Texto: Jesús Málaga
Fotografías: Andrés Santiago Mariño
En la actualidad, Salamanca cuenta con dos cementerios, uno católico y otro, más pequeño, municipal en el barrio de Tejares. Este último pertenecía al entonces municipio limítrofe de Tejares situado al oeste y en la margen izquierda del Tormes. Término y Ayuntamiento fueron absorbidos por la capital en la segunda mitad del siglo XX; pronto se añadirá a estos dos camposantos uno nuevo junto al cementerio de Tejares.
No es hasta el siglo XIX cuando se deja de enterrar en las iglesias y se pasa a construir los Campos Santos en otros lugares alejados de los templos. Son medidas de higiene que evitaron muchos problemas sanitarios. Todavía se conserva en nuestra ciudad una ventana de ventilación del pudridero de San Martín, donde los cuerpos pasaban algunos meses antes de ser enterrados definitivamente en las dependencias de la iglesia. Las descripciones de la época sobre los olores putrefactos de los alrededores de San Martín son elocuentes. Se cuenta de un obispo que ofició el Santo Sacrificio de la Misa entre arcadas y nauseas ante el olor repugnante que invadía la hermosa iglesia románica limítrofe con nuestra Plaza Mayor.
Los salmantinos debemos a los franceses muchas cosas. Por ese motivo no comprendo cómo se ha obviado la presencia de José Bonaparte de los medallones de la Plaza Mayor cuando se ha optado por completar la serie histórica.
Es José Napoleón quien prohíbe enterrar en las iglesias en 1809
Mientras monarcas nefastos como Fernando VII van a tener un sitio en nuestra ágora, se renuncia a la presencia de José I cuyo gobierno aportó grandes realidades a Salamanca. La Guerra de la Independencia fue una de las causas de la destrucción de Salamanca, pero todos los historiadores modernos están de acuerdo que se debió tanto a los franceses como a los ingleses. Gran número de profesores de nuestra universidad, incluso el obispo jansenista Tavira, fueron afrancesados y al general Thiebault, gobernador francés de Salamanca, debemos uno de los lugares más bellos de la ciudad de Salamanca, la Plaza de Anaya. También a la sensibilidad de este general hemos de anotar la construcción del cementerio de la huerta de Villasendín.
Es José Napoleón quien adopta la medida de prohibir enterrar en las iglesias en 1809. El obispo Tavira se adelanta a la misma con la construcción de un pequeño cementerio en el denominado Prado Rico, a la salida de la Puerta de San Vicente. Este Camposanto se abrió en 1802 para enterrar a los pobres que morían en el Hospital General, entonces situado en el Colegio Mayor de los Irlandeses. Para edificar este primer cementerio salmantino se utilizaron las piedras de la ermita de Santa Marina, situada en el camino de Tejares, seguramente donde hoy se encuentra la Ciudad Deportiva de la Universidad, en las Salas Bajas. Los salmantinos, en general, siguieron enterrando a sus familiares en las iglesias, incluso después de la orden de prohibición de hacerlo. Dicha orden se dictó el 9 de abril de 1804. De la saturación de tumbas y enterramientos en los templos de la ciudad da fe el añadido de lápidas hacia la calle de la Compañía de la Iglesia de San Benito.
En 1821 los regidores liberales Juan Pujol y José Salgado intentan abrir un cementerio en los terrenos de los Franciscanos descalzos o Calvario. Encargan el proyecto al arquitecto Blas de Vega que proyecta en la hermosa huerta del convento, junto a un bello estanque, un camposanto para 5.000 ó 6.000 enterramientos, con capilla y vivienda para el capellán. Los planos señalan plazuelas y recuadros y dejan entre ellos calles paralas sepulturas. El Obispado y el Ayuntamiento acuerdan abonar los gastos de su instalación, pero mientras la mitra corre con su parte, el Consistorio no abona la suya. Las obras de acondicionamiento se realizaron, pero nunca llegó a usarse, motivo por el cual, pasado un tiempo, los religiosos volvieron a ocupar los terrenos y el convento1.
Como suele ocurrir siempre en España, nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. En 1832 se declara en Salamanca el cólera morbo asiático y el gran número de víctimas de la epidemia hace reconsiderar nuevamente el lugar elegido por el general Thiebault en 1811, la huerta de Villasendín.
Las grandes comunidades de religiosos mantenían en los alrededores de Salamanca fincas de recreo para las vacaciones de sus colegiales y monjes. De todos es conocido el Huerto de Fray Luis de León en la Flecha, Cabrerizos, lugar de esparcimiento de los Agustinos, que inmortalizó el poeta y cuya capilla y dependencias de la aceña esperan como agua de mayo su restauración. También los dominicos tenían en Valcuevo una finca hoy recuperada en parte por Caja Duero, en ella Colón, por mediación de Fray Diego de Deza, convence a la comunidad de su viaje a las Indias. Los Jesuitas contaban también en las cercanías de la ciudad con una finca, Villasendín, para los paseos de sus colegiales. Desde su convento en la calle de la Compañía salía un túnel amplio, hoy día cegado y en parte desaparecido, que pasaba a través de la vaguada de la Palma al edificio que la orden de Jesús poseía en lo que hoy es colegio del Maestro Ávila y desde allí a la finca de Villasendín.
La finca de los Jesuitas fue adquirida por el seminario de San Carlos. A dicha institución perteneció hasta su paso al Ayuntamiento de Salamanca, después de la venta de la edificabilidad por parte del Obispado. Estaba situada en el camino que arrancaba desde la puerta falsa hasta La Moral, pasando por el Calvario. El coste de la operación fue de 20.000reales y fue tasada por el arquitecto municipal Quiñones.
El paraje estaba preparado para el paseo de seminaristas, con árboles, una noria para sacar agua y edificaciones que servían de caballerizas. Cerca de la finca se encontraban las Arcas Madres, manantiales que servían para abastecer de agua a la ciudad. Los caños del Campo de San Francisco y el Caño Mamarón se nutrían por cañerías del agua que, por decantación, de allí procedía. También cerca se encontraban otros manantiales como la fuente de la Zagalona, que por degeneración del lenguaje popularmente llegó a nuestros días con el nombre nada recomendable de “Cagalona”, y las aguas de la Platina que aún hoy se explotan como agua mineral embotellada. En toda esa zona, incluyendo la otra margen del río, en lo que fuera apeadero de la Salud, en Tejares, en la línea férrea a Portugal, se encontraban manantiales de aguas salutíferas que poseían propiedades curativas que los romanos encomendaron a una diosa con templo en las cercanías del molino del Lazarillo y que con el cristianismo pasó a convertirse en la Virgen de la Salud venerada en la iglesia de Tejares. Los rituales votivos que se celebraban en honor de la diosa de la salud pasaron a convertirse en romería en la primavera con la celebración de la festividad de la Virgen de la Salud.
En 1937 se decreta que el Ayuntamiento devuelva el cementerio a la Diócesis
Cuando en 1832 se abre el cementerio de Villasendín, el obispo Agustín Lorenzo Varela cede la finca del seminario y bendice la capilla el 29 de octubre de 1832. Con anterioridad, a partir de mayo de ese mismo año, se comenzaron los enterramientos. Como dato curioso, señalar que entre las primeras personas enterradas en el cementerio de Villasendín estuvo la sobrina del prelado.
El Ayuntamiento ve bien la operación, pero no interviene en ella. El Obispado encarga a Tomás Cafranga, el autor de la espadaña de la Plaza Mayor, el proyecto. Las obras son sufragadas por las parroquias de la ciudad, los diezmos y el Obispado, a tercios. El Ayuntamiento, que en un primer momento se compromete con el gasto, al final se sale del mismo dejando a la Iglesia todo el protagonismo. Se comprende que la Diócesis en general y el seminario de San Carlos en particular fueran muy celosos de sus competencias. Así en el año 1937, nada más producirse la sublevación del general Franco y una vez sometida Salamanca y su provincia, el primer decreto que sale del Gobierno rebelde referido a Salamanca es la devolución del cementerio, que había sido expropiado por el Ayuntamiento republicano en 1932, a la Diócesis. La presión del prelado salmantino fue de tal envergadura que las autoridades militares cedieron a sus pretensiones con prontitud.
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