La tauromaquia de Juan Barjola

Por Miguel FERRER BLANCO,
de la Real Acedemia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga

Ante el reciente fallecimiento de Juan Barjola, uno de los más reconocidos y singulares pintores españoles de la segunda mitad del siglo XX, nuestro colaborador habitual de arte, Miguel Ferrer, amigo íntimo del artista, homenajea en estas páginas una de sus facetas más brillantes, la tauromaquia.

Retrato del pintor Barjola (1968), por Martínez Novillo

La aparición de una «Tauromaquia» es siempre un hecho trascendental en la historia de la pintura española. Quizás esa veta brava que ha caracterizado siempre nuestra pintura -brío, fuerza, expresividad-, habría que buscarla en la arcana relación que el hombre y el animal totémico de nuestro suelo han tenido a través del tiempo. Ya es timbre de gloria para nuestra plástica que las primeras representaciones antropomórficas de la pintura universal nazcan precisamente en el Levante español y que sea también España quien cierre el ciclo de todas las posibilidades del retrato humano con las metamorfósicas deformaciones picasianas. A partir de aquí ya no será posible representar la figura humana con un lenguaje no dicho. Como tantas veces ocurre en el arte, la pescadilla se muerde la cola. Pero es curioso observar también que nuestra pintura nace con una casi «Tauromaquia» en Altamira y acaba con otra «Tauromaquia» en el Guernica de Picasso.

Cuando don José Ortega y Gasset saliendo al paso, en forma airada, a los comentarios que se habían permitido «unas sabandijas periodísticas» para denigrar y desacreditar uno de sus Cursos de Humanidades por el hecho de que a ellos asistiera el torero Domingo Ortega, hizo un violento inciso en una de sus conferencias para explicar y dejar ya intelectualizado filosóficamente para siempre lo que la fiesta de toros y «esa bicentenaria realidad histórica española» que es la figura del torero, han significado social y políticamente en nuestro país y lo que a ellas debe, como causa inspiradora de nuestra literatura y sobre todo nuestra escultura y nuestra pintura. La contribución que los toros han aportado a nuestro acerbo artístico es enorme.

Antecedentes formales de una tauromaquia se ven ya en capiteles románicos, en las tallas de algunos coros de nuestras catedrales y en la escalera de la Universidad de Salamanca. Preludios también de ellas encontramos en don Diego Torres Villarroel con sus Reglas para torear y arte de todas las suertes y en la Cartilla para torear y El arte de torear a pie y a caballo, de la Biblioteca de Osuna, a finales del siglo XVIII. Pero es Pepe Hillo, quien por así decirlo, inaugura las tauromaquias propiamente dichas, ya perfectamente ilustradas con su Arte de torear en plaza, que con tan ingenuo ripio describió el médico y poeta Francisco Gregorio de Sales:

"Delgado la Tauromaquia
escribió con tanto acierto
que a propósito parece
que usó de pluma el acero,
tinta de sangre de toro
tintero y cendal de cuerno".

Se suceden otras Tauromaquias poco afortunadas artísticamente como la de Diego Ramírez de Haro; las Advertencias para torear con el rejón, de Jerónimo de Villasante, y las de Francisco Montes, Lanmayer y Adamm.

Antonio Carnicer publica en 1870 su Colección de las principales suertes de una corrida de toros, de gran valor documental, aunque artísticamente sea pobre, ya que su talento pictórico era muy limitado.

El genio de Goya, nuestro gran coloso, no pudo sustraerse ante la plástica y el embrujo de nuestra fiesta de toros, y en 1815 empieza por necesidad imperiosa de su espíritu a grabar su portentosa Colección de las diferentes suertes del arte de lidiar los toros, inventadas y grabadas al aguafuerte por Goya y que no aparecería publicada hasta 1855. Sus Disparates están también llenos de temas taurinos. Su visión de la fiesta sigue siendo ilustrativa pero a la vez honda, dramática, bella y trágica. El combate entre la vida y la muerte está expresado genialmente.

Es inmensa la lista de los artistas españoles y extranjeros que han tratado y divulgado la importancia estética de los toros y sólo por citar unos nombres: Eugenio Lucas, Gustavo Doré, Casado del Alisal, Jiménez Aranda, Villegas, Roberto Domingo, Mariano Cossío, Morcillo, Soria Aedo, Zuloaga, Solana, Vázquez Díaz, Benlliure, Sebastián Miranda, Francisco Arias, Manolo Hugué, Grau Santos, Rendir, Manet, Lorjou y otros.

El texto de Pepe Lillo sirvió de pretexto a Pablo Picasso para publicar en 1957 su esteticista Tauromaquia. El malagueño universal da en ella, derramando gracia a manos llenas, su caleidoscópica visión de ese ballet que es la fiesta de toros. Tuve la fortuna de asistir a la presentación madrileña de las geniales litografías y sus planchasen la desaparecida Galería San Jorge, acompañado de comentaristas de excepción como Pepe Bergamín -tan unido al pintor-,Pablo Serrano, Benjamín Palencia, Carmen Castro y el crítico José María Moreno Galván, y dejó en mí un recuerdo imborrable.

En 1970 apareció una nueva Tauromaquia, la de Juan Barjola. Desde ese momento yo no vacilo en calificar este hecho, y aun en riesgo de caer en pedantería, como el acontecimiento más importante registrado en nuestra pintura en esos años. La crítica española de arte tuvo entonces con motivo de una exposición de Barjola esa rara unanimidad que sólo se da en los acontecimientos trascendentales, al enjuiciar su obra oleística, pero que yo sepa, no se ocupó de esta monumental Tauromaquia. Juan Barjola fue nuestro pintor contemporáneo más internacionalizable. Él ha sabido dotar a su pintura, honda, racial y expresiva, de ese hálito, que en nuestro arte falta con frecuencia, que la eleve a categoría universal. Es un fenómeno que muy raras veces se consigue. En música sólo se ha logrado en momentos geniales de Falla, Albéniz o Cristóbal Halffter y el resto de nuestros compositores, aun siendo excelsos, quedan en un localismo que no pueden remontar el Pirineo. El exceso de localismo ha perjudicado también a nuestra maravillosa pintura contemporánea y sólo pueden salvarse los nombres de Gris, Blanchard, Dalí, Miró y Picasso. Barjola siendo eminentemente hispano en las constantes de su pintura tiene el secreto de la universalidad.

El verso a la vez salitroso, pinturero y desgarrado del gaditano Rafael Alberti se ha conjugado espléndidamente con el neorrealismo expresivo de Barjola en esa genial Tauromaquia que quedará como clásica y que en el futuro será muy difícil de remontar. Las complejas armonías y relaciones, hombres, ambiente, animal, han sido llevadas a la piedra de grabar por los ojos y las manos de un hombre de nuestro tiempo, revolucionario e inconforme, que se sirve del tema taurino para revelarnos un mundo degradado, oscuro y sin coherencia.

Ortega señaló también como misión del intelectual que sepa auscultar, la necesidad de asistir de vez en cuando a los toros para ver cómo andaba la salud del pueblo y su felicidad o desgracia. Yo me atrevo a decir que de vez en cuando es necesaria la aparición de una «Tauromaquia» para saber la salud de nuestra pintura.

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