El imitador

Coordina:
Juan Manuel Igea

Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica

En la habitación del médico de guardia, y hace tan solo unos días, repasaba somnoliento y desvelado de madrugada el diario médico del día anterior. Había tenido una tarde espantosa en las plantas de medicina interna y después, ya a punto de acostarme, recibí una llamada urgente por un dolor torácico en la planta de traumatología. Electrocardiograma, radiografía de tórax, análisis de sangre y, por supuesto, la realización de una anamnesis completa del paciente, ya que su historia clínica relataba todos los pormenores y azares de una de sus rodillas, pero nada acerca del resto de su anatomía. Imposible solventar el asunto con celeridad. Pero a las 3 estaba ya recostado en la dura cama destinada al descanso médico de guardia con el diario manoseado entre las manos.

De repente, desde la página 3 me asaltó la fotografía de mi antiguo compañero de facultad Zoilo de los Llanos. Cómo olvidarlo. Aparecía satisfecho al lado del presidente de la Comunidad recibiendo el nombramiento de consejero de Sanidad. Su aspecto era impecable y su sonrisa perfecta. Todo me recordaba a algún actor de alguna película conocida. El titular subrayaba su compromiso con la mejora de las condiciones laborales de todo el personal sanitario de la Comunidad, con la provisión de los fondos necesarios para la modernización de los servicios hospitalarios y con el mantenimiento de las consultas de asistencia primaria en todos los pueblos de la región. Todo muy familiar y manido y leído o escuchado antes de boca de muchos de sus predecesores en el cargo.

No pude evitar sonreír, a pesar del cansancio tras más de 12 horas de guardia seguidas del quinto día de guardia del mes, y acordarme del compañero Zoilo, que empezó su carrera de Medicina dos sillas más allá de la mía hace más de 30 años. Le recuerdo pálido, con una ropa mal elegida y combinada y un corte de pelo lastimoso. No tenía apenas conversación, parecía no saber nada de nada y su mirada era siempre asustadiza y observadora, atenta con avidez y temor a su entorno. Me habría pasado completamente inadvertido, y su recuerdo borrado por completo de la memoria, si no fuera porque, al cabo del final del primer trimestre, sufrió una transformación espectacular.

El primer Zoilo de aspecto anodino pasó a convertirse en un muchacho bien vestido, con un bonito corte de pelo y una actitud fuerte y decidida. Pero no solo me sorprendió esa transformación rápida. Lo más llamativo fue que tal cambio se produjo en una dirección muy concreta. Zoilo pasó a vestir y comportarse exactamente igual que el chico más admirado del aula, ese tipo de estudiante resuelto, atractivo y carismático que acaba siendo el delegado de la clase. La replicación del modelo fue tan eficaz que el propio Zoilo acabó sustituyendo al original y siendo elegido delegado, y con ello, interlocutor de todos sus compañeros ante el profesorado. En algún momento intenté acercarme a él, atraído sobre todo por esa exitosa capacidad evolutiva e imitadora, más que por su nueva personalidad, pero enseguida me hizo ver que yo, un alumno de aspecto mediocre y sin aparentes dotes especiales, no era su tipo. Educadamente dejó claro que nuestra amistad era una ambición imposible.

Pero Zoilo no se detuvo ahí, sino que siguió evolucionando con rapidez. Nuestro admirado e idolatrado profesor de Anatomía le aportó su forma ocurrente e ingeniosa de hablar; el atractivo ayudante de prácticas de Fisiología, un peinado aún más moderno; la inteligente profesora de Medicina Interna, su forma de razonar en términos médicos, y el anciano catedrático de Farmacología, su sonrisa tierna y acogedora.

En el tercer curso de Medicina, Zoilo era ya el alumno más famoso de toda la facultad. Mantenía contacto estrecho con casi todos los profesores y funcionarios administrativos y era conocido por los alumnos de todos los cursos. En una sola ocasión le pillé con la guardia baja. Fue en una fiesta en casa de una alumna de cuarto curso que vivía cerca de la facultad. Allí bebió demasiado, algo inusual en él, y se quedó un poco adormilado y aislado en un sofá. Curiosamente, su aspecto cambió de repente y volvió a ser, a pesar de su ropa y su peinado modernos, el mismo estudiante pálido y asustadizo de los primeros días de la carrera. Aproveché su aparente indefensión para acercarme de nuevo a él y conversar sobre temas más personales, pero me encontré con un personaje vacío que repetía frases estereotipadas y manidas y al que estaba claro que solo le preocupaba fascinar a los demás y sentirse aceptado. Mi mediocridad y sin importancia y su moderada alcoholemia me permitieron de manera excepcional dejar ver fugazmente su verdadera e íntima naturaleza.

Con los años acabamos todos la carrera, y Zoilo no fue el que sacó, ni muchos menos, las mejores notas, pero sí el más famoso y admirado por todos. Después le perdí la pista un par de años, pero llegó el examen MIR y la casualidad quiso que los dos eligiéramos la misma especialidad de medicina interna en el mismo hospital. Cuando nos encontramos el primer día de residencia en la puerta del despacho del jefe de servicio no me conoció o fingió no conocerme:

—Hola, Zoilo, soy Miguel. ¿No te acuerdas de mí? Fuimos compañeros durante toda la carrera —le dije con la alegría natural que te produce encontrarte a cualquier antiguo compañero.

—Discúlpame, Miguel. No te recuerdo. Éramos tantos en la facultad y me relacioné con tanta gente allí… Pero me alegra mucho que vayamos a compartir la residencia. Va a ser una experiencia fascinante.

Quizás fuera verdad y no me había reconocido. Pero creo que quiso hacerme ver de manera taxativa que no era el tipo de persona que alguien como él pudiera recordar. Cuando entró el jefe de servicio a recibirnos, se adelantó enseguida y le lanzó la mano, eligiendo las palabras y la actitud correctas para hacerle ver que tenía en él a un colaborador entregado y eficaz, apuntando como de casualidad unos cuantos comentarios sobre sus méritos personales. Debo confesar que sentí admiración por esa presentación tan esmerada y eficaz, una actuación impecable que captó de inmediato la atención del jefe y la alejó de mí. Yo, en cambio, hice una presentación torpe, nerviosa y dubitativa en la que apreté la mano del jefe demasiado fuerte y demasiado tiempo, retrasando innecesariamente el paso de los tres a su despacho.

El período de residencia en ese servicio de medicina interna de Zoilo pasó de forma parecida al ocurrido en la facultad. En sucesivas fases pude observar cómo adoptaba la forma de hablar y de moverse de aquel famoso hematólogo del hospital; después, sucesivamente, la del jefe de urgencias y la del alergólogo infantil, para acabar siendo una imagen especular de la personalidad de aquel fornido y pulido joven adjunto de cirugía cardíaca.

Zoilo no era demasiado listo en lo que al ejercicio de la medicina se refería, pero en la piel de esas copias sucesivas supo dar golpes de efecto en los momentos adecuados para quedar bien ante todos sus mentores. Curiosamente, nadie parecía advertir sus continuas transformaciones. Se llevó todas las becas e inscripciones a congresos extranjeros y formó parte de los estudios más interesantes del servicio de medicina interna. Su habilidad clínica no destacaba en absoluto por exceso ni por defecto, pero eso no parecía importarle a ninguno de los médicos adjuntos con los que rotó, a los que se ganó sin problemas y celeridad.

“¿Dónde se había visto un internista que no atendía a pacientes?, ¿qué diría hoy el viejo Hipócrates?”

A nuestra cena de despedida de la residencia vino medio hospital, pero no por mí, claro, sino por él. El director médico le dio un abrazo y le dijo que, sin duda, la primera plaza libre de medicina interna sería para él, algo que, de hecho, se materializó muy pronto. Se lo dijo delante de mí, como si yo no existiera y no poseyera los mismos valores y cualificaciones para optar a esa potencial plaza. Pero sabía que Zoilo tenía ese efecto en los demás, el hombre que se adaptaba a todos, que daba a cada uno lo que esperaba de él y que sabía convertirse en el ser admirado por las personas que le interesaban.

Al final de la cena, nos fuimos los dos caminando rumbo a nuestras casas. Zoilo estaba cansado, algo bebido y con la guardia baja, e intenté de nuevo sondear su interior. Pero no había nada nuevo, solo estereotipos, buenas maneras, un buen corte de pelo, la ropa adecuada. No parecía que los últimos años pasados en el hospital hubieran dejado ninguna mella en su pensamiento, su idea del mundo y de las personas, su sensibilidad artística, su cultura ni ninguna otra cualificación íntima y personal, pero sus formas y apariencia eran inmejorables.

Después, apenas volví a verle. Yo trabajé en dos o tres hospitales comarcales con contratos precarios y, finalmente, gané una plaza en propiedad en el hospital comarcal en el que hace unos días estoy leyendo el diario médico. De Zoilo solo sé que a las pocas semanas volvió al hospital en el que nos formamos y que enseguida consolidó su plaza como adjunto, pero no volví a verle ni a hablar de él con nadie, enredado en mis guardias y mi ajetreado trabajo de planta y consulta, con pocas salidas a reuniones y congresos.

Una sola vez coincidimos en un congreso nacional, de cuyo comité organizador vi que formaba parte, e hice un intento de acercarme a él y saludarle, pero no me vio, rodeado como iba de varios expertos internacionales invitados al congreso. Su aspecto era igual que siempre, pero más moderno y refinado: elegante, educado y con la actitud segura del que sabe en todo momento lo que hace.

Y allí estaba yo, de madrugada en mi habitación de guardia, leyendo cómo el gran Zoilo se había convertido en mi jefe y en el de todos los médicos de la región. Yo agotado y con falta de horas de sueño, viendo un paciente tras otro y siempre luchando por hacer alguna guardia extra de un compañero para llegar más holgado a fin de mes, y él en el mundo brillante de la gestión sanitaria, rodeado de otros gestores y personalidades, objeto de atención de los medios de comunicación y con un aspecto limpio y bronceado, libre de los estigmas que dejan en la cara las prolongadas horas de guardia.

Lo confieso, sentí envidia, una envidia que me sacudió las entrañas y revolvió mi interior cansado. Pensé que era lamentable que Zoilo hubiera llegado hasta ahí a base de replicar personalidades y de clonar en sus formas y maneras las de otros para adaptarse a sus gustos. Qué falta de singularidad, qué alma tan hueca, si es que alguna vez la tuvo. Seguramente fue siempre un ser sin espíritu que llenó su falta con los de otros. Aquel alumno de primero de medicina de esas primeras semanas era el auténtico Zoilo, el ser vano, pálido, ignorante e ignorado por todos que se alimentaba de las almas de otros.

Estas agudas reflexiones consiguieron aliviar mi dolor y, sobre todo, mi envidia. Él sería un hombre más exitoso a nivel social, pero yo era un ser auténtico, alguien que había labrado con libertad su propio esquema de pensamiento y acción destinado al enriquecimiento personal, sin lugar para intereses vanos ni ventajas sociales. Un hombre original y auténtico, un genuino médico trabajando en favor de cada uno de sus pacientes de un modo infatigable y abnegado.

Estaba claro que mi peor éxito social y profesional eran la consecuencia de mi originalidad, libertad y generosidad. ¡Pobre Zoilo! Algún día se daría cuenta de lo vacía que había sido su vida, imitando un modelo tras otro, solo movido por la ambición de subir en la escala social y profesional. ¿Dónde se había visto un médico internista que no atendía a pacientes?, ¿qué diría hoy el viejo Hipócrates?

Finalmente, caí dormido en la cama con la mente llena de estas deliberaciones agitadas y emotivas. Dormí mal, como siempre que estaba de guardia, con el oído atento al busca o al teléfono, intentando no dormirme con demasiada profundidad por si otra llamada urgente reclamaba mi atención. Y soñé y soñé con mis padres, mi infancia, mi juventud, mis años de facultad, la residencia…

Todo transcurría fugazmente, con intensidad y febrilmente, y ante mí pasaron en fila todos aquellos que me habían servido de modelo a lo largo de mi vida. En primer lugar, mi padre, con su discreción y determinación, y mi madre, con su gran capacidad de trabajo y su sonrisa acogedora. Recordé a aquella maestra del colegio infantil y su amor a la música, y después a aquel pediatra al que me llevaban todos los años a revisión y al que veía revestido de un poder misterioso, y a aquel sencillo maestro de Biología que despertó en mí la pasión por su asignatura. Después llegaron aquellos compañeros de colegio e instituto, aquel fuerte y deportista y aquel otro inteligente y perspicaz, o ese otro empático y dispuesto a ayudar a sus compañeros menos dotados. Y pasaron mis profesores de la carrera que fueron modelos en los que me fijé para llegar a ser el médico que quería ser, y tantos otros personajes reales o de ficción cuyos peinados, forma de hablar, de vestir, de saludar, de sonreír, de bromear y de amar copié e incorporé a la personalidad que ahora consideraba ineludiblemente mía y original.

Y llegó la mañana siguiente y me desperté más descansado. Miré la hora y, afortunadamente, mi turno de guardia había pasado. Me afeité y me duché relajado, y ya con mi mente más tranquila, pude desprenderme por fin de toda la ira y envidia con las que me había dormido. Recordé mi sueño y, en ese estado más lúcido, pensé: ¿no era yo el resultado de la imitación de otros muchos? Sin duda, me respondí. Toda mi supuesta y orgullosa originalidad es la suma de las supuestas originalidades de otros que, a su vez, asumieron las de terceros en igual condición. Pocos privilegiados aportan auténticas novedades, y aun esos son el fruto de imitaciones más afortunadas de las personalidades de otros.

Zoilo disimuló peor sus imitaciones, fue demasiado explícito a mis ojos, pero sin duda era igual que yo y que los demás, aunque con una diferencia, que el resultado fue una personalidad que le procuró un éxito social mucho mayor que el mío. Tenía que rendirme ante esa evidencia. Y con toda probabilidad, no se trataba de una persona vacía y hueca, simplemente no consideró oportuno compartir su interior conmigo, algo que yo hacía a diario con otras muchas personas a las que impedía acceder a mi interior más íntimo.

Mientras pensaba todo esto, me puse la ropa de calle y salí del hospital dispuesto a disfrutar de una maravillosa mañana de primavera. Lucía el sol y me sentía despejado, liberado y feliz. Ya no envidiaba a Zoilo. Simplemente, me sentía yo mismo, la suma de muchas identidades mezcladas en proporciones únicas, uno más sin derecho a criticar cómo los demás habían conseguido la suya ni lo que habían conseguido con ella. Debo confesar que incluso empecé a admirar a mi antiguo compañero de facultad Zoilo, el apocado estudiante gris convertido con los años en un brillante gestor sanitario.

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