Por Ana María DE CECILIA SAN ROMÁN
Médico y escritora
Ha llovido sobre París. Aún quedan pelotones de nubes en el cielo y charcos en las calles, aún queda en el aire esa ternura de viento húmedo, ese olor de tierra mojada, de asfalto regado, de hojas frescas. Todavía gotean los tejados estremecidos en su baño y los niños andan como locos por meter los pies en esos pequeños lagos domésticos que les hacen soñar con el mar. Las luces se van encendiendo con pereza porque la tarde se ha puesto turbia y lechosa, se reflejan en el suelo empapado como si fueran los colores sobre la paleta de un pintor, dan ganas de bajar y meter el dedo en uno de esos fulgores para dibujar en magenta la sonrisa de las gentes que caminan bulliciosas.
Un vientecillo risueño juega con las últimas hojas y los escaparates se engalanaron de vida para atraer la mirada de los transeúntes. Aún está cerrado el tiovivo, pero los vendedores ambulantes ya se colocaron con sus puestos y parlotean entre ellos augurando un invierno frío y austero. También yo desearía caminar por esa calle bulliciosa, patinar en su rocío, subir el cuello de mi gabardina, esperar una cita imposible, arrastrar a mi hijo pequeño de la mano, cogerme del brazo de mi novio, sorber el café caliente escuchando a una amiga, extender la palma y confirmar que ha dejado de llover, reír por nada. Daría cualquier cosa por pisar esa calle y mecerme entre los que caminan, por dejarme guiar por la luz hacia ninguna parte, por sentir el cansancio en mis pies pero la libertad en mi alma. Con los ojos empañados, tal vez por la lluvia que se seca en el cristal, contemplo esas manchas de color que se deslizan, gente, personas que andan viviendo sus vidas como pueden, que no se fijan unos en otros, que no saben cuán libres los veo yo, cuánto envidio que sientan la brisa despejándoles la frente, la humedad rizándoles el cabello, el primer fresco de la tarde engarañándoles los dedos.
Podría bajar y perderme entre ellos, podría cerrar los ojos y caminar sonámbula, deslizarme como un gato por el alero, jugara llenarme de luz, enredarme entre sus pies como un ovillo de sombra, escuchar retazos de su conversación, componer versos con sus deseos. Los veo ir y venir, solos o engrupo, imagino sus palabras, sus compras, sus prisas, sus deseos. Podría ser una más. Podría, pero no; no puedo porque espero su llamada, que suene al fin el timbre del teléfono, dejarlo sonar hasta estar segura, descolgar y sentir casi su aliento en mi oreja, su voz llenando mi oído, rompiendo mi soledad, colmando mis labios de risa, al fin. Espero sin moverme, observando la iluminación que pone en el suelo el ensueño de un sol que murió pálido y atascado entre nubes de otoño, y un miedo resoluto me va paralizando el corazón.
Dicen que París huele a perfume. Yo lo huelo desde mi atalaya, lo huelo ascendiendo desde la calle, trepando por la fachada pegado con el de la humedad que se desparramó desde el cielo, lo huelo goteando, en las volutas del viento y en los pedazos de luz. Es un perfume dichoso, impávido, un poco dulce, un poco amargo, y viene flotando desde el pasado, atraviesa campos, sube colinas, navega ríos, rompe minutos, abraza la oscuridad, penetra el tiempo, no descansa ni sosiega, crece y se multiplica. Si no puedes olerlo no te sentirás en París. No es una fragancia de flores como en los jardines de Keukenhof de Lisse en Holanda, ni de especias como en Khan el Khalili en el Cairo, no es el olor súbito y embriagante del azahar de Sevilla ni el oscuro y fogoso del Timamfaya en Lanzarote, no es el aroma tierno y verde de Irlanda ni el blanco salado de La Toja, ni el antiguo y venerable de Roma, ni el exótico de Mauricio, ni el cosmopolita de Nueva York. Es el perfume de los recuerdos de amor.
Veo algunas mujeres esperando. Esperan, pero sienten el viento en el rostro y envidio que no estén sujetas a la soga impalpable que une al teléfono, como yo. Esperan pensando, imaginando, recordando, y cada minuto que se les va en la espera no es un minuto baldío porque lo llenan de sueños o de proyectos. Esperan que alguien pronuncie su nombre y con ello adquieran la certeza de que llegó el momento, el ahora, el aquí.
Yo vine a París persiguiendo una ilusión y me quedé atrapada en la telaraña de sus murmullos, en el olor a trementina del cabello de mi amante, en las pupilas turbias de fiebre de los poetas sin hogar. Pinté con la mirada porque no sabía de otra manera, escribía con el pensamiento los poemas más hermosos carentes de palabras y componía en mis oídos las melodías de ese idioma que parece hecho para ser siempre cantado. Yo no sabía que París olía a perfume, me conformaba con sentirme viva, con disfrutar de cualquier cosa; pero una tarde de melancolía y sollozo, una tarde de pasado mustio y futuro incierto, mi olfato despertó al aroma nuevo y embriagador de aquel sentimiento del que siempre había huido: el amor me tocó con sus mieles pegajosas.
Desde mi atalaya veo a un pintor tomando apuntes para un cuadro. No lleva paleta, sino un bloc en el que garabatea. Mide con el lapicero delante de sus ojos, observa y mueve su mano de pulso creador sin vacilar. Perfila, busca, sombrea. Me gustaría ver su dibujo, sus apuntes, su cuadro cuando lo pinte. También a mí este bulevar de Saint Martin me parece un cuadro hecho de gotas amarillas, verdes, rojas, blancas, bailarinas sobre el lienzo fuerte y moreno.
Cuando me llegó el amor el atolondramiento no me dejó ver que perdía la libertad. Creí habitar en un paraíso: el París aromático. Él me pintaba, me amaba y me pintaba. Desnuda y vestida, de frente, de perfil, con los ojos abiertos y cerrados, con las manos reposadas, con las manos escondidas, peinándome, secándome con la toalla, durmiendo, riendo, con flores, con mantón. No se conformaba con nada, uno tras otro desaparecían, ninguno le convencía y sufría porque no lograba atrapar lo que tenía ante los ojos. Me amaba y sufría, me pintaba y sufría. Yo sólo deseaba lo que él deseaba; no pedía nada, no me quejaba nunca, no me daba cuenta de que me ataba con el hilo invisible de la posesión, que no se puede desatar ni cortar con tijera. Ahora sí, ahora lo sé.
En el cielo hay un desgarrón, una herida que exuda la última luz. Me pregunto si el pintor que toma apuntes en el bloc también lo habrá visto como yo. Soy una mariposa atrapada en una urna de cristal, revoloteo sin escape, la vida pasa fuera y no la puedo alcanzar. Estoy presa de sus deseos, de sus llamadas, de su infelicidad.
Atravesábamos la ciudad para asomar nos a los puentes del Sena. Buscábamos en el viento la felicidad que no lográbamos sujetar dentro, nos mirábamos a los ojos a través del agua, en nuestros reflejos parpadeantes y ondulados, con las cabezas juntas hasta parecer de una sola persona. Escuchábamos a los músicos callejeros y nos emocionábamos hasta llorar, cenábamos besos y luego sus pupilas se tornaban opacas y el rictus de su boca amargo: entonces yo sabía que intentaba verme por dentro para poderme pintar. Acariciaba su frente con las yemas de mis dedos tratando de sacar de su mollera aquellos pensamientos sombríos, y él se sentaba en el suelo y me ofrecía su cabeza en mi halda. Le abrazaba los hombros y el amor que me brotaba de dentro me dolía. Aquel afán de poseerme en la pintura nos destrozaba la vida.
No sé cuándo fue la primera vez que salió y me dejó encerrada y sola. Esperé sin temor y no me atreví a preguntarle. Cuando regresó me ofreció su ternura, su cuerpo, su pasión, pero ninguna explicación. Luego sus salidas fueron haciéndose más frecuentes y volvía sin sosiego para llevarme al viaje infinito del placer y el dolor, ardiente, sediento, torturado. Nunca he sabido a dónde iba. Siempre se llevaba las llaves y cerraba por fuera pero, aún así, parecía temer que yo no estuviera a su regreso, que me hubiera filtrado a través de las paredes como un fantasma o que me hubiera escapado por debajo de la puerta plegada como un sobre; no sé qué centellas le trastornaban las ideas cuando tomó la costumbre de llamarme por sorpresa. Yo contestaba al primer timbrazo, al segundo como mucho, y siempre le encontraba alborotado, interrogándome por aquella tardanza en descolgar, sugiriendo que me encontraba fuera, pretendiendo que me marchaba en cuanto él no estaba, como si aquella locura fuera posible.
París se desliza por los tejados. Puedo oler su perfume porque el amor no se ha marchado. Paso horas contemplando la calle, envidiando la brisa fresca, pisar las aceras húmedas, desperezarme al sol, sentarme en los bancos del parque, mezclarme con las gentes que vienen y van. Mientras, mis oídos permanecen sujetos al teléfono, pendientes de su llamada, pendientes de alimentarse de su voz, y dentro me crece el miedo a que un día no llame y yo no sepa salir de aquí, que me quede esperando para siempre, absorta en una vida vana. Pero llega y me ofrece sus brazos, me saca el jersey por la cabeza y me ama como si regresara de tiempos profundos, como si necesitara recordar mi sabor. No le pregunto de dónde viene. No le pregunto por qué me encierra. No le pregunto.
Abre la ventana y deja entrar el aire de la tarde que arrastra gotas perdidas de lluvia que ya pasó. El pintor del bulevar se ha ido pero aún hay mujeres que esperan, hombres que venden, muchachos que caminan, niños que regresan. Aspiro profundo y por todos los poros percibo el aroma, el perfume de París.
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