Coordina:
Juan Manuel Igea
Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica
Ramón intuyó desde muy niño que la vida sería una experiencia difícil, larga y plagada de claroscuros que, si se quería pasar sin grandes quebrantos, exigía disponer de ideas claras y de una fuerte voluntad de llevarlas a cabo. Por eso jugó siempre a lo sencillo y lo seguro, sin distracciones. Cuando tenía poco más de 5 años, vio una vez una película sobre un médico abnegado que salvaba la vida a varias personas. Era respetado y querido por su comunidad, vivía en una gran casa y las mujeres se peleaban por llamar su atención. De inmediato tuvo claro que él ejercería el mismo trabajo que ese protagonista, y no el de su padre como conductor de autobús, fuente de tedio, sinsabores y poco dinero. La segunda idea que dirigió la vida de Ramón fue una mujer rubia, guapa y elegantemente vestida a la que una vez vio paseando por la Plaza Mayor de Salamanca en compañía de un hombre mayor que ella bien ataviado. Era también un niño todavía, pero de nuevo tuvo la certeza de que él haría lo que fuera por conseguir el amor de una mujer así que acompañara y endulzara su vida.
La tercera experiencia que marcó la vida de Ramón fue la música del conocido autor romántico Fryderyk Chopin. Él nunca fue melómano ni tuvo la más mínima cultura musical ni artística en general. El arte era para él una pérdida de tiempo y una actividad infructífera. Solo escuchaba la música que otros emitían por la radio o la televisión o que sonaba de fondo en los centros comerciales. Le daba igual que fuera música de discoteca, melódica, rockera, folclórica o clásica. Todo le sonaba igual o le era igualmente indiferente. Pero cuando ya no era un niño ni aún un adulto se vio estremecido un día en el autobús por una melodía que sonaba por los altavoces. Era la primera vez que algo escapaba a su control, y eso le hizo entender el poder de la música, al menos de esa música, y de las emociones y sensaciones tan intensas que podía suscitarle.
Aquella melodía escueta era, como después pudo saber, un nocturno del conocido autor polaco Fryderyk Chopin. Ese sonido le había cautivado como pocas cosas lo habían hecho hasta entonces, y lo había hecho de un modo sencillo e íntimo. De inmediato buscó otras piezas de ese autor, y poco antes de cumplir los 20 años conocía de memoria toda la música compuesta por él. A partir de ese momento, solo escuchó música de Chopin, y se negó en rotundo a probar las delicias de otros compositores o estilos. Tenía que acotar de algún modo esa poderosa fuerza. Así, cuando quería tensar al máximo su sensibilidad y mirar en su interior o disfrutar de un modo íntimo, simplemente escuchaba la música compuesta por Chopin.
Y, por supuesto, todos sus planes, ser médico, casarse con una mujer hermosa y escuchar música de Chopin, tendrían que ocurrir en la ciudad donde había nacido y había vivido siempre, su querida Salamanca, que le ofrecía todo lo demás que pudiera necesitar en un entorno bello y tranquilo. Y todo pasó como tenía que pasar. A los 30 años, Ramón era ya un médico neumólogo en el Hospital de Salamanca, tenía una mujer salmantina rubia y atractiva y contaba con toda la música grabada de Fryderyk Chopin en diferentes versiones y formatos. Presumía de tener la colección más completa de música de ese autor de toda Salamanca. Ramón consiguió así a una temprana edad llevar a cabo sus tres proyectos vitales básicos en el marco que deseaba, y se sentía seguro y feliz en todos los aspectos de su vida. No quería nada más ni explorar caminos nuevos que pudieran poner en peligro su sólido y bien planificado proyecto vital.
Y todo hubiera seguido así si su preciosa mujer no hubiera expresado, a los pocos meses de casarse y de forma reiterada y convincente, que deseaba viajar y conocer otras ciudades y culturas más allá de su preciada y monumental Salamanca. En esos años solo habían viajado por la provincia, y en tres o cuatro ocasiones a Madrid, en breves fines de semana. Ramón no necesitaba más. El mundo que le interesaba estaba ahí. Pero su mujer seguía insistiendo en su deseo de ampliar horizontes y llegó un momento en que las excusas no bastaron y en que el paraíso pluscuamperfecto de Ramón, apoyado en sus tres sólidos pilares, se tambaleaba inquietantemente. Había que trazar un plan y hacer concesiones para llegar a algún acuerdo que satisficiera a Ramón y a su mujer.
En una de las discusiones sobre a dónde ir y cuándo, la mujer de Ramón propuso una idea que le interesó. Por qué no viajar juntos a la sugerente Varsovia en las vacaciones estivales y allí conocer de primera mano dónde nació y vivió su idolatrado Chopin. Ramón dudó al principio, demasiado lejos de Salamanca, y a él le interesaba solo la música del polaco, no sus menudencias personales. Pero pensó que, al fin y al cabo, podría ser una buena idea conocer los detalles de la vida de Chopin para así, quizás, entender mejor su música elegante e intimista y ver como curiosidad los lugares en que nació y vivió.
Recordó además un detalle. En la carátula de alguno de sus discos había leído alguna vez que Chopin había padecido desde niño una enfermedad respiratoria etiquetada de tuberculosis de la que murió antes de cumplir los 40 años. Esta información le había parecido siempre poco creíble, ya que él, como especialista en enfermedades respiratorias, dudaba que nadie en el siglo XIX pudiera vivir décadas con una tuberculosis. Quizás ese viaje polaco fuera una oportunidad de investigar el asunto, conocer mejor a su idolatrado y único músico y, no nos engañemos, sobre todo de satisfacer el deseo de su mujer y devolver su vida a su segura y planeada estabilidad.
Así que el siguiente verano Ramón y su mujer reservaron su mes de vacaciones para viajar a la bella Varsovia. Contra todo pronóstico, resultó ser una ciudad moderna y cosmopolita, llena de encanto, sumamente limpia y funcional y poblada de ciudadanos atractivos, diversos y respetuosos. Ramón y su mujer se sintieron de inmediato cómodos en esa gran ciudad en la que los rascacielos de cristal convivían con suntuosos y elegantes palacios. Parecía que podía haber vida más allá de los bellos monumentos renacentistas de piedra dorada de su querida Salamanca. La preciosa mujer de Ramón se sintió de inmediato fascinada por la vida varsoviana, sus tiendas, sus cafés, sus parques verdes y gigantescos, y el propio Ramón sintió ese mismo poder seductor de la ciudad que de inmediato identificó con la música de su venerado Chopin.
Por doquier veía jóvenes delgados y de escasa estatura con el pelo y los ojos claros que podrían ser su amado creador de atmósferas musicales delicadas. Todos los días paseaban por la larga y suntuosa calle Krakowskie Przedmiescie, que albergaba las casas, iglesias, cafés y tiendas en las que Chopin pasó sus primeros años, además del Conservatorio, el Liceo, la Universidad, la Escuela Superior de Música y las bibliotecas en las que el joven músico estudió, compuso e interpretó su música. Toda esa parte de la ciudad era bella, aristocrática y delicada, como la música de Chopin.
Ramón pensó enseguida que había sido sin duda una gran idea viajar a Varsovia y así poder identificarse más, no solo con la música, sino con su adorado autor. De manera frenética y algo obsesiva, empezó a devorar en los momentos de descanso turístico toda la información que pudo sobre la vida de su admirado compositor y confirmó lo que ya sospechaba, que Chopin no pudo morir de tuberculosis, como casi todo el mundo afirmaba. La lectura de las cartas escritas por él no dejaba lugar a dudas.
Y así, poco a poco, empezó a invadirle la convicción de que los pilares vitales que habían conducido su vida hasta ese momento, es decir, hacerse médico, casarse con una mujer bella y elegante que, a la postre, le había inducido a viajar fuera de su amada Salamanca y su identificación profunda con la música del polaco, eran solo una preparación para su más importante misión en la vida: encontrar la causa de la muerte de Chopin y así honrar al músico y a su música ante el mundo.
En sus investigaciones apresuradas realizadas en la ciudad conoció un hecho que no podía ser casual. Chopin pasó la segunda mitad de su vida en París, pero siempre añoró fuertemente a su Polonia natal. De hecho, al ver próximo el final de su vida, pidió que al morir se le extrajera el corazón y se enviara a Varsovia. Su cuerpo fue enterrado en París, donde con seguridad nada quedaría de él, pero el corazón fue traído en un recipiente lleno de coñac a Varsovia por una de sus hermanas, y años después se guardó en un grueso pilar de color blanco de la Iglesia de la Santa Cruz, un templo de especial significado para el músico. Incluso pudo saber que, durante los intensos bombardeos a los que los alemanes sometieron a la ciudad a raíz de su alzamiento en la II Guerra Mundial, un general alemán puso a salvo el corazón para evitar que fuera destruido.
Todo esto no podía ser casual, ese corazón se había salvado y guardado para él, para que él pudiera averiguar la verdadera causa de la muerte de Chopin. Podría examinarlo e incluso someterlo en su hospital a un estudio anatomopatológico y genético y averiguar, 170 años después, la causa de la muerte del ser humano más grande de la historia.
La idea empezó a tomar cuerpo en su cabeza sutilmente, pero en unos días llegó a dominarla de un modo casi febril mientras escuchaba las heroicas polonesas del músico en su ciudad. Su mujer notó ese cambio notable en la actitud de Ramón, que tan solo una semana después de estar en Varsovia solo hablaba de Chopin y su enfermedad y se negaba a salir de la zona de la ciudad en la que su héroe vivió y en donde se guardaba su corazón. En un momento de especial ofuscación, Ramón le confesó a su esposa la idea de que el corazón estaba allí para que él lo encontrara y estudiara, pero ésta le respondió de malas maneras y le pidió sensatez y una vuelta a la cordura. Ramón optó por no volver a comentarle su idea, a ella ni a nadie, y de forma secreta urdió un plan alocado para apropiarse del corazón y llevarlo a Salamanca.
Hubiera sido evidente para todos, menos para Ramón, que después de toda una vida de planificación y contención, este impulso emocional se le había ido de las manos.
El corazón no estaba a la vista, pero había podido comprobar que se hallaba en un pilar muy próximo a la puerta principal de la iglesia que carecía de vigilancia. Tampoco vio cámaras ni sistemas de alarma allí. No parecía que fuera difícil apropiarse del corazón en algún momento en que no hubiera nadie presente. No había, en apariencia, ninguna pequeña puerta por donde acceder al preciado órgano vital del músico, pero suponía que levantando la placa de la inscripción que anunciaba la presencia del corazón estaría su tesoro.
En su visita por la ciudad le había quedado claro que los varsovianos son gente confiada, con apenas alarmas en las puertas de las tiendas y con numerosos bolsos y maletas dejados descuidados y sin vigilancia por doquier. Era abundante la presencia de parejas de policías a pie por las zonas más turísticas, pero en sus varias visitas a la Iglesia de la Santa Cruz nunca vio que entraran en su interior.
La sola concepción del plan de Ramón era una locura, pero plantearse seriamente llevarlo a cabo era un verdadero suicidio que podía acabar con su vida perfecta. Pero Ramón estaba atrapado por la magia de la música de Chopin, que le obsesionaba desde la juventud y que, en esa ciudad maravillosa, adquiría una fuerza y un poder irresistibles sobre él. Así que puso en marcha su plan. Aprovechando unas compras de su mujer por las calles elegantes del centro, y con la excusa de encontrarse algo mareado, adquirió unas herramientas básicas en una ferretería cercana a su hotel que usaría para retirar la placa del pilar de la iglesia, hacerse con el recipiente que contenía el corazón y dejarlo todo como estaba. Pretendía decirle a su mujer que al día siguiente pasaría la tarde con un colega español que trabaja en Varsovia y que cenaría con él hasta tarde. Aprovecharía para introducirse en la iglesia por la tarde, cuando estuviera abierta, esconderse en uno de los confesionarios vacíos a última hora y esperar a que cerraran para robar por la noche el corazón. Su mujer dormía profundamente y no solía madrugar, así que podría colocar de nuevo la placa de la inscripción en su lugar, esperar a que abrieran la iglesia por la mañana y escapar con su botín. Llegaría al hotel antes de que su mujer hubiera despertado. No sería difícil después sacarlo de Varsovia, porque los corazones no son detectables por los sistemas de control aeroportuarios si facturaba la maleta, y su tamaño lo hacía fácil de introducir en ella. Nadie notaría la sustracción del corazón durante semanas o meses, como mínimo. Una vez en Salamanca, podría examinar el órgano detenidamente y solicitar los estudios pertinentes etiquetando la muestra como procedente de unos de sus pacientes ingresados. Nada podía fallar, todo era perfecto y así cumpliría su destino y su vida se apoyaría ahora sobre cuatro pilares sólidos y perfectos.
A la mujer de Ramón le pareció rara la excusa de su marido de cenar con un colega del que nunca había hablado, pero estaba tan trastornado y obsesionado con el tema de Chopin que le pareció bien que se fuera a cenar con un colega o que hiciera lo que le pareciese, y dio la excusa por satisfecha. Ramón salió del hotel a media tarde completamente excitado, con una pequeña mochila llena de sus herramientas, y caminó hasta la hermosa Iglesia de la Santa Cruz. Allí entró sin dificultad y se sentó en un banco, como otros muchos turistas y fieles polacos hacían en ese momento. Todo iba según lo planeado, y se sentía como el héroe de una película de acción. Al cabo de unos minutos, se celebró una misa y él participó respetuosamente. Después quedaron algunas personas rezando, cada vez menos, y poco a poco llego casi la hora de cierre de la iglesia.
Pensó entonces en introducirse en un confesionario cercano, pero algo le detuvo. Dos personas de mediana edad entraron en la iglesia y se sentaron en bancos situados justo delante y detrás de él. Una contrariedad. Ya casi no podía esperar más a tener en sus manos el preciado tesoro. Una emoción intensa le invadía. Pero tendría que hacer un poco de tiempo hasta que se fueran, que no sería mucho, porque la hora del cierre estaba muy próxima. Pero, de improviso, la persona sentada delante se levantó y lentamente se acercó a él. Le preguntó en inglés y en voz baja por el motivo de llevar allí sentado más de dos horas. Ramón se azoró y, en su tosco inglés, le explicó que había rezado y escuchado la misa y se le había pasado el tiempo. El hombre puso una cara muy seria y le pidió en un tono de voz más apremiante que le mostrara el contenido de su mochila. Ramón se negó, y entonces el hombre sacó una identificación que parecía oficial. Ramón se puso aún más nervioso y atrajo hacia sí la mochila con brusquedad. En ese momento notó que la persona sentada detrás de él se levantaba y se acercaba a ellos. El hombre de la identificación insistió en que le enseñara la mochila, y Ramón entendió entonces, por su tono y actitud, que eran policías o agentes de seguridad y que no tendría más remedio que mostrarle su contenido. De la mochila salieron un martillo, dos escoplos, varios destornilladores, una pasta adhesiva y un pequeño bote de pintura blanca. El asunto se estaba poniendo muy serio. Los dos hombres le pidieron entonces la documentación y la razón de la presencia en el templo de esas herramientas.
Fue en ese preciso instante cuando Ramón sintió un fuerte dolor en el pecho y una intensa sensación de mareo y todo se desvaneció. Se despertó una hora después en un hospital varsoviano con un médico, los dos policías o lo que fueran y su mujer mirándole, entre preocupada y enfadada, fijamente a los ojos, con sus maletas a los pies. Ésta le explicó que no tenía nada, que estaba sano y que ya les había explicado a los dos agentes de policía que te encantaba comprar herramientas en todas las ciudades a las que ibas para tu taller de bricolaje y que eras un ferviente católico que pasaba horas en las iglesias.
También le dijo, ahora con un tono de voz asustado, que los agentes le habían pedido que recogieran sus maletas lo antes posible y abandonaran Varsovia para siempre, y que iban a dejar el asunto como estaba para evitar problemas a todos. Ramón puso cara de circunstancias y de cordero degollado y entendió la situación. Se vistió, cogió su ropa y su mochila, vacía ya de herramientas, y salió de la habitación del hospital sin levantar la mirada del suelo, rumbo directo al aeropuerto con su hermosa y rubia mujer.
Ramón y su esposa nunca hablaron del incidente, de hecho, un silencio tenso rodeó el viaje de vuelta a Salamanca y los días posteriores. Pero después la vida de Ramón volvió a su rutina bien calculada, la pareja olvidó el bochornoso incidente y todo reanudó a su curso habitual. Ramón no echó, sin embargo, en saco roto la experiencia. Comprendió como nunca que debía adherirse siempre a los pilares vitales fundamentales que tan bien había ideado, alcanzado y consolidado a lo largo de su vida, y a no salirse nunca del plan trazado. Debía evitar a toda costa poner en peligro su estabilidad dejando que situaciones nuevas la rompieran. Dejarse llevar por sus emociones o por ideas extrañas podía desbocarle y conducirle derecho al desastre, como de hecho casi había ocurrido en su viaje a Varsovia, todo ello derivado de su improcedente interés por los detalles de la vida de su adorado músico y su intento de averiguar la causa de su muerte.
Y de esta manera, aplicando los sencillos principios que habían guiado su vida siempre, Ramón consiguió seguir siendo un hombre felizmente casado que ejercía la medicina en su hermosa Salamanca, de la que nunca volvió a salir. Los momentos de evasión controlada de esa cotidianidad previsible los pasaría escuchando solo la música de Chopin. Una vida planificada, segura y libre de sobresaltos que aseguró un resultado sereno y satisfactorio, pero durante la cual no volvió nunca a vivir esos instantes emocionantes e intensos experimentados en Varsovia en aquel ya lejano viaje. Al menos entendió el precio que tuvo que pagar por vivir en ese sosiego sólido y bien planificado.
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