Por Miguel FERRER BLANCO
de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga
Acabo de ver los últimos cuadros pintados por Jacinto Orejudo, quien me pide unas líneas para el catálogo de una exposición que proyecta hacer.
Me había prometido, por la avanzada edad y múltiples achaques, dejar la pluma y no hacer más artículos sobre arte ni presentaciones para catálogos y dar por terminada mi colaboración en la magnífica revista de nuestro Colegio de Médicos, donde creé desde su primer número unas páginas artísticas que denominé “Arte siempre arte”, por las que he hecho desfilar durante aproximadamente 40 números artistas importantes, pintores, escultores, músicos y varias exposiciones nacionales de importancia.
Mi admiración y mi ya larga y vieja amistad con Jacinto me obligan a insistir nuevamente y escribir la presentación para esa exposición.
Yo ya conocía obras realizadas por él, cuando estudiaba en la escuela de Bellas Artes de San Fernando en el comienzo de su adolescencia y conservo apuntes y pequeñas obras que han sido elogiadas por artistas como Agustín Redondela y aficionados al arte como el filólogo Zamora Vicente. Deseaba dedicarse íntegramente a la pintura al terminar su Licenciatura. Le presenté al gran pintor y maestro del paisaje de la joven Escuela Madrileña de Pintura Martínez Novillo, muy amigo mío, al que convencí para que aprovechara la límpida luz de Salamanca, que tan bien definía los volúmenes y el color, por lo que pasó una temporada aquí. Le presenté a Jacinto y le acompañó varios días pintando en Alba de Tormes, Villamayor y Palencia de Negrilla.
Su proyecto de pintor fue frustrado por el repentino fallecimiento de su padre, hombre también artista, que había creado una importante industria de artículos artísticos y decorativos. Tanto él como su hermano, buen escultor, se vieron obligados a hacerse cargo y mantener durante muchos años la gran empresa que había creado su padre.
Las obras que ahora exhibe están creadas después de su jubilación. Durante toda su vida ha soñado con volver a pintar y ahora puede ver realizado este sueño y es prodigioso lo que ha conseguido este hombre, que había nacido para el arte, ya en su madurez. Es pintura natural, sincera, impulsiva y emocionante, pues se trata de un auténtico autodidacta que no quiere acordarse de obras ajenas y hace lo que instintivamente piensa que debe ser su pintura. Sabe matizar y dosificar esa bellísima luz de Castilla y cómo realzar los bellos colores que deposita en el lienzo con sentido y técnica muy personales, colores enteros y potentes o sutilezas y exquisiteces a lo Cossío como en un pequeño bodegón de magníficos amarillos para unos membrillos y una granada cortada.
En sus paisajes habrá alguna vez un cierto barroquismo por dar importancia a algún accidente o monumento, pero eso sí, siempre en los primeros planos estará presente la horizontalidad orteguiana de Castilla serenando el conjunto. Siempre presencia y potencia del color que siente como Derain, Matisse o Vlamink.
No cabe duda de que, de seguir pintando en su juventud, habría asimilado los colores a veces ácidos, pero potentes de Palencia, San José, Delgado o Menchu Gal y hoy sería uno de los epígonos de la joven Escuela de Madrid, pero ya en la madurez y con más experiencia viajera y serenidad fue suavizando ese fauvismo inicial y sintiéndose más romántico y poeta, fue suavizando el color de sus paisajes recordando a Friederich y Auerbach. El título de muchos de sus cuadros ya denotan su poesía (Dorados otoñales, remanso de paz, descanso, meditación).
Este sentido poético del artista hace más amables sus paisajes y en esta exposición hay un cuadro que me ha sorprendido grandemente. Se trata de un soberbio paisaje de Ronda. No es extraño, pues en esa querida y bellísima ciudad están mis raíces y orígenes, y en ella he vivido en mi infancia y juventud. Mucho podría decirse y se ha escrito de esta ciudad única de la alta Andalucía, pórtico de una ariscada y legendaria sierra por la que han pasado grandes escritores y sobre todo poetas como Rainer María Rilke, que vivió en ella grandes temporadas y en la que escribió mucha poesía y gran parte de su obra.
Nuestro nobel Juan Ramón Jiménez la definió genialmente con el largo y primer verso de un poema a ella dedicado en el que sólo empleaba cuatro palabras definitivas y calificadoras asonantes en a y de las que repite sólo una en el mismo verso. El gran poeta deja por un momento su “violetismo” para escribir este primer verso del poema: “Ronda, alta y honda, rotunda, profunda, redonda y alta”. Seis palabras separadas por cuatro comas y dos i griegas. No puede quedar mejor definida una ciudad única que es la puerta de una ariscada serranía, su historia, la hondura de su Tajo de 300 metros, que el río Guadalevín fue tallando durante milenios dejando la ciudad partida por gala en dos y restaurada y unida después por la excelente obra del ya viejo “Puente Nuevo”, la grandeza que aloja en su interior con los palacios de Mondragón, Parcent y Salvatierra, sus iglesias como la Mayor que es casi una catedral, esa luz blanca que el caserío devuelve al cielo por las toneladas de cal que durante siglos se han depositado en sus calles y sus capas superpuestas al sol han hecho de ellas nácar que refleja esa blancura también en el cielo y la pétrea, bellísima y barroca plaza de toros donde se han creado dos tauromaquias ilustres y bellas por dos sagas de toreros rondeños, los Romero y los Ordoñez.
De niño en la carrera de Espinel, donde vivía, pasaba algunos días un hombre con un borrico en cuyos serones iban trozos de cal viva y en el otro frutos de la tierra, y pregonaba con voz estentórea: ¡cal pa encalar! ¡y hoy llevo peros y membrillos como cabezas de chiquillos! Esa cal que yo oía pregonares la que aclara un poco el cielo de Ronda.
Ronda estaba enriscada en la sierra, como una prolongación natural del paisaje, y, a la luz del sol, me pareció la ciudad más hermosa del mundo. (Juan Goytisolo).
He visitado muchas veces Ronda, alojándome siempre en el Victoria, un hotel angloandaluz donde se alojó Rilke. Siempre pedía una habitación cercana a la que ocupó y desde la que se ve su efigie en bronce mirando al paisaje. Solía llevarme alguna obra suya siempre para leer y me acompañaba también una preciosa carpeta del gran pintor Luis García Ochoa con cuatro litografías de color, con textos del poeta, dedicadas a las estaciones del año y un aguafuerte con el retrato del poeta con las que decoraba la habitación.
No me extraña que un pintor tan sensible, romántico y poeta como Jacinto haya pintado este paisaje tan grandioso y geológico, dotando a sus pinceles con toda su alma poética. Ha conseguido una obra maravillosa, ya no tiene que acordarse de otros pintores y ha sabido olvidar la prosa para convertirse en lo que debe ser: el gran poeta de su pintura.
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