Por Ana María DE CECILIA SAN ROMÁN
Médico y escritora
El invierno había muerto, cansino y agotado. Parecía que la vida iba a recomenzar de nuevo, pero no. Aún quedaban encendidas algunas farolas, con el resto del sueño pegado en sus luces, ocultando los fantasmas. En el cielo la aurora se colaba empujando la línea del horizonte y las nubes parecían sábanas tendidas a secar, mientras allá abajo, en la calle, ya circulaban con prisa y frenazos, atascándose y comiéndose el tiempo, los vehículos de los días de diario. Las aceras parecían recién extendidas, levemente brillantes, con un bigote de rocío desmigado por humos y pisadas.
Yo hubiera querido que fuera domingo, desperezarme en la cama desbrozando el letargo y amanecer con el pensamiento enredado y poco dispuesto a espabilarse, no tener más quehacer que el de prepararme un buen desayuno, estirar los músculos sin prisa, reírme del despertador, bañarme en agua espumosa con calma, con deleite, con parsimonia. Pero no, no. A medida que se apagaban las luces en la calle se encendían las ventanas como ojos asomados, como girasoles rondando al sol del amanecer. A la de tres arqueé la espalda y me incorporé, retiré las sábanas sintiendo una puñalada de destemplanza, coloqué en el suelo primero el pie izquierdo, después el otro, y así comencé el nuevo día.
Siento veneración por Madrid. Aunque no nací en ninguna de sus calles ni de sus plazas la siento mía, la ciudad que me acogió sin preguntarme cuando llegué con la incertidumbre como único equipaje. El agua subía renqueante por la cañería, le daba pereza, como a mí, comenzar el trabajo de cada mañana; por fin brotó tímida por la alcachofa de la ducha, y yo esperé, con la mano extendida hacia ella como una pedigüeña, a que adquiriera una temperatura convincente que me invitara a entrar en la bañera. La muy terca tardaba lo suyo, está reumática y torpe, pero al fin pude dejar que se derramara sobre mi cabeza y rápido, ya se me iba haciendo tarde. Mientras me vestía trataba de repasar en la memoria los deberes del día, pero mi estómago reclamaba desayuno y mi cerebro se puso en huelga de ideas. No tenía tiempo para comer nada, salí de estampida agarrando el bolso y buscando con los brazos las mangas de la gabardina y antes de pisar la calle la oteé desde el portal, como un marinero que buscara tierra firme. No pensaba si iba a ser un día como cualquier otro, no pensaba que pudiera ser un día diferente.
El asfalto estaba duro, terso, manso. El cielo mostraba una línea turbia e indecisa, sin saber si precipitarse en los brazos pugnantes del sol o recogerse en las mantas falsas de las nubes desgarradas, que se resistían a marchar y permanencia como un velo. Los quiosqueros desbarataban los atijos de periódicos y los repartían en montones ordenados, desplegaban sus alas cargadas de revistas y colores, recomponían los escaparates mínimos y desbordados, murmuraban por lo bajo que le dolían los riñones; ya no voceaban la prensa ni recorrían las calles, ya no anunciaban titulares ni comentaban noticias, nosotros crecemos, el mundo mengua, las cosas cambian, los recuerdos reaparecen de repente y te envían un olor de pasado que te noquea como un gancho de derecha. El olfato detectó el aroma de los churros, atados en su junquillo, el café largo de leche que mi madre me preparaba antes de ir al colegio, las patadas que Julito me daba en las espinillas por debajo de la mesa mientras desayunábamos. La boca se me hizo agua, el alma se me hizo miel.
Un coche me escupió a su paso el agua sucia de un charco que no tendría que haber estado allí. “Animal”, murmuré para mí misma, sabiendo que el conductor ni siquiera se había dado cuenta de que sus ruedas destripaban aquel fangal. Delante de mí caminaba un chico con una cresta llena de picos en lo alto de la cabeza, rapada al límite en el resto de su superficie; también a Julito le hacía mi madre un rizo lleno de azúcar sobre la frente, mientras él protestaba y trataba de aplastarlo con la palma de la mano. El de la cresta vestía pantalones escoceses a cuadros, que le quedaban “pesqueros”, botas tipo militar, chupa de cuero llena de clavos, y en la mano llevaba una carpeta con folios. Pienso que lo de las crestas está pasando de moda, antes florecían como macetas en primavera, pero ya no. Los rizos de Julito desaparecieron con la llegada de su pubertad, todo desaparece, también desapareció mi madre y mi infancia, como la de todos. La vida no es más que un pasar.
No sé reír antes de desayunar. Una arruga marca siempre mi entrecejo hasta que tomo mi ración de hidratos y todo se va poniendo en marcha, mientras tanto soy lenta y me encuentro como disgustada; por eso cuando le vi no reaccioné a tiempo. Apenas si resurgí del pasado, donde mis pensamientos me tenían presa, para poder ver como la besaba, con deseo, con avaricia, con lascivia, con hambre. Un beso que me pareció obsceno a esas horas de la mañana, sin desayunar, eso es lo primero que pensé, sin desayunar, cuando aún no había sido consciente de que era él, mi él, y ya retiraba mi mirada de la escena porque la boca de metro comenzaba a engullirme, cuando me quedé varada en medio de las escalerillas, vuelta del revés como un pez que tratara de huir del trago de una ballena. Desde allí los contemplé presa de asombro, de pánico, de dolor, tratando de convencerme de que me equivocaba, de que no era real la escena que divisaba ante mis ojos, de queme engañaba mi prisa o mi hambre o mi sueño, cualquier cosa antes de aceptar que no sólo no se cumplían mis deseos de que este día amaneciera siendo domingo, sino que el destino pertinaz y cruel se empeñaba en enrevesármelo con un suplicio atroz que me aturdía la boca, los oídos, el olfato e incluso el tacto, porque la gente me empujaba suavemente al pasar y yo no lo notaba.
La chica llevaba el pelo rojo cubierto a medias con una boina de punto como las que usaba mi madre en los sesenta; sus ojos estaban cerrados, absorta en recibir aquel aliento. Él se inclinaba sobre su rostro para el beso, la rodeaba con los brazos y se concentraba en sentirla, en respirarla. Pude imaginar el galope de sus corazones. Retrocedí un poco protegiéndome contra la pared, con el pensamiento revuelto, sin noción ya de tiempo ni espacio. Los miré sin pudor sin decidirme a hacer nada. ¿Qué podía hacer? ¿Interrumpir aquel abrazo cubierta de furia? ¿Abofetearle como en las películas? Aún los miraba cuando separaron sus rostros y perdí la última esperanza de haberme equivocado. Era él sin ninguna duda. Él el traidor, el embustero, el canalla, el embaucador, el falso, el fariseo, el infame. Me miró por encima de la cabeza de ella sin ningún ademán de cohibirse, sin ningún ademán de reconocerme, sin ningún ademán de avergonzarse. Si hubiera tenido tiempo de recuperarme del estupor, lo hubiera atravesado con una mirada de odio. Le di la espalda y bajé deprisa las escaleras del metro.
Mientras viajaba los imaginaba allí arriba, en la superficie, caminando abrazados, reflejándose al pasar en los cristales de los escaparates mientras las farolas se iban apagando. Llegué definitivamente tarde al trabajo, pero me pareció que tenía una causa importante. Alegué retraso en los transportes, una ciudad imposible, un agobio, ya ves, pero Eugenia me miró con suspicacia: “¿Te encuentras bien? Estás muy pálida”. Afirmé negando: “Estoy bien, son estas prisas…”. Me metí en el cuarto de baño y me busqué en el espejo. Las manos me temblaban un poco; me miré a los ojos para enfrentarme con la verdad: “Eres una estúpida —me regañé severa—, una loca, una paranoica, una iluminada. De acuerdo, te ha gustado, te ha parecido que lo veías en el futuro, contigo, en tu casa, en tu cama, pero reconocerás que no es normal pensar que te engaña con otra cuando ni siquiera te conoce”.
Me encanta Madrid. Cada día imagino una historia nueva según voy a trabajar.
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