripción verdadera de lo sucedido. Así demostraba de nuevo su defensa inquebrantable de la verdad y su evidente superioridad moral.

Estas escenas eran habituales en la consulta del Dr. Seisdedos y casi siempre tenían la consecuencia de que el paciente nunca volvía a ella. La franqueza del Dr. Seisdedos hacia sus pacientes terminaba casi siempre por ofenderles y pocas veces por revertir sus conductas inadecuadas. Las acusaciones, sin duda certeras, vertidas hacia sus pacientes de no cumplir sus dietas, de no tomarse los medicamentos como era de rigor, de no dejar de fumar o de beber alcohol, de no hacer ejercicio o de hacerlo de un modo inadecuado, a pesar de declarar lo contrario en la consulta, acababan siempre en la ofensa del paciente y en la ruptura de su relación con él. Lo que para el Dr. Seisdedos era un éxito moral, un triunfo para su orgullo y la gloria de la verdad constituía, en realidad, un fracaso para su actividad médica, porque la consecuencia irremediable era la pérdida del enfermo.

Hay que señalar que hubo dos hechos que evitaron que su vida privada y profesional no fuera un fiasco completo. Uno fue que Amable era, con frecuencia, incapaz de detectar la mentira en sus interlocutores. Era evidente que el adorno, la tergiversación y la ocultación de la verdad eran habituales en casi todo el mundo, tanto en pequeños como en grandes aspectos de la vida, y con fines muy diversos, como sacar provecho de algo, ocultar una realidad incómoda, hacer daño a terceros, aliviar el sufrimiento de los demás o incluso por simple y llana costumbre. Y esta conducta repetida y generalizada hacía que muchas personas fueran sumamente hábiles en el disimulo y la ocultación de la verdad. De modo que Amable erraba con frecuencia en su apreciación de la mentira, lo que, a la postre, le protegía de una ofensa y agravio continuos y de la confrontación permanente con los demás. El segundo hecho fue que su actitud intolerante frente a todo lo que no fuera cierto se extendía también a él mismo, de modo que acogía las verdades referidas a defectos de su carácter o formación con un estoicismo envidiable que utilizaba siempre de forma constructiva. Nunca se sintió ultrajado por una opinión negativa sobre su persona si era cierta, sino comprensivo y agradecido, y utilizó esta información provechosamente para intentar enmendar sus defectos.

Por todo esto, la vida social y profesional del Dr. Seisdedos se mantuvo siempre en un difícil y delicado equilibrio que permitió la supervivencia de unas pocas amistades muy sólidas y tolerantes y una buena relación profesional con aquellos pacientes a los que no les importaba confesar sus debilidades y errores, manifestar su propia responsabilidad en muchos de los problemas de salud que padecían y recibir las reprimendas con humildad.

Pero hacia el final de su vida profesional este equilibrio se rompió. El Dr. Amable Seisdedos empezó a notar que su habilidad para descubrir la falsedad mejoraba de forma cada vez más notable, de modo que llegó un momento en que era difícil que ninguna mentira que escuchara escapara a su fino olfato. Desenmascaraba de inmediato las disculpas falsas de sus pacientes, aunque estuvieran bien urdidas. Sabía perfectamente quién le halagaba por mera adulación o quién le ocultaba alguna información, fuera relevante o no. Pillaba al mentiroso tan solo por su tono de voz, aunque careciera de información para rebatir lo que decía. Esto ocurrió en un período de unos pocos meses y de manera espontánea, sin ninguna instrucción.

Esa reforzada capacidad de hallar la mentira rompió así el equilibrio en que siempre andaba el Dr. Seisdedos en su relación con los demás y se acompañó indefectiblemente de un entorpecimiento cada vez mayor de sus relaciones con ellos. En el centro de salud ya casi nadie le dirigía la palabra, y su cartera de pacientes era tan exigua que pasaba la mayor parte de la mañana leyendo libros y revistas médicas. Su fama de hombre inflexible resultaba disuasoria para cualquier nuevo paciente. Todos en la comarca habían oído hablar de él y le evitaban como si de la Inquisición se tratara, consultándole solo casos urgentes, y siempre que no hubiera ningún otro galeno disponible. La situación llegó a un punto que la dirección del centro consideró tomar alguna medida contra el Dr. Seisdedos, pero esta no llegó nunca a materializarse por estar ya próxima su jubilación y porque, en el fondo, nadie podía acusarle de mentiroso ni de llevar a cabo conducta inadecuada alguna, solo de su imposibilidad de relacionarse con los demás con normalidad aceptando el convencionalismo social.

Pero ocurrieron otros cambios. El Dr. Seisdedos notó, además, que su capacidad para entender cualquier nueva información mejoraba notablemente día a día, así como la de retener en su memoria cualquier detalle, por pequeño e irrelevante que pareciera. Almacenaba datos y datos de toda índole que integraba de forma óptima en su cabeza y, a su vez, incrementaban su capacidad de detectar inconsistencias en los relatos de compañeros, amigos y pacientes. También mejoró de forma paralela su capacidad de diagnosticar las enfermedades con precisión, lo que, paradójicamente, cada vez pudo poner menos en práctica ante su creciente escasez de pacientes. También ocurrió, por otra parte, que el Dr. Seisdedos empezó a sentirse más cansado de lo habitual y a dormir menos. Cada vez se acostaba más tarde por las noches y se levantaba antes por las mañanas, y pasaba sus menguantes períodos de sueño soñando vívidamente sobre todo lo experimentado durante el día. También aparecieron dolores de cabeza intensos a última hora del día que nunca había tenido y que cada vez respondían peor a los analgésicos. El Dr. Seisdedos achacaba todos estos cambios a sus muchos años de actividad ininterrumpida, al cansancio y a su edad avanzada, ya cercana a la jubilación.

Durante aquellos meses, la vida del Dr. Seisdedos transcurrió acopiando una notable cantidad de información, depurando su sobresaliente capacidad de detectar cualquier desviación de la verdad, por pequeña que fuera, perdiendo a casi todos sus amigos y pacientes y padeciendo unos dolores de cabeza cada vez más intensos. Llegó entonces el momento de pasar su chequeo médico anual, y el responsable de medicina preventiva del centro de salud detectó varios signos de alarma en su exploración, por lo que indicó a Amable la conveniencia de consultar con un neurólogo y realizar un estudio más completo. Acudió presuroso y dispuesto al Hospital Clínico Universitario de Salamanca, y allí un joven compañero neurólogo le exploró concienzudamente y le notificó, sin dilaciones ni rodeos, que sospechaba la presencia de un tumor en el lóbulo frontal del cerebro. Amable, adepto a la verdad hasta sus últimas consecuencias, agradeció enormemente la franqueza del joven neurólogo y se sometió diligente a las pruebas que le indicó.

El diagnóstico preciso no tardó en llegar, tras varios análisis, una resonancia magnética y una biopsia del tejido tumoral encontrado en su cerebro. Se trataba de un astrocitoma anaplásico situado en el lóbulo frontal derecho con muy mal pronóstico. Amable había previsto este diagnóstico desde el mismo momento en que el preventivista de su centro le había comunicado sus hallazgos exploratorios y estaba preparado para responder a él. Sabía que sus posibilidades de supervivencia serían mínimas con cualquier tratamiento que siguiera. En realidad, en las últimas dos semanas había memorizado todos los tratados de neurología de la biblioteca del centro de salud y casi todo lo publicado recientemente en revistas especializadas sobre el tema, y sabía todo lo que había que saber a ese respecto.

La decisión estaba tomada. Se dio de baja definitiva en el centro de salud, para alegría de todos, y se fue a la pequeña casita que sus abuelos tenían en El Payo, un pueblo cercano a Ciudad Rodrigo en el que había pasado muchos veranos felices de su infancia en un paisaje boscoso y apacible. Allí Amable se dedicó a pasear, navegar por internet y leer los muchos libros que se llevó consigo. Todo lo nuevo lo asimilaba con una rapidez vertiginosa y lo integraba en un corpus de conocimientos que guardaba bien ordenado y estructurado en una mente ahora muy brillante. En apenas un mes adquirió un extenso conocimiento sobre el mundo y su historia. Comprendió por fin las difíciles fórmulas matemáticas que gobiernan el comportamiento de la materia y la energía de que esta formado el Universo e incluso detectó incongruencias en ellas. Entendió como una revelación la esencia de la vida y las profundas relaciones que hay entre todos los seres vivos y entre ellos y el Universo que habitan. Advirtió también la excepcionalidad de la especie humana y su enorme singularidad dentro del reino animal, su historia diversa y conflictiva, sus principales esquemas culturales y de pensamiento y las reglas que gobiernan su afectividad y sus relaciones. Pasadas unas pocas semanas en la pequeña casita, entendió por fin la naturaleza eminentemente afectiva e instintiva del ser humano y su débil intelecto, y aceptó con tristeza cómo utiliza ese escaso intelecto para intentar comprender en vano un Universo demasiado complejo en el que se encuentra desorientado. Entendió, además, la naturaleza particularmente social del ser humano y su división arbitraria y convencional de la realidad en verdades y mentiras que son solo constructos creados por él para aliviar su debilidad y ofuscación. Extendió entonces su tristeza hacia sí mismo, por esa vida que había llevado centrada en esa caza estéril de la verdad y la mentira. Ahora entendía que ambas eran solo dos caras de la misma moneda, el contrapunto la una de la otra. Toda una vida dedicada a desenmascarar un mero convencionalismo edificado para hacer la vida en comunidad más fácil. Un empeño que solo le había procurado, al fin y al cabo, soledad y turbación e inducido malestar y sufrimiento en los demás.

Una noche durmió por fin profundamente y tuvo un hermoso sueño en el que aparecían sus abuelos de El Payo. Le despertó un bonito sol de primavera que entraba por la ventana y se sintió descansado y aliviado. La cabeza no le dolía como era habitual y sentía la mente despejada. No tuvo la necesidad de acudir a sus libros ni a internet en busca de información. Sintió una paz interior como nunca había experimentado y en ese instante preciso supo que su vida estaba a punto de acabarse. Por primera vez, caviló sobre su reciente y extraordinaria capacidad para acumular y analizar información, y entendió que el tumor cerebral que ahora estaba a punto de poner punto final a su existencia era, sin duda, la causa de ella. Dolor y felicidad, belleza y fealdad, maldad y bondad, mentira y verdad. Así era la vida, un juego de contrastes. El Dr. Amable Seisdedos salió al porche de la casita de sus abuelos y se sentó mirando al sol que se elevaba en la mañana fresca mientras sentía vivamente cómo su cuerpo y su mente se fundían placenteramente con ese trocito de Universo que contemplaba y al que pertenecían. Y después todo siguió igual en la comarca de Ciudad Rodrigo, con sus paisanos diciendo y creyendo verdades y mentiras en busca de una aceptación mutua, ya sin la molesta presencia delatadora del Dr. Amable Seisdedos.

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