Por Miguel FERRER BLANCO,
de la Real Acedemia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga
José Luis Pérez Fiz siempre ha sido muy admirado para mí, por su extensa cultura sobre la historia del arte y por ser un auténtico creador de pintura. Ese tipo de artista raro de encontrar, que trabaja callada y silenciosamente, procurando dotar a su obra de las máximas excelencias que ha logrado siempre el gran arte de la pintura, incluso creando nuevas técnicas y llevando al lienzo otras materias que pudieran también enriquecer sus creaciones.
He recordado muchas veces mis conversaciones con él, eran coloquios muy intensos, con grandes silencios por mi parte, mientras él me comunicaba sus ideas para conseguir cada vez mejores posibilidades para su pintura. Como digo, yo hacía pocas consideraciones, porque él, con su extensísima cultura sobre la pintura, era un auténtico enseñante ante el que era mejor callar y escuchar, para aprender arte oyéndole. La última vez que estuve con él fue para celebrar el enorme éxito obtenido en su última exposición de La Salina, que me pareció magnífica en todos sus aspectos y en la que me impactaron gratamente dos obras, que luego procuraré describir.
Con anterioridad a esta exposición, ya había visto una pequeña obra suya, en una de las últimas ediciones de Arcale, que me impactó. Tuve la mala suerte de visitar tarde esa feria y cuando lo hice la obra ya había sido vendida. Me he acordado infinitamente de ella, porque se trataba de una auténtica joya: un pequeño paisaje rural, caserío, camino, tapias, y todo hecho con tierras y arcillas seleccionadas por él. El cuadro, del color de estas materias, depositadas sobre un estudiadísimo y potente dibujo, había ido recibiendo dichos materiales con el espesor que él creía necesario, para que luego la luz elaborase también sus líneas y zonas oscuras, consiguiendo unos negros de una intensidad extraordinaria. Se lo elogié mucho y quedamos en que intentaría unas obras parecidas para que yo pudiera elegir alguna.
De la última exposición de La Salina, que como ya dije constituyó un éxito rotundo, y en donde, ya seguro de estas nuevas técnicas y del empleo de esas materias naturales, se atrevió a realizar formatos de gran tamaño (120×120). Me impresionaron dos cuadros. Uno horizontal consistía en un paisaje realmente maravilloso de las tierras de La Armuña, bien estudiado, sobre un dibujo meticulosamente confeccionado, y sobre el que había ido depositando tierras, arcillas y negros suntuosos, casi carbonarios, de una intensidad enorme y con un estudio perfecto de la perspectiva, haciendo que ese negro de la tierra influyera también en el cielo, pero animando la parte superior del cuadro con una luz intensísima, anuncio de que en un momento dado la luz de la meseta haría desaparecer ésas tenebrosidades y alegraría esas tierras tan pródigas para el cereal.
Quizás la luz, esa preciosa luz, limpia y pura de la meseta, en sus juegos diarios y estacionales quiere que recordemos con esos negros intensos que allí están enterrados, hechos carbón, grandes bosques armuñeses. Los negros de este cuadro me hacen recordar cómo trataba este color el crítico Campoy, que siempre recordaba los negros más intensos de la pintura española en los bodegones de la primera época de Antoni Clavé. Estos negros de Pérez Fiz pueden competir perfectamente con ellos.
Otro cuadro del mismo tamaño, este vertical, es el que lleva como tema la torre, fachada y los muros de la Catedral y de la Universidad con los que se enfrenta. Existe también un cielo oscuro, tenebroso, con jirones negros, pero del que se desprende un polígono de luz blanca intensísima que viene a iluminar el suelo de la calle, convirtiendo ésta casi en un río que yo llamaría el río del saber salmantino. Ese polígono de luz purísima que casi se apoya en el suelo, ha logrado contener su pureza de tal forma que sea capaz de iluminar ligera y mágicamente el edificio catedralicio a finde no quitarle misterio.
Son otras dos auténticas joyas, a las que también llegué tarde para poderlas adquirir.
Como muestra de su sabiduría sobre la historia de la pintura y sobre todo del Renacimiento italiano, hay que recordar también el magnífico retrato homenaje que hizo a su mujer, pintora como él, en el que volcó todos sus conocimientos del mejor Renacimiento.
La pérdida de José Luis Pérez Fiz me causó un enorme dolor que añado al de la desaparición de otros dos magníficos artistas salmantinos como son Antonio Marcos y el ceramista Fernando Pascual, también gran pintor y grabador. La pérdida de estos tres artistas ha sido un golpe fatal para la pintura salmantina que hubiera tenido días de gloria con sus obras.
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