La vacuna del covid

Coordina:
Juan Manuel Igea

Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica

Aquella mañana de martes empezó como cualquier otra ajetreada mañana de invierno en mi centro de salud de Salamanca. Catarros, ajustes de medicación de enfermos crónicos, glucemias demasiado altas, tensiones desbocadas, niños llorando con diarrea y mocos, extracciones de sangre, radiografías, recetas… A todo eso se añadían esa mañana los últimos coletazos de la pandemia de covid, con un goteo de casos agudos, y por fortuna leves, y sobre todo, de secuelas de casos antiguos, una serie desigual y variada de diversos trastornos físicos y psicológicos atribuidos con o sin razón a una enfermedad covídica resuelta hacía semanas o meses.

A ello se sumaban en aquellos días numerosas consultas sobre supuestas reacciones adversas a las vacunas contra el covid, preparados que se habían administrado a la inmensa mayoría de la población salmantina en los meses anteriores. Lo cierto es que parecía que los pacientes adultos habían olvidado lo que era vacunarse, una práctica habitual en la infancia y la adolescencia desde hace décadas, y que provocaba con frecuencia algunos malestares que podían durar uno o varios días. Aquello parecía aceptarse bien para los niños, pero constituía motivo de preocupación para los adultos. Pero el problema no eran estos cuadros leves y de corta duración tan frecuentes. Lo malo, y lo que abundaba esas mañanas en las consultas, eran las supuestas consecuencias a largo plazo de esas “nuevas y modernas vacunas que no habían sido probadas lo suficiente”. La astenia, la debilidad, los olvidos, la dificultad para hacer esfuerzos, los dolores articulares, la dificultad para dormir, el nerviosismo injustificado e incluso las alteraciones en la libido eran quejas que llenaban las consultas, ya de por sí ajetreadas por aquellos días de invierno.

Pero volvamos a aquella mañana concreta de martes. La recuerdo muy bien. La jornada se presentaba especialmente apretada. Una baja inesperada de un compañero sobrecargó las agendas de consulta del resto para ese día. Por si fuera poco, por la tarde tenía que acudir a la consulta de mi urólogo para ver los resultados de una biopsia de la próstata motivada por una PSA que últimamente había aumentado por encima de lo esperado, y una hora después tenía una reunión familiar complicada para resolver un antiguo conflicto en torno a una herencia.

Obvié el primer café de la mañana con los compañeros y me senté raudo en mi consultorio dispuesto a acelerar en lo posible la mañana de trabajo. Abrí el ordenador y vi una lista demasiado abultada para una sola mañana. Mal comienzo. Repasé rápidamente los nombres y… ¡horror!, casi al final de la lista vi que estaba apuntado el nombre del más temido paciente del centro, D. Cenobio Seco, un hombre mayor de carácter áspero y de vida solitaria que, por fortuna, acudía muy poco al centro de salud, pero que cuando lo hacía era el terror de todos los médicos.

Era evidente que padecía algún trastorno psiquiátrico no diagnosticado que le imprimía un carácter frío y distante, desprovisto de cualquier tipo de empatía hacia los demás y que le blindaba frente a cualquier intento de asesoramiento en materia de salud. Sobre ese pensamiento desestructurado y frío orbitaba una inteligencia aguda que le permitía ganarse bien la vida como funcionario administrativo y llevar una vida independiente. Sus escasas consultas médicas eran largas, imposibles de dirigir o acortar y siempre conducían a un punto confuso y sin retorno, con un resultado en apariencia estéril. Daba siempre la impresión de tener ideas delirantes que no se atrevía a expresar del todo a terceros.

Así que, con gran resignación y desánimo, empecé la consulta, que me pareció en aquel instante una empinada cuesta imposible de salvar. Llamé entonces al primer paciente, después al segundo, y así sucesivamente, escuchando innumerables quejas y lamentos y tratando de ayudar en lo posible a cada uno de ellos de la forma más acelerada posible. Avanzaba la mañana y no se me quitaban de la cabeza D. Cenobio, mi próstata ni la reunión familiar. A veces me animaba pensando que D. Cenobio no asistiría por algún motivo, y así podría salir antes y descansar un poco antes de enfrentarme a la tarde.

Por fin llamé por el sistema de altavoces al temido D. Cenobio, y a los pocos segundos apareció por la puerta del consultorio con su paso pausado y lento inconfundible y su bastón, que siempre vi más como una potencial arma que como un instrumento de apoyo. Tragué saliva y le saludé educadamente con una sonrisa.

—¿Qué tal está, D. Cenobio? ¿En qué puedo ayudarle?

D. Cenobio pareció no escucharme. Se acercó con calma a lasilla que estaba frente a la mesa, se sentó y solo me pidió, en voz baja y sin mirarme, permiso para dejar su bastón sobre la mesa.

—Mire, vengo a consultarle algo muy delicado que no creo que pueda entender. Había pedido consulta con el Dr. García, pero me han dicho que hoy no está, así que me han pasado a usted. Quiero que entienda que usted es hoy mi segunda opción, pero que he decidido no esperar más y plantearle a usted directamente mi problema.

Empezamos bien, pensé para mí, procurando no mostrar mi orgullo herido por sus extemporáneas palabras y que mi cara no reflejara mi rechazo, con el fin de no obstaculizar la consulta y acabarla cuanto antes.

—Esto que me sucede no es culpa mía… Yo no quería verme envuelto en este asunto… Me vi obligado por las circunstancias a hacerlo, pero siempre temí las consecuencias de una acción tan apresurada y poco valorada… Mi situación es muy especial y tengo que ser cauto… pero ellos me obligaron a hacerlo… Me siento muy mal… no quiero esto… —dijo con zozobra y de forma entrecortada.

Yo le miraba fijamente, sin apenas pestañear, mientras él lanzaba estas frases vagas con una fuerte carga afectiva que no llegaban a ningún fin. Intenté mantener la calma y dejarle hablar para ver si acababa diciéndome cuál era el problema concreto que le traía a la consulta, aunque yo fuera únicamente su segunda opción como médico. Él, en cambio, apenas me miraba, sus ojos evitaban centrase en los míos, algo habitual en él, por otra parte, y parecía que dirigiera su discurso inconexo a otra persona diferente a mí que estuviera en el consultorio.

—Todos se dan cuenta de lo que me pasa, lo noto, pero me evitan, tienen miedo… No saben que yo no lo quiero, que no quiero nada de ellos… pero tuve que hacerlo… Soy yo el que está asustado y el que sufre con esta situación impuesta.

Su actitud fría y el hecho de que aparentara ignorarme me generaban una sensación muy incómoda, un sentimiento profundo de soledad, como si no estuviera allí comunicándome con otro ser humano. Además, en su forma de hablar había atisbos de un intenso sentimiento de desesperación y sufrimiento, probablemente un dolor que yo nunca había conocido ni podría nunca padecer. Creo que era el profundo dolor de la soledad, de la incapacidad de no poder conectar con otro ser humano nunca.

Al cabo de unos 10 minutos de este monólogo interminable y vago, y viendo que no avanzaba, intervine de manera activa y educada, pero con cierta determinación.

—Mire, D. Cenobio, disculpe, pero no entiendo cuál es su problema ni qué necesita de mí. Le ruego que sea más concreto y vaya al grano del asunto. Es tarde, todavía quedan varios pacientes por atender y tenemos que avanzar —intentando conminarle de algún modo a terminar su discurso.

De repente se calló y empezó a mirar a su alrededor con un gesto de desesperación. Yo no perdía de vista el bastón que había dejado sobre la mesa por si en algún momento decidiera utilizarlo contra mí.

—¡Dios mío! Ya le dije que no iba a entenderme, que esto es demasiado para usted, esto es desesperante… No sé a quién acudir… quiero que me lo quite.

En aquel momento, sentí que mi paciencia se acababa. La ira, el rechazo y la pena hacia ese ser humano se aunaban en mi mente. Era lo mismo que había sentido en las dos o tres ocasiones en que había venido a mi consulta. La imposibilidad de entendernos mutuamente y la sensación de que la entrevista se alargaba, mientras otros pacientes con quejas más definidas y claras esperaban fuera, me impacientaba e irritaba. Decidí cambiar el abordaje y centrar yo la conversación, tanteando para acelerar la consulta.

—Entonces, ¿ha tenido usted algún problema con la tensión, la próstata o el azúcar? ¿Quiere solicitar algún análisis o radiografía? ¿Podría tener su problema algo que ver con el covid? —apunté finalmente, perdido y sin rumbo, tratando de hallar una respuesta concreta.

—Sí, la vacuna, eso es, a eso me refiero y eso es lo que me tiene sobresaltado —dijo con vehemencia, como si por fin hubiera conseguido que mi escasa inteligencia entendiera su evidente demanda.

—Veo en su historial que, efectivamente, se ha puesto una dosis de la vacuna del covid. ¿Le ha producido, D. Cenobio, algún efecto molesto? ¿O desea ponerse la segunda dosis, que veo que aún no ha recibido?

—No, no, no quiero más dosis —y miró de nuevo a su alrededor, gesticulando y mostrando su impotencia por mi incomprensión—. De hecho, nunca lo quise, no quería vacunarme, pero ellos me obligaron… No quería de ningún modo, pero tuve que ponérmela…

Y en ese momento se quedó como suspendido y callado, como si hiciera un esfuerzo titánico por dejar salir su motivo de preocupación y zozobra. Y entonces dijo, mirando al infinito:—Y al final me tuve que poner la dichosa vacuna. De inmediato me sentí mal, con todo el cuerpo dolorido. Tiritaba, me dolían todas las articulaciones y me sobrevino un cansancio extremo… Apenas pude llegar a mi casa y me tumbé… y creo que estuve durmiendo el resto del día… Tuve sueños intensos… me vi morir… Creo que, de hecho, morí aquel día…

Contuve el aliento en esos instantes, dejando que se relajara después de esa declaración dramática que tanto esfuerzo le había costado revelar.

—Y entonces desperté empapado en sudor —continuó sin mirarme—, y advertí que una pequeña luz brillante había aparecido en el lado derecho de mi habitación, a la vez que algo importante había cambiado en mí… ya no era el mismo…

Volvió a su mutismo y a realizar gestos extraños por mi clara incredulidad mientras señalaba la posición de esa luz que aún permanecía en su campo visual derecho. Mi desesperación y urgencia por acabar esa consulta sin sentido se hizo entonces perentoria.—¿Se sintió entonces mejor? ¿Su cansancio se alivió? ¿Notó alguna pérdida de visión o pérdida de sensibilidad o fuerza en alguna extremidad? Es normal que se sintiera mal después de la vacuna durante unas horas, de hecho…

—No entiende nada —me interrumpió fría y bruscamente—. No era el mismo porque, a partir de ese instante en que apreció esa luz, noté que —y en ese momento cogió aliento— si miraba fijamente a los ojos de una persona, podía leer su pensamiento con gran claridad. Podía ver lo que ella veía, sentía y pensaba.

¡Bueno!, me dije para mí. Lo que me faltaba por escuchar como efecto secundario de la vacuna del covid, ¡la capacidad de leer el pensamiento! Esto era algo insensato. Mi paciencia se había agotado y tenía que librarme de D. Cenobio como fuera y rápido.

—Pues si usted está co￾vencido de que puede leer el pensamiento tras ponerse la vacuna del covid, debo decirle que no puedo hacer nada al respecto. Supongo que ese don le será ventajoso en muchas circunstancias. Aprovéchelo.

—No, no. No lo entiende —dijo de nuevo con rabia, estupor y decepción, mientras se miraba las manos abiertas—. Yo nunca he querido saber nada de la gente. Los demás solo son fuente de incomprensión y dolor. Quiero estar solo, no quiero compartir nada con nadie, ni siquiera sus pensamientos. Y hoy acudo a usted tras una gran lucha conmigo mismo, porque necesito que extraiga de mi mente esa facultad. Opéreme, deme algo, pero necesito urgentemente dejar de recibir esa información de los demás.

—Pues siento comunicarle —le dije de forma tajante, y dando por terminada la consulta mientras iniciaba el movimiento de levantarme de la silla— que ese efecto secundario de la vacuna nunca se ha notificado en ninguna revista ni registro médico y que de ningún modo contamos con remedios para él.

Y en ese momento en que me incorporaba, y por primera vez en toda la consulta, me miró fijamente a los ojos con una intensidad que me sentó de nuevo en la silla y me produjo una turbación extrema. Entonces me dijo lentamente, sin dejar de mirarme, y ahora con gran aplomo y seguridad y sin titubeos:

—Usted no me está entendiendo porque tiene su mente en otro lugar. Está pensando en sus análisis de la próstata y en esa reunión familiar de esta tarde que tanto le preocupa, y solo quiere acabar sus consultas cuanto antes para irse a resolver sus asuntos. Usted está ignorando mi problema y pensando que es fruto de una mente trastornada. Está dejando pasar por alto un grave problema para mí y un acontecimiento médico excepcional que podría abrir una puerta nueva al conocimiento humano. Entonces apartó su mirada intensa de mis ojos, se levantó despacio, recogió su bastón de la mesa y se fue caminando sin despedirse como si portara una pesada carga.

Yo quedé estupefacto sentado en la silla. ¿Cómo podía saber D. Cenobio, un hombre extraño y huraño que vivía sin ningún tipo de contacto social, todo lo que dijo sobre mí? Solo nos habíamos visto un par de veces más hacía dos o tres años en la consulta, y solo habíamos hablado de preocupaciones médicas siempre incoherentes. Era algo sorprendente e inaudito. No podía creerlo. ¿Sería posible que la vacuna del covid hubiera podido inducir como efecto secundario una facultad neurológica que permitiera percibir el pensamiento que tiene lugar en otros cerebros con solo mirar a los ojos?

Era absolutamente improbable, pero mi mente racional no podía entenderlo de otro modo. Era imposible que hubiera lanzado al azar comentarios tan específicos como esos y que hubieran coincidido con mis verdaderos pensamientos. Pero yo sé que es imposible leer el pensamiento de otros, o así lo creemos todos. Quizás intuyó algo en mi forma de comportarme o dije algo que le dio alguna pista. Pero ¿cómo pudo saber esas cosas tan concretas de mí solo observando mi actitud? Nada me cuadraba, pero desde luego que consiguió al menos distraer mi atención sobre la próstata y mi reunión familiar.

“Si miraba fijamente a los ojos de una persona, podía ver con claridad lo que ella veía, sentía y pensaba”

Aunque tenía prisa por acabar la consulta de la mañana, salí un momento al lavabo a mojarme un poco la cara y relajarme. Tenía que pensar qué hacer con D. Cenobio. Podía intentar localizarle en la salida del centro de salud o en sus cercanías, donde probablemente aún estaría, y tratar de sacarle más información y testar su posible facultad telepática. Pero ¡era un hombre tan difícil de abordar! O podía hablarlo antes con algún compañero neurólogo y ver qué pensaba. Todo era una locura.

Salí del cuarto de baño y, de vuelta a mi consulta, me crucé con Ana, la recepcionista del centro:

—¡Vaya cara que trae, doctor! Ya me supongo la causa. Crea que siento haberle tenido que asignar a Cenobio Seco, pero el Dr. García está hoy de baja, como sabe, y aunque en primera instancia le asigné otro de los médicos, después de un rato de espera vino a mí e insistió en que le asignara a usted. Y ya sabe que es un señor que da un poco de miedo. No pude evitar hacerle caso.

—Me sorprende —le dije—. Me ha dejado muy claro con su franqueza habitual que era solo una segunda opción. Supongo que nos tiene a todos clasificados en su ranking de capacidades profesionales.

—Seguro —contestó Ana—, el caso es que llevaba en el centro desde primera hora de la mañana y, bueno, también me llamó la atención que mientras esperaba al otro médico, al que le asigné a primera hora, se quedó observando muy atento cómo usted llegaba y hablaba en el pasillo con el director. Fue justo después de eso cuando me pidió el cambio a su consulta.

Me quedé pensativo y caí en la cuenta de que, exactamente cuando había llegado al centro a primera hora, me había encontrado ahí mismo con el director, gran amigo mío, que se interesó por mis análisis prostáticos y mis problemas familiares en torno a esa herencia. ¡Estaba claro! El muy granuja me había engañado bien. Sin duda escuchó la conversación y luego cambió de médico para que le viera yo y hacerme tragar su engaño con vaya usted a saber qué fin. Ya sabía yo que era un zorro, trastornado, pero zorro al fin y al cabo. No puede evitar sentir un gran alivio ante el giro de los acontecimientos y volver a mi consulta, donde acabé de ver a los tres últimos pacientes que me quedaban. Colgué mi bata en el armario y me dirigí a la puerta del centro enfrascado en mis próximos asuntos vespertinos, cuando advertí que me llamaba de nuevo Ana, la recepcionista.

—No le he contado otra cosa divertida de D. Cenobio. Mientras hablaba con él sobre el cambio de cita traté de ser amable, porque en el fondo me da un poco de pena y, en un momento dado, se quedó unos instantes mirándome a los ojos fijamente y me dijo: “No pienses que soy un hombre trastornado, al menos no más que el resto. Y deja de pensar en ese trabajo que te han ofrecido en Madrid. Aquí te sientes muy a gusto y puedes progresar en la gestión administrativa del centro. Madrid solo traerá dolores de cabeza a una chica salmantina como tú”. Ja, ja, ja… La verdad es que me impresionó, porque llevo toda la semana pensando en esa oferta de trabajo y no se lo había comentado a nadie, ni siquiera a mis amigas más íntimas. Ni tan siquiera a mi madre. Pero bueno, supongo que me vio preocupada por algo y acertó en el motivo. Parece un poco brujo, pero al menos es la primera ve que vi cierta amabilidad en su trato. No le entretengo más. Que tenga una buena tarde, doctor.

La biopsia de la próstata salió bien, y el asunto de la herencia se arregló por fin aquella tarde. Pero la historia de D. Cenobio Seco, al que nunca volví a ver, me dejó intrigado, y desde entonces no he dejado de preguntar a todos los pacientes que me han relatado posibles efectos adversos de la vacuna del covid si han observado una pequeña luz brillante en su campo visual derecho y si, por algún casual, imaginan lo que estoy pensando en ese momento.

© Todos los derechos de esta publicación corresponden a su autor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.