Texto: Jesús Málaga
Fotografías: Andrés Santiago Mariño
Salamanca tuvo a lo largo de su historia muchos hospitales, de algunos ya hemos hablado y a lo largo de los distintos artículos de esta revista del Colegio de Médicos, seguiremos escribiendo de todos ellos. Hubo hospitales que tuvieron un origen curioso, pero ninguno gana al del Hospital de San Antón del que no nos queda más que su sorprendente historia y la forma tan original de recabar recursos para subsistir.
Los religiosos de San Antonio Abad fundaron en Salamanca un hospital hacia el año 1230. Estos frailes tenían su casa madre en el pueblo burgalés de Castrojeriz, donde residía la encomienda mayor. En este establecimiento sanitario se acogían los enfermos del llamado fuego infernal, también conocido como fuego sacro o de San Antón. Con la primera denominación es designada la enfermedad por Enrique II en la cédula expedida en Sevilla en 1366; eran enfermos llagados, con una especie de lepra muy extendida en aquellos tiempos1.
Años después de la fundación de este hospital, en 1366 y 1368, el mismo rey Enrique, en escritos fechados en Sevilla y en Valladolid respectivamente, aclara, amplía y confirma todas las mercedes y privilegios de la orden de San Antonio Abad, de la que fue devoto su difunto padre, el rey Alfonso XI.
Los privilegios otorgados por la corona a la orden son insólitos. Los religiosos podían tener puercos, campanillas, bacines y atabaques, a lo que hay que añadir todo cuanto hubiesen menester para las necesidades de la Demanda en todas las ciudades, villas y lugares de sus reinos y señoríos. Así mismo les exonera de impuestos, incluso de los diezmos y los de la demanda de la Cruzada.
Pocos ciudadanos vivían como los religiosos de San Antonio Abad. Los frailes, sus legos, procuradores y criados caminaban por todo el reino con buena posada, gratis, con gastos pagos a costa de los vecinos. El hospedaje debía ser seguro, con cama limpia y habitación libre de otros huéspedes de los que no pagan. La comida era también costeada por los aldeanos y autoridades de los pueblos visitados y cuanto necesitaban, aparte de casa y comida, el vecindario debía proveérselo, aunque en estos casos el coste era sufragado por los frailes.
Por si fuera poco, la orden estaba libre de todo pecho y servicio, en hueste o en armada, y no estaban sometidos al ordinario del lugar, el obispo del territorio en el que se encontraban. Solamente al Papa obedecían.
Tanto privilegio y mimo otorgados por la realeza y el Papado eran debidos al duro trabajo que desarrollaban, la atención a los quemados, como también se les llamaba a los afectados de Fuego Infernal. Cuando los pacientes estaban en condiciones se les permitía acompañar a los frailes a pedir con campanillas, bacines y atabaques. A veces los pacientes solicitaban limosnas en solitario.
Estos hospitales tenían en propiedad cerdos que andaban por las calles en libertad, alimentados por el vecindario, pero sobre todo en cloacas, muladares, dehesas y prados concejiles. En Madrid deambularon por sus calles hasta el reinado de Carlos III. Cuando muchos de nuestros escritores se han referido a la hediondez que desprendía la capital de España antes del reinado del alcalde rey, estaban refiriéndose, sobre todo, a los cerdos de San Antón que libremente, sin control alguno, circulaban por doquier. Los ediles se quejaban que no había empedrado que se resistiera a los guarros y de las precarias condiciones sanitarias de sus ciudades.
El rey Carlos III prohíbe su circulación por las calles de Madrid, pero compensa a la encomienda por la pérdida de ingresos con las cantidades resultantes de un impuesto nuevo. Los teatros de Madrid tenían que abonar cuatro maravedíes por cada una de las entradas vendidas.
Sabemos el lugar exacto donde se edificó el hospital de San Antonio Abad en Salamanca. En lo que hoy es calle del Rosario, junto al ábside de la capilla de la Virgen del Rosario de la iglesia de San Esteban de los Padres Dominicos. En la actualidad ha desaparecido todo vestigio de la edificación sanitaria. Su solar está ocupado por un jardín, una acera y parte de la calle del Rosario.
En los terrenos del hospital desaparecido se construyó con posterioridad una casa palacio, hoy también, desgraciadamente, desaparecida. Era la casa solariega de los señores de Iñigo, ya que su antepasado, Francisco Nieto Bonal, había comprado el hospital, iglesia y dependencias cuando en 1791 se extinguió la orden. Don Francisco, militar, jefe de la Tercera Comandancia de Tropa en la Guerra de la Independencia, fue apresado por los franceses en 1810, siendo desterrado a Zamora. Nieto Bonal mandó destruir su casa palacio, construida en 1780, por haberse alojado en ella un general francés2.
Al frente del hospital había un comendador que tenía jurisdicción nada menos que sobre Medina del Campo. Adscrito a la iglesia funcionaba una cofradía que se dedicaba a dar solemnidad a los cultos de la misma. El hospital, como hemos dicho, tenía una iglesia, aneja a sus dependencias, que quedó arruinada a finales del siglo XVII, aunque fue reconstruida con posterioridad. Según Villar y Macías el templo recibió el Santísimo Sacramento de nuevo, con gran solemnidad, el 21 de abril de 1710.
Poco había de durar la alegría de la recuperación del templo, ya que a finales de ese mismo siglo, en 1791, el hospital fue extinguido por una bula papal. Pío VI, viendo que la enfermedad del fuego infernal había desaparecido hacía siglos, y encontrando que los fines para los que había sido creado dicho establecimiento también habían desaparecido, procedió a decretar su final. Se sabe que en aquella fecha era comendador del Hospital de San Antón Fray Benito Sánchez.
Muchos años después de la desaparición del último de los enfermos de fuego infernal, especie de lepra que se extendió por Europa desde Asia, el hospital deja de existir como tal. La ruina y la desidia se apoderaron de él y como tantos otros edificios de la monumental Salamanca n no ha llegado hasta nosotros ni un pequeño resto de su fábrica.
Sin embargo, en algunos pueblos quedan aún reminiscencias de la costumbre aquí referida, cebar un cerdo por el vecindario para beneficio del cura de la localidad. El marrano recorre las calles en libertad, parándose en las puertas desde donde se le arrojan las sobras de la comida familiar. Muchos de estos guarros tenían problemas sanitarios, hoy prácticamente desaparecidos, como la triquinosis.
En La Alberca, a la salida del templo, por uno de sus laterales, se puede ver una escultura de granito representando un cerdo. Hace tan sólo tres años, visitando en el verano ese hermoso pueblo serrano, unos amigos, mi esposa y yo, hemos tomado un café en la plaza mayor albercana junto a un marrano que, pacíficamente, estaba recostado, a la sombra, junto a nosotros. Ni que decir tiene que no se inmutó ante el sin número de fotografías que le hacían cuantos turistas llenaban la plaza. Todos a su alrededor le respetaban y él, sabedor de que no corría ningún peligro, permaneció en esa posición de reposo durante el tiempo que quiso.
El cerdo de San Antón de la Alberca del año 2005 no tuvo tanta suerte como sus antecesores, desapareció en manos de los amigos de lo ajeno. Este incidente impidió que se pudiera realizar la rifa del cerdo el 17 de enero de 2006 como se viene haciendo desde hace siglos. En ese día el pueblo asiste a misa, sacan en procesión al santo alrededor de la iglesia y se bendicen los animales. En la actualidad se realiza un sorteo entre los vecinos del pueblo que este año ha quedado sin premio.
Estas costumbres se han conservado con frescura en algunos lugares de España, pero muchos ignoran que su origen se remonta a un privilegio de un rey generoso con unos enfermos y con unos frailes que les atendían en hospitales apropiados para su enfermedad. Desaparecidos los hospitales, los frailes, los enfermos y la enfermedad, perduran, desfigurados por el tiempo, las costumbres de alimentar un cerdo para costear los gastos de mantenimiento de estos centros sanitarios. En el inconsciente colectivo ha quedado recogido el marrano con significación ambivalente, no exenta de malicia. Así el cerdo de San Antón es conocido en nuestros pueblos como el cerdo del cura.
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