El presente artículo no sólo aporta una cierta curiosidad sobre el uso de las medicinas recetadas en el siglo XIX, sino que también contiene datos interesantes para la historia de Salamanca. Aquí desfilan cinco personajes domiciliados en esta ciudad: un escribano enfermo, dos médicos y dos hombres acaudalados –uno del comercio y el otro noble y militar- en plena guerra de la Independencia. Además se da cuenta de un testamento y de un inventario de bienes. Pero todos estos aspectos han de leerse entre líneas, porque la detención en los mismos se sale del tema.
Echando la vista varios siglos atrás, es frecuente hallar en la documentación de los archivos históricos largos inventarios de las existencias de tal o de cual farmacia. Lógicamente en esos listados, además del botamen, se relacionan los fármacos y específicos de la época. Por otra parte, aunque no sea lo normal, no faltan casos en que en otros documentos se menciona la enfermedad que causó la muerte de cierta persona. Resultando que mucha gente murió de viruela, tisis, bronquitis, hidropesía, apoplejía, insulto, calentura sincopal, accidente interno, úlcera cancerosa, pleuresía, etc. Dan fe de ello los libros de difuntos de cada parroquia.
Lo que resulta raro y excepcional es que, fuera de ciertos ámbitos como hospitales o facultades de Medicina, se conserve escrito lo dispuesto por un doctor para ser administrado a un determinado sujeto enfermo. Este es el caso que nos ocupa: Se trata de las cuatro recetas extendidas con ocasión de la corta enfermedad sufrida por don Agustín Abásolo, natural de Bilbao, licenciado y escribano de Salamanca, enfermo en abril de 1811, que murió el 16 de mayo de dicho año.
El “Inventario, tasa y venta de los bienes” de este señor se contiene en un protocolo notarial del Archivo Histórico Provincial de Salamanca. Fue realizado extrajudicialmente por don Anselmo Prieto Hermosino, vecino y del comercio de Salamanca, Comisario Honorario de Guerra. Intervino además su apoderado y yerno, don Ignacio Martín Carballar, capitán del Ejército de Grandes Provincial de Milicias de Salamanca. Por tanto, estos dos personajes corresponden a la clase social media alta, y fueron en buena medida ricos y, además, compradores de bienes desamortizados. Por ejemplo, don Ignacio compró una parte de la dehesa de San Bellín (Anaya de Alba). Don Agustín había prestado muchos suministros a las tropas españolas y a las francesas de ocupación durante el tiempo que había pasado desde el inicio de la guerra de la Independencia hasta su óbito. Aún no se había hecho el reintegro de los referidos suministros, pero, sin incluir tal importe, sus bienes ascendieron a 32.646 reales. Con ocasión de su defunción se repartieron 300 esquelas mortuorias. Ambas cosas nos hacen ver tanto elevada condición social como su riqueza. El hombre fue a morirse el mismo día de la batallade Albuera (Badajoz) ganada por los aliados ingleses, portugueses y españoles frente a los franceses, y pocos días antes había sido la acción de Fuentes de Oñoro, también victoriosa para los aliados. Al difunto escribano lo enterraron en la iglesia de San Martín, en la que, por cierto, también ese mismo año y el siguiente recibió sepultura un corto número de franceses y algún inglés. En Salamanca, cuando no estaba ocupada por los franceses, las cosas seguían el curso normal, y así parece que sucedió en la enfermedad y muerte del aludido señor Abásolo.
En el inventario aludido se contienen los recibos de casi todos los gastos de los últimos días del difunto y del funeral del mismo. Por eso mismo se guardaron las recetas. Éstas llevan la fecha de 19,22, y 28 de abril, y 12 de mayo de 1811. Fueron firmadas por Alcántara y por Solís. Del primero hay certeza de que era médico, pues consta que el 26 de enero de1811 falleció una hija del Licenciado don Pedro Alcántara y San Matías, ‘médico titular’ de esta ciudad. De lo cual se deduce que también el señor Solís, que continuó el tratamiento del enfermo, era médico, y quizás familiar próximo del citado don Agustín, puesto que éste, al morir, estaba viudo de doña Rosa Solís.
Ciertamente cualquiera de aquellos antiguos y competentes boticarios deduciría muchas afecciones para las qué estaban indicadas las recetas que aquí presento, pero ahora solamente se deducen unos rasgos generales con relación a lo que estaban indicadas.
En primer lugar, atendiendo al aspecto exterior, parece ser que entonces como ahora, dos siglos después, los médicos escribían de modo poco legible. Aquellas recetas están redactadas total o parcialmente en latín y además empleando abreviaturas, lo cual dificulta más aún su interpretación. Esta característica deja ver que tanto los médicos como los farmacéuticos y sus mancebos (y las monjas y los frailes que regentaban algunas boticas) estaban prácticos en el uso de la lengua latina y en el uso de las abreviaturas. Lógicamente las recetas iban destinadas al boticario que había de “combinar los simples” (para que salgan los compuestos: mixturas, pociones, jarabes, ungüentos, emplastos…). Juntamente con la denominación del fármaco recetado siguen especificados los componentes que ha de llevar el mismo. La cantidad o dosis recetada puede ir expresada en números romanos o en palabras, y era práctica normal la utilización de abreviaturas para decir escrúpulos, dracmas, onzas o libras, u otra medida de peso o capacidad. Desde luego se presume que tanto los médicos como los boticarios eran conocedores de la “pharmacopea” de la época. En este caso tendrían a mano las más recientes. como la Pharmacopea Matritensis de 1762, y la Pharmacopea Hispana de 1797.
En segundo lugar, atendiendo al caso concreto que nos ocupa, parece ser que con las medicinas mandadas en esta ocasión se trataba de poner remedio a una afección bronquial o pulmonar, puesto que el “pilulae pro tussi” se tenía como específico apto para catarrhos subtiles y falsos; y también el cocimiento, la cidra, el meconio, etc., estaban indicados en los procesos catarrales.
En tercer lugar, dado que las medicinas no consiguieron salvar la vida del enfermo, cabe especular que los específicos o la dosis de ellos no eran adecuados al caso, o bien que la enfermedad era mortal de necesidad y en consecuencia inútiles todos los tratamientos. El coste de las cuatro recetas fue de 40 reales, cantidad relativamente baja sobre todo respecto del precio del trigo, que se había ido triplicando y por entonces una fanega de trigo (44 kg) se pagaba a 100 reales. Cabe pensar que los fármacos no habían subido en la proporción que lo hicieron aquel año de 1811 el trigo, el tocino, el aceite y otros alimentos en general, que aún subieron muchísimo más en 1812.
El proceso de la enfermedad de don Agustín Abásolo parece que se fue agravando, pues duró un mes. Para nuestro fastidio no se dijo de qué mal murió el referido escribano, ni cuántos años contaba. Falleció en efecto, como dicho va más arriba, el 16 de mayo (exactamente ocho días antes del jueves de la Ascensión de aquel año). Aunque su afección pudo originarse con el frío de los meses anteriores, cuando acude el médico era época primaveral., en la que ya los resfriados suelen ceder. No obstante, pudo afectarle la crisis estacional, sin embargo con relación las medicinas mandadas para su cura no cabe aplicar aquí aquel principio de Hipócrates: Sub cane et antecane molestae sunt pharmaciae et medicamentorum usus difícile est. Es decir, como el mes de mayo no es época de calor excesivo, no hay que echar culpa a la “inoportuna” aplicación de las medicinas, cosa distinta es si éstas tenían poder terapéutico suficiente o no llegaron a tiempo. Posiblemente de todo ello habría un poco.
Finalmente ya sólo resta la traducción incompleta, ‘meramente aproximada’ (admitiendo errores y lagunas) y en la medida posible de las recetas. Primero se hace al latín, luego vertidas al castellano. Ver Notas a pie de página.
– El protocolo notarial de referencia corresponde al escribano Pedro de Araújo, lleva la signatura 4537, y folios 323 y siguientes.
– Las recetas originales aparecen en un simple papel, sin orla, y con alguna parte oscura, casi ilegible.
– Parece ser que Nij es una palabra utilizada en la Farmacopea.
– Las palabras que encuentro dudosas no van en negrita y además llevan interrogante.
– Lógicamente en cuestiones de fármacos y en traducciones de este tipo no soy nada entendido. Esto lo presento como quien ofrece una especie de crucigrama, para que los que quieran lo resuelvan pasando un rato, y ante mi sinceridad se abstengan de crítica.
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