Pertenezco a un grupo, a una tribu, que se atrevió hace años a salir de su cápsula-consulta y comprobó que el aire científico era respirable, que también podía desarrollar su profesión de una manera cercana a la comunidad donde trabaja, conociendo así de primera mano su vida cotidiana, lo que le permite descubrir el pensamiento, las contradicciones, los recuerdos, las miserias humanas, los tabúes, anhelos, necesidades, los hábitos y estilos de vida de sus cupos de tarjeta sanitaria.
El centenario de la concesión del Premio Nobel al español Santiago Ramón y Cajal nos lleva a recordar una película no demasiado brillante pero que figura entre lo poco que el audiovisual de nuestro país –famosas series de televisión al margen– ha dedicado a figuras de investigadores, científicos y médicos en particular. Adolfo Marsillach puso rostro al protagonista y un cineasta argentino tan prolífico y comercial como poco afortunado –León Klimovsky– se encargó de la dirección de Salto a la gloria.