Por José Almeida (*)
Doctor en Medicina y Cirugía y licenciado en Bellas Artes
Parece obligado iniciar este capítulo con una introducción histórica, aunque solo sea de forma somera, para señalar los hechos más significativos que marcan el nacimiento y primeros pasos del Estudio salmantino; por supuesto, sin ningún afán academicista. Solo trato de documentar mínimamente al lector y de recoger las reflexiones que me sugieren la Universidad en general y los edificios universitarios en particular.
La Universidad de Salamanca fue fundada en 1218 por el rey Alfonso IX al dotar a la antigua Escuela catedralicia, que ya gozaba de cierto prestigio, del rango de ‘Estudio General’ y, en contra de lo que algunos pudieran pensar, no es la heredera de la Escuela palentina, ya que hay testimonios documentales de la coexistencia de ambas instituciones a partir de 1220. La Escuela de Palencia fue fundada por Alfonso VIII, a semejanza del modelo de París, y pertenecía al reino de Castilla, y la salmantina, fundada por Alfonso IX, rey de León, se inspiró en el tipo de Bolonia. La Escuela palentina se extinguió a los pocos años por falta de recursos, y la salmantina floreció merced al apoyo real y del papado.
Muy probablemente, bien pudo haber influido en este devenir tan contradictorio de las dos instituciones la unificación definitiva de los reinos de León y de Castilla, en 1230, con el rey Fernando III.
Por real cédula del 8 de mayo de 1254, el rey Alfonso X el Sabio le otorgó lo que se ha dado en llamar la ‘Carta Magna’, titulándola por primera vez en el orbe de Universidad y definiendo al Estudio como “ayuntamiento de maestros e de escolares…. con voluntad e con entendimiento de aprender los saberes”, donde se dan instrucciones sobre la organización académica y administrativa.
Se dotan las Facultades de Derecho Canónico, Derecho Civil, de Artes (Lógica y Gramática) y de Física, que es como se denominaba entonces a la Medicina, y se consolidan 12 cátedras, entre ellas la de Mú-sica. Asimismo, el papa Alejandro IV, mediante Bula dada en 1255, confirmó la validez universal de sus títulos, señalándola como “una de las cuatro lumbreras del mundo” (Oxford, París, Bolonia y Salamanca). Clemente V, en 1313, concedió a la Universidad las tercias de los diezmos que se recaudaban en la diócesis, y en 1334, a petición del rey Alfonso XI y de la propia Universidad, el ponfitíce Juan XXII le concedió la potestad de conferir los títulos de licenciado, doctor y maestro en todas las facultades. Benedicto XIII, el ‘Papa Luna’, le otorgó las primeras Constituciones de 1411, que estuvieron vigentes durante 11 años y fueron sustituidas en 1422 por las de Martín V, manteniéndose en plena vigencia hasta las reformas ilustradas de Carlos III, en 1771.
Un nuevo repunte de esplendor fue el vivido por la Universidad con la llamada Generación del 98
A lo largo de la historia, la Universidad de Salamanca ha pasado por épocas de esplendor, iluminando al mundo con figuras como Abraham Zacut, astrólogo y matemático sefardí que asesoró a Fernando Gallego para pintar el ‘Cielo de Salamanca, que tuvo que abandonar la ciudad tras el decreto de expulsión de los judíos por los Reyes Católicos; el humanista Antonio de Nebrija, que publicó la primera ‘Gramática castellana’, más tarde reclamado por el Cardenal Cisneros para su fundación de Alcalá; Francisco de Vitoria, catedrático de Prima de Teología, que dio al mundo los principios fundamentales del Derecho Internacional; Domingo de Soto, el gran teólogo del Concilio de Trento; fray Luis de León, que tradujo al castellano ‘El Cantar de los Cantares, lo que le costó un juicio de la Inquisición y ser desterrado; o, en un tono menor, Cosme de Medina, catedrático de Anatomía y decidido impulsor de las prácticas de disección en el cadáver según los postulados de Vesalio y Andrés Alcázar, el primer catedrático de Cirugía, entre otros muchos más, que harían interminable la lista.
Tras un profundo letargo que coincidió con la crisis española del siglo XVII, en el siglo XVIII vivió un nuevo periodo de florecimiento con Torres Villarroel y Meléndez Valdés.
En contraste con estas etapas luminosas, hubo otras de grandes sombras, incluso de verdadera crisis, hasta el punto de que en la segunda mitad del siglo XIX estuvo a punto de desaparecer con la Ley Moyano, de 1857, que suprimió las Facultades de Medicina y de Ciencias. Pero, poco tiempo después, en 1868, merced a un gesto espontáneo de solidaridad de la ciudadanía, fueron restauradas por el Ayuntamiento y la Diputación con las llamadas ‘Facultades libres’, hasta que se restituyó su carácter oficial por el conde de Romanones, en 1903. En 1868, se suprimieron para siempre las Facultades de Teología y de Derecho Canónico, que luego, en 1940, el papa Pío XII restauraría con la fundación de la Universidad Pontificia.
En la primera mitad del siglo XX, la Universidad de Salamanca permaneció estancada. Era un centro pobre, prototipo de una universidad provinciana, muy dependiente del poder central, que estaba acumulado en la Universidad de Madrid, en detrimento de los demás centros nacionales y con la exclusividad de conferir el título de doctor: por eso llamada Universidad Central. Hasta que en 1954, con ocasión de los fastos del VII Centenario de la promulgación de la ‘Carta Magna’, Salamanca recuperó la potestad de conferir el máximo grado académico.Un nuevo repunte de esplendor fue el vivido por la Universidad con la llamada ‘Generación del 98’, personalizada en la figura estelar de Unamuno, rector universal y antorcha de la cultura nacional, y con Dorado Montero, de prestigio internacional en el campo del Derecho Penal.
La Universidad que yo conocí en mis años de licenciatura era una universidad mortecina, que vivía de su historia: “¡La primera de España!”. Con catedráticos que venían de Madrid, Santander, Bilbao o Barcelona, un día a la semana, y se limitaban a dar una o dos clases magistrales: actividad conocida entonces por el apelativo de ‘guadalajarismo’. Eran profesores de un prestigio indiscutible, entre los que es de justicia destacar a los profesores Arce, Piniés y Casanovas; sin olvidar a Sánchez Granjel, muy vinculado a las inquietudes de la Facultad de Filosofía y Letras y catedrático de Historia de la Medicina y, éste sí, residente en Salamanca.
La Facultad de Filosofía y Letras fue una excepción y alcanzó un notorio esplendor con figuras rutilantes, como Antonio Tovar (rector de 1951 a 1956), Lázaro Carreter, Alonso Zamora Vicente, Maluquer de Motes y Laínez Alcalá, un castizo profesor de Historia del Arte a cuyas clases asistíamos algunos alumnos inquietos de otras facultades interesados por su saber y gracejo andaluz.
De esa facultad salieron figuras señeras de la docencia, de la literatura y de la cultura en general, como Sánchez Ruipérez, Rodríguez Adrados, Llorente Maldonado, Carmen Martín Gaite, Agustín Garcia Calvo y la actriz Charo López, entre otros; así como Basilio Martín Patino, el director de cine salmantino de mayor proyección nacional, con el que compartí amistad y pupitre en el instituto Fray Luis de León.
Sería injusto si no resaltara que la Universidad de Salamanca se revitalizó posteriormente con los rectorados de Balcells (1960-68) y de Lucena (1968-72). En los años 60, España contaba con 12 universidades (Madrid, Barcelona, Granada, Sevilla, Zaragoza, Salamanca, Santiago de Compostela, Valencia, Oviedo, Valladolid, Murcia y Tenerife), y a comienzos del actual periodo democrático, más concretamente en la década de los 80, con la política de ‘café para todos’, ese número se elevó a 35; llegando en el año 2012 a contar con 78 universidades, entre públicas y privadas. Y estas cifras son alarmantemente crecientes, ya que, a día de hoy, se acerca a 100 el número de universidades españolas.
La noche antes del examen, el aspirante era encerrado con sus libros para la preparación
Hasta el siglo XV, el Estudio salmantino no disponía de edificios propios donde impartir sus enseñanzas, que se desarrollaban en casas de alquiler, en los primeros colegios que se fundaron en el siglo XIV, en la iglesia de San Benito y en el claustro de la Catedral Vieja. Esto me compromete, aunque solo sea de pasada, a referirme a las capillas del claustro catedralicio donde nació la Universidad.
La capilla de Santa Bárbara, de gran tradición académica, fue fundada por el obispo Juan Lucero en 1334, y era la más vinculada a la Universidad. En ella se realizaba la elección y proclamación de rector y las ceremonias de colación de grados; costumbre que se extendió con el grado de doctor hasta 1843.
La noche antes del examen, el aspirante era encerrado con sus libros para la preparación del concurso (quizás de ahí pueda venir el término “encerrona”, que se aplicaba a uno de los ejercicios a plazas de profesores universitarios hasta hace bien poco), sentado en un sillón frailero colocado a los efectos delante del ara de azulejos talaveranos y a los pies del sepulcro del obispo Lucero, que está protegido por una barandilla de hierro sobre la que se colocaban unos tableros a modo de mesa de estudio.
Al apuntar el día, comenzaba el acto, situándose los miembros del tribunal en los asientos adosados a los muros. El padrino hacía el elogio de su patrocinado y otro opositor o doctor rebatía los argumentos del examinando, en una especie de “trinca” (también esta prueba formaba parte de los exámenes a catedrático de universidad en las oposiciones de mediados del siglo pasado), lo que se conocía como “hacer la gallina y el gallo”.
Resumiendo; todo esto suponía, en el mejor de los casos, salir triunfante, con lo que repicaban las campanas y se hacían fiestas, incluidas corridas de toros; o bien, en caso de reprobación, “salir por la puerta de los carros”; de ahí este dicho, y el de “entrar en capilla”.
En la traza de esta capilla destacan su bóveda gallonada de crucería apoyada sobre trompas nervadas y el retablo con pinturas de influencia italiana, así como una talla de Santa Bárbara.
La capilla de Talavera es la antigua sala capitular que dotó el doctor de la reina, Rodrigo Arias Maldonado, natural de Talavera. Es de planta cuadrada, y de ella se pasa a una bóveda ochavada de influencia islámica mediante el recurso de trompas con nervios decorados que arrancan de columnillas que asientan sobre modillones en forma de cabezas, y forman una estrella de ocho puntas al cruzarse.
Sobre la entrada, en su interior, se halla colgado el pendón del comunero Francisco Maldonado, y esta capilla goza del privilegio de que en ella se dice misa en el rito mozárabe.
La capilla de Santa Catalina o ‘del canto’, así llamada por dedicarla a la Cátedra de Música. Es de mayor tamaño que las demás, debido a un derrumbe y su posterior reconstrucción y ampliación en el siglo XVI. Por cierto, que el Estudio salmantino fue el primero en contar con una cátedra de esta materia, mucho antes que el resto de las universidades que “brillaron con luz propia”.
Y la capilla de San Bartolomé o de Anaya, porque en ella está enterrado don Diego de Anaya y Maldonado, arzobispo de Sevilla y fundador del Colegio Mayor de San Bartolomé, o de Anaya. El sepulcro es de alabastro, de una profusa y delicada decoración. Está situado en el centro de la capilla, protegido por una bellísima verja de hierro forjado, que está considerada como una de las más bellas de España en su género. Parece ser que en este mismo lugar estuvo el Hospital de Santa María de la Sede; uno de los más de 20 que existieron en Salamanca.
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