Coordina:
Juan Manuel Igea
Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica
«Queridos amigos y compañeros. Me siento de veras muy emocionado ante esta cálida despedida que acabáis de brindarme. Agradezco mucho vuestros sinceros abrazos, vuestros generosos comentarios y vuestros inmerecidos elogios a mi trabajo y compañerismo en este centro de salud al que he dedicado mi vida. Solo puedo deciros que os echaré de menos siempre y que confío en que no me olvidéis nunca».
D. Luis recordaba como si fuera ayer su escueto y tembloroso discurso de despedida del centro de salud en el que había trabajado durante 40 años ininterrumpidos. Sus colegas le miraban con respeto y cariño y las enfermeras, con lágrimas en los ojos. Y es que había sido siempre un hombre cabal y respetuoso que había exhibido en todo momento un comportamiento generoso con sus compañeros y sus pacientes. Incluso durante aquella espantosa pandemia que le acompañó en sus últimos años de ejercicio, que puso a prueba su verdadero talante como médico, supo comportarse con valentía y dignidad y pensar más en sus pacientes que en su propia seguridad. El viejo juramento hipocrático había sido siempre para él un compromiso ineludible e impermeable a las decepciones y desengaños de la profesión.
Pero también recordaba que el momento de la jubilación llegó en un momento en que se encontraba ya algo hastiado y que deseaba dejar algo del tiempo que ya se le iba escapando para hacer todo aquello que la medicina le había arrebatado durante tantos años de ejercicio. Los compañeros que se habían jubilado antes que él le habían explicado que el éxito de una jubilación feliz es planificarla antes a conciencia. Y por eso se tenía preparado un completo programa de actividades. Quería practicar ejercicio, porque en tantos años de recomendarlo a sus pacientes con fruición, y generalmente poco éxito, él no se había movido más allá de los paseos entre la mesa y la camilla de su consulta y los desplazamientos entre el centro y su casa. Se había propuesto, además, dejar de fumar definitivamente, tras una vida entera de intentos fallidos de hacerlo, a pesar de los efectos nefastos que había presenciado del tabaco sobre muchos de sus pacientes. Quería dedicar más tiempo a comprar en el mercado municipal, algo que le apasionaba, y a cocinar platos sanos y deliciosos para él y su mujer, que todavía tenía años por delante de atender su pequeña librería. Iría a ver con más frecuencia a su única hija, que trabajaba como veterinaria en la capital próxima, y trataría de pasar más tiempo con ella. Y, por último, su gran sueño de leer con calma libros antiguos de medicina, donde siempre creyó que estaba la clave de todo el conocimiento médico.
Al principio también trató de no perder la conexión con sus compañeros y su antiguo centro de salud, pero enseguida vio que su presencia allí interrumpía su ajetreado trabajo y les hacía perder tiempo. Todos eran muy amables y siempre contaban con él para cualquier celebración, pero sus visitas al centro exigían un tiempo del que no disponían. También les ayudó inicialmente en algún caso difícil, pero conforme pasaban los años, D. Luis iba olvidando el día a día de la práctica médica, y cada vez se hacía más patente su falta de actualización continua. La medicina hipocrática y la galénica le daban una visión global de la salud y la enfermedad, pero, a efectos prácticos, no le resolvían las dudas cotidianas del ejercicio moderno de la medicina.
Los primeros dos años pasaron deprisa, y D. Luis sentía que aprovechaba su tiempo y cumplía su planificación con plena satisfacción. Incluso abandonó el tabaco por completo en unos pocos meses y se deshizo de su mechero y sus ceniceros para siempre. Después llegaron algunos pequeños achaques. El azúcar y la tensión se dispararon, a pesar de sus sesiones matutinas de ejercicio y sus largos paseos, y la próstata empezó a reclamar atención. Tuvo un pequeño ictus que, por fortuna, no dejó secuelas, y un catarro fuerte en invierno que casi acaba en el hospital le dejó cansado y con menos energía para continuar con su planificada jubilación. A veces se sentía solo en casa, se cansaba rápido de leer a Galeno y sus largas disquisiciones y remedios caducos, y comenzó a leer filosofía e historia, pero con menor interés y tesón. Su mujer estaba todo el día fuera atendiendo su librería, y entre semana la casa estaba demasiado vacía y triste. Perdió, además, todo interés por la medicina moderna, y cuando algún antiguo paciente le pedía consejo sobre algún tema de salud, se sentía completamente perdido y ajeno a tal práctica, como si nunca hubiera sido médico. Cayó en un estado de cierta apatía y abandono y empezó a pasar más tiempo del debido en casa sentado, viendo programas matutinos y vespertinos de televisión, lo que acrecentó su pereza, su natural tendencia al sedentarismo y su apatía general por todo. Su mujer, su hija y los pocos amigos cercanos advirtieron esta deriva de D. Luis con preocupación y trataron de solucionarla en la medida de sus posibilidades, pero se hacía imposible sacarle de su indolencia.
Un día de primavera en que D. Luis se sintió más animado y con más fuerzas se fue a visitar a su hija a la capital para invitarla a comer. Coincidió que ella tenía en la consulta veterinaria una perrita abandonada y asustadiza de color blanco y manchas marrones de no más de dos meses que alguien le había traído con la esperanza de encontrarle un hogar. A D. Luis siempre le gustaron los perros, pero nunca tuvo tiempo de cuidar de uno.
Se acercó al cachorro con curiosidad y le acarició, y el animal le miró con sus grandes ojos marrones sin mostrar miedo ni extrañeza. Se sintió de inmediato identificado con ese ser perdido y solitario, como él ahora. Su hija contempló el cuadro desde el fondo de la consulta y enseguida entendió la necesidad que tenían el uno del otro. Le puso una correa y, con una excusa, se llevó a la perrita a comer con ellos a una terraza cercana. El animal no se separaba de D. Luis y éste no dejaba de mirarla y cuidarla, incluso desatendiendo la conversación de su hija, que en aquel momento aprovechó para relatarle algunos asuntos de importancia de su trabajo. Quedaba claro que se había forjado una amistad inquebrantable entre D. Luis y Luna, el nombre con el que bautizaron padre e hija a ese pequeño cachorro de color blanco y manchado.
Así que Luna y D. Luis viajaron al pueblo de vuelta y se convirtieron en amigos inseparables. Luna era lo primero y lo último que veía D. Luis al empezar y acabar el día. Reanudó sus largos paseos, ante la insistencia de Luna por hacerlo. Empezó a leer todo lo que pudo sobre perros para aprender a cuidarla y educarla con propiedad. Se estableció una lucha continua por determinar quién dominaba a quién, y podemos decir que ganó Luna con una amplia ventaja. Era una perrita lista, de reflejos vivos, terca y sensible que casi siempre se salía con la suya respecto a la hora en que se salía a pasear, el camino que se tomaba, lo que comía y a qué sillón se subía en el salón. D. Luis, que siempre fue un hombre educado, pero difícil de doblegar, cayó rendido al dominio de su nueva y joven compañera, que, a cambio, le ofrecía una devoción entregada, una mirada sencilla y auténtica de la vida y, sobre todo, un fuerte acicate por volver a disfrutar de la vida plenamente. La mujer de D. Luis y sus amigos se sintieron encantados con la positiva e inesperada influencia de Luna y la aceptaron como una más en la familia.
Solo en ciertas ocasiones en que D. Luis pasaba por algún pequeño problema médico, un catarro un poco más fuerte, una indisposición transitoria inexplicable o cualquier otra cosa, Luna cambiaba de actitud y parecía ignorarle completamente, rehuyendo su cercanía y compañía. Incluso evitaba estar en la misma habitación que él y se resistía a salir de paseo en su compañía. La situación revertía en cuanto D. Luis superaba felizmente el pequeño achaque y la relación volvía a la normalidad. Este comportamiento insolidario de Luna irritaba profundamente a D. Luis, que veía en él una ingratitud profunda. En una de sus visitas a su hija, le comentó esta actitud, y ella le restó importancia, explicando que algunos perros son muy sensibles a la enfermedad de sus amos, que ellos mismos se entristecen y que por eso se mantienen en apariencia fríos y distantes durante esos trances. De algún modo, probablemente a través del olfato, perciben que algo anda mal y se mantienen alejados, quizás también como un mecanismo de supervivencia natural para evitar contagios, pero que en ningún modo lo interpretara como un mecanismo consciente de abandono hacia él. La explicación le pareció a D. Luis satisfactoria y, en contra de su orgullo herido, aceptó esas ausencias transitorias de su fiel compañera.
Un par de años después, aproximadamente, de la feliz unión entre Luna y D. Luis, éste empezó a manifestar una tosecilla seca continua que poco a poco fue creciendo, llegando a veces a despertarle por las noches. Acudió a su antiguo centro de salud para consultarlo con un joven colega, que le examinó y le hizo una radiografía del tórax sin encontrar nada. Tampoco el otorrinolaringólogo del centro encontró nada anómalo, salvo una pequeña irritación faríngea, por lo que se tranquilizó al respecto. Hacía ya más de tres años que no fumaba y, en verdad, nunca había fumado mucho. Mientras tanto, siguió con sus lecturas, sus visitas al mercado, sus comidas y sus lecturas históricas y filosóficas, tratando de aprovisionarse de caramelos y de tener siempre disponible una botellita de agua para aclararse la garganta. Luna aprendió por fin a sentarse a la espera de su comida, a acudir cuando se la llamaba y a no destrozar las alfombras, pero probablemente fueron pequeñas concesiones con el fin de tener a D. Luis contento y con la sensación de disponer de un cierto control sobre su relación.
Durante el otoño, D. Luis sufrió un catarro con una fiebre alta que le duró dos o tres días y que incrementó la tos de un modo algo alarmante. Acudió de nuevo a su centro de salud y todo parecía estar bien. Una nueva radiografía de tórax mostró una normalidad absoluta. Pero surgió algo que afectó mucho a D. Luis. Luna, que como siempre se había alejado de él mientras padecía ese catarro, no inició ningún acercamiento cuando el cuadro había pasado. Por más que D. Luis tratara de engatusarla con caprichos y rogarle literalmente que se sentara junto a él o salieran juntos a pasear, Luna se mostraba apática y triste, y solo quería tumbarse sobre su manta en el suelo de una habitación apartada. Evitaba incluso su mirada.
Un día la cogió en los brazos, la metió en el coche y la llevó a la ciudad, a la consulta de su hija, para que la examinara, temiendo que estuviera enferma. Nunca había estado apática tanto tiempo, ya tres semanas, y D. Luis se encontraba ya restablecido, salvo por aquella tos pertinaz que no acababa de irse. Luna se dejó explorar, sacar sangre e incluso hacerse unas radiografías sin rechistar, cuando siempre eran necesarias cuatro manos sujetándola para ponerle cualquier vacuna. Volvieron los dos al pueblo, cansados tras el ajetreo del día, que no alejó la preocupación de D. Luis por su perrita. Estuvo varios días abatido, reflexionando sobre qué podía causar ese alejamiento y esa tristeza a Luna, aunque todos le decían que lo dejara estar y que todo volvería a la normalidad de forma natural y espontánea.
Pero D. Luis siempre fue un clínico hábil en el ejercicio de la medicina, y sabía que algo estaba ocurriendo, pero que nadie conseguía dar con la solución. Una noche casi no durmió dándole vueltas al asunto, pero se levantó con una idea que le pareció entonces evidente. Se trataba de una ecuación con dos factores. Si Luna estaba bien y el estudio que había hecho su hija, una veterinaria de prestigio reconocido, era correcto, el problema no estaba en Luna, sino en él mismo, por más que él se encontrara bien de salud, salvo por esa tos molesta atribuida a una irritación en la garganta. Así que trató de eliminar el subjetivismo de la ecuación y de evaluarse a sí mismo como lo hubiera hecho con un paciente. Una tos prolongada en un exfumador de edad avanzada, con una exploración otorrinolaringológica y una radiografía de tórax normales, sin otros factores que apuntaran a otras causas de tos crónica, exigía un estudio más profundo. Sin dilación, se acercó al centro de salud y le pidió a su colega que solicitara una exploración más precisa, algo que solo podía hacerse en el hospital, una tomografía computarizada del pecho.
La prueba pudo llevarse a cabo tan solo unos días después gracias a la mediación de un antiguo colega que trabaja en el servicio de radiología del hospital, y el resultado fue claro: un pequeño tumor situado detrás de uno de los bronquios principales invadía su pared posterior y quedaba ocultado a la vista de las radiografías tradicionales. Un estudio posterior descartó metástasis a distancia, y una hábil intervención quirúrgica eliminó limpiamente el tumor y algunos ganglios próximos, haciendo desaparecer de inmediato aquella molesta tos que aquejaba a D. Luis desde hacía meses.
Tan solo una semana después de la operación, D. Luis se sentía totalmente restablecido, ya sin necesidad de proveerse de caramelos ni agua para la tos. Le dieron el alta y su mujer e hija le llevaron a su casa. Lo primero que hizo fue acercarse a la habitación de Luna, que descansaba tumbada y distraída, mirando a la terraza sobre su manta. Luna giró la cabeza y le miró fijamente durante unos instantes de incertidumbre, se incorporó perezosamente y le olisqueó la cara con detenimiento. De inmediato, comenzó a mover el rabo alegremente, como hacía semanas que no hacía, y lamió las manos y la cara de D. Luis, en un gesto de profunda reconciliación, a lo que él solo pudo responder con un gesto de emoción que de trató contener sin éxito. Cogieron la correa, haciendo caso omiso a los consejos de esposa e hija de D. Luis de descansar primero, y los dos salieron a pasear por el campo como si nada de todo lo vivido recientemente hubiera ocurrido nunca. Días antes, los médicos del hospital expresaron a D. Luis su preocupación porque hubiera podido quedar algún resto del tumor y le recomendaron radioterapia y quimioterapia. Pero D. Luis sabía que eso hubiera acabado con sus últimas fuerzas para llevar una vida digna y disfrutar de su planificada jubilación junto a su nueva compa-ñera Luna. Y, además, acaba de obtener la aprobación de su experta y certera amiga. Si Luna estaba feliz, era sencillamente porque sabía que él ya no albergaba ninguna enfermedad. El juicio clínico de Luna había estado siempre fuera de toda duda.
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