Coordina:
Juan Manuel Igea
Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica
El servicio de cardiología ubicado en aquel hospital provincial era un hervidero de actividad. Parecía que todos los problemas cardíacos se concentraran en la población rural que predominaba en aquella lejana región, lo que no era un asunto misterioso, sino el resultado del gusto por el buen comer y el buen beber de la gente del lugar. En las plazas y los bares se presumía de cinturas generosas y de excesos gastronómicos y parecía que las abundantes noticias sobre las bondades de la dieta mediterránea y la abstinencia del alcohol no hacían mella en esos hombres de campo.
Esta rica cantera de enfermedades cardíacas bien alimentadas y bebidas había convertido a aquel modesto servicio de cardiología provincial en un centro destacado de investigación clínica que alardeaba con orgullo de sus bases de datos y sus ensayos clínicos en todos los congresos nacionales e internacionales de la especialidad.
Tenía al frente a un excelente gestor con el carisma suficiente para mover a ese equipo humano en la dirección correcta, algo difícil cuando abundaban en él caracteres tan distintos y egos tan hipertrofiados. Sabía dar el aliento necesario a sus cardiólogos en los momentos de desánimo, estimularles a trabajar cuando era necesario y ponerles en su lugar cuando surgían los inevitables celos y desavenencias.
En ese equipo de cardiólogos destacaba, sin duda, el Dr. Borja Sanz, el miembro más joven del equipo, un médico prometedor, número muy bajo de MIR y formado en un gran hospital terciario. Tenía una mente ágil y una gran memoria, pero sobre todo exhibía un don de gentes sobresaliente y una oratoria persuasiva. En pocas semanas se supo adaptar a ese servicio provincial, que al principio consideró poca cosa para él, introducirse en los ensayos clínicos activos y poner en marcha otros nuevos, estableciendo así los medios para acumular el suficiente currículo con el fin de dar el salto definitivo a un gran hospital. También estableció buenas relaciones con la industria farmacéutica, de la que consiguió financiación y apoyo para muchos de sus trabajos. Eran muy conocidas sus peroratas fisiopatológicas y sus diagnósticos diferenciales brillantes y actualizados en las sesiones clínicas del servicio y del hospital. Planteaba posibilidades diagnósticas de muy reciente definición y siempre tenía ideas para un nuevo trabajo clínico. Participaba con frecuencia en congresos nacionales como ponente y no era inusual verle en congresos internacionales, gracias al buen dominio del inglés conseguido en sus largos veranos juveniles en Inglaterra. A pesar de su visibilidad y brillantez en el hospital, el Dr. Borja, como le llamaban sus pacientes, sabía, a la vez, tener buenas relaciones con sus compañeros, eludir la confrontación y templar las envidias. Supo además establecer una excelente relación con su jefe, mostrándose como un colaborador fiel y obediente dispuesto a compartir sus éxitos y, en ningún caso, a competir con él.
Su éxito rápido y merecido hizo a Borja alejarse poco a poco de los pacientes. La planificación y seguimiento de los ensayos clínicos, la redacción de artículos y resúmenes para congresos, las numerosas conferencias y los viajes hicieron que el Dr. Borja se fuera alejando del trabajo primigenio del médico, la atención directa del paciente. Así, en un par de años consiguió exonerarse del trabajo clínico directo y dedicarse por completo a lo que más le gustaba, la investigación clínica, lo que progresivamente le alejó de la realidad de la enfermedad y le instaló en un mundo en exceso idealizado, el mundo de la medicina teórica de las revistas y los congresos, imprescindible para el avance de la medicina, pero, en muchas ocasiones, en exceso alejado de la realidad del día a día del paciente enfermo.
Por el contrario, el miembro más anodino de ese equipo cohesionado de cardiólogos de ese hospital provincial era Julián Casajús, o Dr. Julián, como le llamaban sus pacientes.
El Dr. Julián no se había formado en un gran hospital ni había disfrutado de las bondades del sistema MIR ni, por supuesto, hablaba inglés. El Dr. Julián procedía de una medicina tradicional en la que los médicos se formaban trabajando al abrigo de otros médicos con más experiencia, intentando hacer una medicina eficaz con pocos medios. Tras muchos años de consulta y muchas guardias, consiguió el título de Médico de Pulmón y Corazón, que le permitió trabajar a diario con ahínco y destreza en su consulta del hospital.
Siempre fue un médico vocacional con escasas ambiciones profesionales, sabedor de estar exactamente donde quería estar, y deseoso solo de mejorar su aprendizaje con el fin de atender mejor a sus pacientes. Nunca se sintió dotado para descubrir nada nuevo en el difícil campo de la medicina. Leía a diario libros de texto de cardiología y algunos resúmenes de artículos en español y, aunque no estaba al tanto de los últimos avances científicos, se mantenía bastante al día en su especialidad.
No tenía facilidad de palabra ni hablaba inglés, y se atoraba con frecuencia en las sesiones clínicas cuando se veía obligado a presentar algún caso. Su aspecto era algo tosco, igual que el de la mayoría de sus pacientes de la zona, de donde él mismo procedía, y por eso mismo, y por su trato a la vez cercano y franco, era sin duda el cardiólogo preferido por ellos. Pero su cercanía a su tierra y sus gentes le había dado un «olfato» diagnóstico excelente, y sabía dar a cada uno de sus paciente justo lo que necesitaba. Resultaba harto curioso observar en la misma sesión clínica al joven Dr. Borja, planteando posibilidades diagnósticas muy novedosas y aconsejando las pruebas clínicas más avanzadas del caso en discusión en un discurso convincente y bien estructurado, y al ya próximo a jubilarse Dr. Julián, tratando de pasar desapercibido en la última fila, sin atreverse a decir nada temiendo errar o quedar en evidencia.
Todos respetaban al Dr. Julián, porque sabían de su solidez y valía profesional demostrada durante décadas. Todos, menos el Dr. Borja, que le consideraba en realidad un profesional desfasado, poseedor de un título que debería haberse inhabilitado mucho tiempo atrás. En su presencia, mostraba un trato afable y cordial con él, siguiendo su inteligente política de evitar la enemistad a toda costa, pero después se reía a gusto, en casa con su familia o con algunos de sus compañeros más íntimos, de su azoramiento en las sesiones clínicas y de esos resúmenes cardiológicos en español tan mal redactados y desfasados que leía con fruición en la biblioteca y que pasaba a un cuaderno de notas a mano. Para él, era la antítesis del médico moderno, informatizado, multidisciplinar, cosmopolita y bien formado. Siempre con sus viejos libros de algoritmos diagnósticos y terapéuticos a vueltas y sin acceso a los últimos y más avanzados estudios publicados en inglés.
El Dr. Julián nunca se percató de la opinión real que de él tenía su joven colega y, por el contrario, mantenía una gran admiración hacia él. Siempre deseó haberse formado de una forma más reglada en cardiología y poder leer los artículos directamente en inglés, aunque lo cierto es que nunca se vio trabajando en un gran hospital, acudiendo a congresos internacionales ni firmando artículos de investigación. El Dr. Julián amaba sobre todo a su familia, sus amigos y su tierra, y siempre tuvo claro que su mayor satisfacción la encontraba trabajando como médico en ese pequeño hospital de toda la vida que le permitía llevar esa vida. El trabajo siempre fue secundario, aunque siempre sintió un gran respeto por él y un gran interés por ejercerlo de la mejor manera posible, consciente de la gran responsabilidad que su desempeño implicaba.
Uno de aquellos veranos, los padres del Dr. Borja acudieron a pasar las vacaciones con él y su familia y a disfrutar de las bondades paisajísticas y gastronómicas de la zona. Todo empezó bien, pero al cabo de poco más de una semana, el padre del Dr. Borja, un hombre ya jubilado desde hacía años, empezó a notarse cansado y fatigado y a sentir que las piernas se le hinchaban. En pocos días, el cuadro aumentó en intensidad, y el Dr. Borja, muy preocupado, llevó a su padre al hospital, donde se hizo evidente que padecía una insuficiencia cardíaca aguda. La ecografía que el propio Dr. Borja realizó a su padre demostró, sin ningún género de duda, que el fallo del corazón se debía a una insuficiencia grave de una válvula aórtica. Con el tratamiento cardiotónico inicial mejoró, pero a los pocos días del ingresó presentó picos febriles y, en pocas horas, signos de un shock que motivó su ingreso urgente en la UVI del hospital.
En ese punto, era evidente que el padre de Borja sufría una endocarditis infecciosa aguda que había precipitado la insuficiencia cardíaca y un choque séptico. Se hicieron cultivos con su sangre y se inició un tratamiento antibiótico intravenoso empírico, pero los resultados fueron siempre negativos. El paciente empeoraba progresivamente, a pesar del tratamiento prescrito por el propio Dr. Borja, que se hizo cargo del caso.
Todo el servicio de cardiología estaba pendiente del padre del Dr. Borja, e incluso se presentó en una sesión clínica, pero nadie supo explicar por qué el paciente no respondía.
El Dr. Julián, como todos los compañeros, compartió el gran dolor de su colega, al que se veía hundido y muy turbado, acompañando a su padre día y noche con la impotencia de no saber cómo ayudarle; él, que era un prometedor y conocido cardiólogo en gran parte del país. Como siempre, el Dr. Julián no osó abrir la boca en aquella sesión clínica, aunque tuvo algunas ideas. Pero los días pasaban y el estado del enfermo no mejoraba.
Ante esta grave situación, el Dr. Julián reunió fuerzas y se acercó con humildad a visitar a su colega en la UCI. Allí estaba sentado junto a la cama de su padre, con grandes ojeras y una barba de varios días. «¿Qué tal está tu padre?», le preguntó. Y el Dr. Borja le explicó algunos de los últimos detalles de la evolución y le manifestó su enorme preocupación.
Surgió un silencio incómodo. El Dr. Borja no tenía muchas ganas de conversación. El Dr. Julián se atrevió entonces a hablarle con franqueza a ese joven y brillante cardiólogo de sólida formación al que admiraba y que ahora veía abatido y perdido, y le comunicó su impresión casi sin mirarle a los ojos: «Comentaste en la sesión que tu padre, ya jubilado, había sido el veterinario de su pueblo, y he pensado que, bueno, quizás se haya dado el caso de que padezca una enfermedad profesional poco habitual, no sé… Yo vi un caso de endocarditis por una fiebre Q hace muchos años en un veterinario de la zona que nos dio muchos problemas y que al final evolucionó muy bien con el tratamiento específico de esa enfermedad».
El Dr. Borja pareció en ese momento salir de su abatimiento y reflexionar en silencio. «No puede ser», pensó, negando para sí esa posibilidad. «Es realmente raro que una fiebre Q pueda dar una endocarditis. Es una posibilidad remota… y mi padre está jubilado, aunque a veces dice que se acerca a tratar el ganado de algunos amigos por compromiso… Y este hombre es un cardiólogo realmente desfasado, con la cabeza llena de enfermedades antiguas. ¿Qué puede saber él?… Pero ¿y si tuviera razón?». Sin mediar palabra, cogió el interfono de la sala de la UVI y solicitó una prueba serológica de la fiebre Q a partir del suero del padre que guardaban en el laboratorio.
En menos de una hora, el resultado fue positivo, y llevó al Dr. Borja a cambiar el tratamiento antibiótico por uno específico frente a la Coxiella causal, un microorganismo difícil de detectar en los cultivos de muestras de sangre. En menos de 24 horas, el nuevo cóctel antibiótico hizo desaparecer la fiebre por completo y mejoró todos los parámetros cardiovasculares, lo que llevó a la salida de la UVI del padre del Dr. Borja. Al cabo de un mes, con el paciente ya estabilizado, pudo sustituirse la válvula aórtica enferma y ser dado de alta sin secuelas.
El Dr. Borja no podía salir de su asombro ante la evolución de los acontecimientos. Y no pudo evitar sentir rabia y frustración porque un médico de provincias que ejercía una medicina casi decimonónica, al menos desde su punto de vista, hubiera resuelto un caso que él no había sido capaz de resolver con toda su informática, su inglés y su currículo brillante. Pero la alegría por la recuperación de su padre –y la creciente convicción de que la simple buena suerte y el azar habían conducido al Dr. Julián a dar con el diagnóstico correcto– sanaron pronto su ego herido. Lamentablemente, ni siquiera viviendo esa experiencia vital tan intensa, el joven Dr. Borja pudo entender que un ejercicio médico largo y abnegado apoyado en un estudio sistemático pueda dar como resultado una aptitud eficaz y resolutiva en el ejercicio de la medicina que el mero estudio teórico no puede igualar. Nuestro joven médico, cegado por el brillo de la medicina científica más vistosa y glamurosa, no supo, a pesar de todo, aprehender este conocimiento, hacerlo suyo, y siguió su vida profesional minusvalorando en su fuero interno el trabajo menos visible de los colegas volcados en la práctica diaria de la medicina sin otro ánimo que resolver los problemas de sus pacientes. Nada había aprendido de lo vivido.
El Dr. Julián, por su parte, tampoco aprendió nada nuevo. Se sintió orgulloso de que «su pequeña experiencia» hubiera podido ayudar a un profesional como el Dr. Borja, y así se lo comunicó a él y al resto del equipo cardiológico. Pero siguió admirando a médicos como el Dr. Borja, de los que tanta medicina aprendía, y su trabajo continuó como siempre, mientras disfrutaba de su familia, sus amigos y esos libros de texto de medicina en español, con su información desfasada 5 o 10 años, pero que le ayudaban a hacer cada vez mejor su trabajo diario en aquel hospital provincial que tanto amaba.
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