Texto: Jesús Málaga
Fotografías: Andrés Santiago Mariño
Antonio Vargas y Carvajal otorga testamento el 24 de octubre de 1649. Fundaba entonces lo que sería el seminario que llevaría su nombre. En este centro se admitían niños huérfanos, pobres y, si no los hubiere entre los solicitantes, eran preferidos los picarillos desnudos que acudan mendigando, como se hace constar en las constituciones de la institución1. Los escolares podían residir en el seminario hasta los dieciséis años, edad en la que se comenzaba a servir al Rey en las fronteras de Portugal o en otras del reino. En ese caso, al despedirse del centro, se les daba vestido, munición y cien reales, y al que volviese cojo o manco de la milicia, el seminario le socorrería con limosna y comida.
A los chicos que querían cursar estudios de derecho, teología o Medicina, se les mantenía con cargo al seminario durante cinco años y después, al salir del colegio, se les gratificaba con cien reales para vestido. Si algún alumno decidía entrar al servicio de la Santa Iglesia Catedral como mozo de coro o cantor, se le ofrecía el sustento necesario para dos meses, y, transcurridos estos, recibía cincuenta reales más. Si, por el contrario, no estudiaban o no entraban en el servicio de la catedral, como ya hemos dicho, seles echaba del colegio.
A los muchachos menores de doce años que optaban por aprender un oficio, trabajando de aprendices con un maestro, les abonaban 50 reales. Aquellos que abandonaban el aprendizaje tenían que devolver el dinero.
En principio el seminario debió funcionar en las Casas de la Doctrina Cristiana, hoy Hotel Emperatriz, en la calle Compañía, esquina Doctrinos, y posteriormente se trasladó a lo que fue el Hospital de Santa María la Blanca, del que solamente nos quedan restos de la portada de su capilla en un garaje de la calle de su mismo nombre. En la puerta del mismo debió colocarse un letrero con la siguiente inscripción “Don Antonio de Vargas Carvajal, hijo de los señores doctor Carvajal y Doña Antonia de Vargas, fundó este seminario y es patrón de él y sucederán en el Patronazgo los que él nombrase». Trasladaron a ese lugar los restos mortales de los familiares del fundador que estaban en la iglesia de San Isidro, antes San Isidoro, de donde don Antonio de Carvajal era Patrón.
Como era costumbre en la época, el fundador del seminario deja encomendado que dos capellanes digan misa diariamente ante su sepultura y que uno de los clérigos cuide, enseñe y eduque a los colegiales. Todos los asilados debían oír dos misas y recitar las letanías, sentados de rodillas, alrededor de la sepultura del fundador. También se les exigía rezar el rosario, cinco responsos además de los salmos responsoriales. El otro capellán hacía las funciones de administrador del seminario. Ambos cobraban de sueldo mil cien reales cada año y tenían como ayudante un criado para la limpieza del edificio al que se le pagaba por sus servicios.
De este seminario son patronos desde su fundación el obispo, el deán de la Catedral y los familiares del fundador. Estos patronos encargaban a los diputados del Hospital de Nuestra Señora Santa María la Blanca cuidar y recoger de la calle a los picarillos y desamparados candidatos a ingresar en la institución.
El reglamento recoge con gran detalle las vestiduras que han de llevar los colegiales: una loba de paño negro, con mangas de paño morado y beca del mismo color, y sombrero negro. Para salir de casa para los cultos en la catedral o de paseo, los colegiales iban juntos, en filade dos en dos.
En el reglamento de 1898 se modifica la edad de ingreso, dejándola en los diez años, y la de salida, a los dieciséis años, a no ser que siguiesen el estudio de una carrera universitaria, lo que les permitía continuar en el colegio hasta terminar los estudios. Para la permanencia en el seminario se escogían a los de mejor expediente y a los de aplicación ejemplar y se expulsaban los que no llegaban al sobresaliente de media durante dos años. La salud era también un factor de selección. Eran excluidos los que padecían enfermedades contagiosas y/o crónicas. Al tratarse de una institución religiosa, la jerarquía era la que ostentaba el mando máximo, y a ella se recurría en todo momento. Así, los estatutos dejan en manos del obispo y del deán la solución de cuantas dudas puedan surgir a lo largo de la existencia del seminario.
Debido a la paulatina merma de rentas, en 1882 se reduce el número de dos capellanes a uno. Este clérigo responsable del colegio pasa a llamarse rector. Nombran un maestro de primeras letras con una asignación de 500 reales y un portero con cuatro reales diarios de sueldo. El ahorro no es sólo económico, también afecta a las disposiciones religiosas del fundador. En esa fecha se suprimen las cargas espirituales y preces que fueron dispuestas por Carvajal. Las reducen a una misa diaria en el seminario y a las Eucaristías solemnes celebradas en la Catedral. Siguen con el rezo del rosario todas las noches, terminándolo con la letanía de la Virgen cantada por los escolares. Por la noche, antes de acostarse y por la mañana, después de levantarse, se daban las acciones de gracias. Al finalizar cada comida se rezaba un responso por el fundador en el refectorio y un rosario en la capilla.
Los escolares debían asistir al Vía Crucis los viernes de cuaresma, y el resto de los viernes del año se rezaban los salmos penitenciales. Se les hacía confesar y comulgar al menos las fiestas de la Circuncisión, Purificación, Anunciación de Nuestra Señora, Pascua de Resurrección, Corpus Christi, San Antonio, Santiago Apóstol, Anunciación, Natividad de Nuestra Señora, Solemnidad del Rosario, Todos los Santos y la Inmaculada.
Los comisarios estaban obligados a visitar trimestralmente el colegio y la escuela, disponían de un despacho con el archivo y testamento del fundador y se encargaban de expulsar a los colegiales que no guardasen los preceptos recogidos en los estatutos y cuya falta fuera considerada grave.
El rector era director y administrador. Decía misa diaria, bendecía la mesa, escogía las lecturas de las comidas, vigilaba el cumplimiento de las preces. Cuidaba de la higiene, organizaba el gasto y controlaba la dieta de los alumnos. Se llega a hablar de los alimentos que deben administrarse a los escolares. El almuerzo era a base de sopa de pan o leche, patatas o arroz. En la comida se servía sopa de pan o arroz, cocido con tocino y carne. La merienda consistía en una ración de pan y la cena se reducía a ensalada o sopa, patatas o arroz con bacalao, que en los festivos cambiaba el pescado desalado por carne. Se ofrecía una comida extraordinaria en la festividad del seminario, San Antonio.
Las clases se impartían los días hábiles. Se exceptuaban las fiestas de guardar, las tres Pascuas. San Antonio, Santa Teresa, los santos del Prelado, del Rector y del maestro. Permanecían en las aulas tres horas por la mañana y tres por la tarde. De nueve a doce por la mañana y de dos a cinco de la tarde desde octubre a abril, y de ocho a once y de tres a seis de la tarde el resto de los meses.
En la escuela se enseñaba Doctrina Cristiana, Historia Sagrada y Reglas de Urbanidad. Al comenzar y terminar las clases se rezaban las preces de costumbre. Se prohibía el castigo corporal y en caso de incumplimiento de la disciplina el rector daba cuenta a los comisarios del seminario.
El portero cuidaba de la puerta principal, avisaba de las visitas, evitaba la salida para realizar recados fuera del edificio sin permiso del rector, encendía y apagaba las luces, asistía a los actos religiosos y acompañaba a los escolares al paseo si el rector no podía hacerlo. Remendaba la ropa para aprovecharla lo más posible y, en todo momento, estaba a las órdenes del rector.
Los seminaristas debían cumplir una serie de deberes religiosos y otros disciplinares. Entre los primeros estaba el rezar al levantarse y al acostarse, oír misa diariamente y concurrir a dos eucaristías los festivos, asistir a los sermones de la Catedral, rezar antes y después de las comidas, leer por turno la vida de los santos en las comidas y cenas, rezar cuatro responsos al día por el fundador, rezar el santo rosario, ofrecerlas comuniones por el fundador y asistir a los funerales de los seminaristas, ya sean internos o externos.
Los deberes disciplinares hacían a los alumnos llevar una vida espartana. Se levantaban a las seis de la mañana en invierno y a las cinco en verano. Se acostaban a las ocho de octubre a mayo y a las nueve el resto del año. Desde el primero de mayo hasta el último día de agosto les dejaban dormir una hora de siesta.
Las horas de estudio se distribuían en cuatro tiempos: el primero desde el desayuno hasta el comienzo de las clases; el segundo después de las clases hasta el recreo, media hora más; el tercero, previo a la hora de comer, y el cuarto, desde que pare el címbalo en la noche hasta la hora del rosario rezado al final de la jornada. En los días festivos se reducían los estudios; estudiaban dos horas, una por la mañana y otra por la tarde, además del estudio de la noche.
La higiene era exquisita; diariamente se lavaban, limpiaban la ropa y el calzado, hacían su cama y se ocupaban de la limpieza de los dormitorios y cuartos de estudios. Servían por turno semanal en la mesa y ayudaban, también por turnos, a misa. Eran acompañados a la consulta del médico por el portero. Se les obligaba a cortarse el pelo todos los meses y algunos días festivos se les permitía salir a comer con la familia. Los colegiales podían sufrir correctivos proporcionales a las faltas cometidas. Tenían derecho a la alimentación, vestido, educación religiosa y moral, literaria y técnica. También eran asistidos en sus enfermedades, siempre que no fuera contagiosa. Si la enfermedad duraba mucho tiempo, el alumno volvía a la casa de su familia para ser atendido y si ésta faltaba, se les ingresaba en el hospital pasando los costes al colegio.
La estancia máxima en el colegio era de cuatro años. Una vez el alumno superaba los conocimientos que se le ofertaban en el seminario, pasaba a desempeñar el aprendizaje de un oficio fuera de los muros de Carvajal. Desde entonces los alumnos se consideraban externos y tenían derecho a la limpieza de la ropa interior, a costearles un traje y a asistencia espiritual. Los domingos pasaban por el seminario para mudarse de ropa además de asistir a misa en la capilla del colegio.
Durante más de tres siglos muchos médicos formados en las aulas salmantinas se acogieron al amparo del Colegio de Carvajal en su etapa de formación. Eran estudiantes sin recursos que de no ser por esta fundación no habrían salido de su miseria.
La leyenda que ha pasado de boca en boca por los mentideros salmantinos sobre el fundador del seminario de Carvajal es curiosa e interesante. A pesar de ser muy conocida por los salmantinos, no me resisto a contarla. Antonio Vargas y Carvajal era regidor de Salamanca cuando ocurrieron los hechos.
Un zapatero remendón, amigo de la buena vida, cansado de trabajar con las suelas del calzado ajeno, decide descansar un día laboral. Para darse un gusto en la mesa se acerca al mercado que desde muy de mañana extendía sus productos por el Corrillo y la plaza de San Martín. En uno de los puestos de pescado se exhibe un espléndido ejemplar de trucha del Tormes, que por aquellos años y hasta mediados del siglo XX, era un río truchero. El zapatero y el regidor coinciden en el lugar y ambos ambicionan conseguir el sabroso pescado. Comienza la puja ante la mirada atenta de los curiosos que merodean por entre los puestos del mercado. Sube tanto el precio que el regidor cede ante la desorbitada tasación. El final es bien conocido por los salmantinos, el zapatero remendón acaba llevándose el preciado pez ante la renuncia del moderado regidor.
Pasa el tiempo y don Antonio redacta su testamento en el que deja sus ahorros para que se funde un seminario para que estudien chicos sin recursos. En los estatutos, el fundador deja establecido que a su colegio se pueden acoger cualquiera de los chicos salmantinos, exceptuando los hijos de los zapateros remendones. Se cerraba así el pleito de la trucha entre el regidor y el zapatero. No he podido constatar la veracidad de este relato, pero como suele ocurrir en la historia de Salamanca, la hermosura de sus leyendas las hace acreedoras de su permanencia en el tiempo.
El seminario de Carvajal permanece con el esqueleto todavía en pie después de un pavoroso incendio que le hizo casi desaparecer. Espera una restauración definitiva que nos haga recordar tiempos gloriosos en los que chicos sin recursos o de la calle lograban un oficio o una carrera. Muchos médicos de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX pudieron realizar su carrera universitaria gracias a las aportaciones económicas de este colegio.
El cabildo catedralicio y el obispo de Salamanca son los máximos responsables de la fundación del seminario de Carvajal y entre sus proyectos está la ubicación, en el solar que ha quedado como resultado del incendio, de una residencia que cumpla, aunque sólo sea en parte, los deseos del fundador Antonio Vargas y Carvajal. La plaza que lleva su nombre espera también la restitución a su lugar de origen del crucero que cuando se inauguró el cementerio fue trasladado a una de sus plazas del camposanto. Ambos monumentos restaurados, junto con la puesta a punto en los últimos años de la Cueva de Salamanca, la Torre del Marqués de Villena, la muralla romana, los restos de la muralla Vaccea y la Casa de la Concordia, van a configurar una de las zonas más hermosas del barrio catedralicio y de la zona monumental de Salamanca.
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