Uno nace y ya empieza a morir

Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina

¿Quién que es no es romántico? Dice un poema de Rubén Darío. Pues eso. ¿Quién que es no es ya un enfermo? Al fin y al cabo, la salud no pasa de ser una noción abstracta. ¿Hay alguien, hubo nunca alguien que, en un momento determinado, pudo afirmarse sano, rotundamente sano? Quizás Adán y Eva antes de transgredir los mandamientos divinos; quizás, en otras mitologías, personajes parecidos. Pero son referencias alegóricas. El hombre, desde que es hombre -es decir, desde que se dio cuenta de que era hombre- se ha visto afligido por la enfermedad: unas fiebres, una herida sin cicatrizar, una gripe, un reuma, un cáncer… Las dolencias de nuestros antepasados cavernícolas son difíciles de reconstruir históricamente, pero temo que sean pocas las enfermedades nuevas.

Antes de que nos dedicásemos a fumar, sin ir más lejos, centenares de miles de ciudadanos murieron de cáncer. Todos se murieron de algo y, al final, no importa de qué. El caso es que murieron de una enfermedad previa. Bien mirado, “vivir” es “vivir enfermo”.

Lo curioso y alarmante del asunto es que, por lo que sabemos, ninguna de las civilizaciones conocidas ha intentado siquiera educar a su gente en esta idea: Los literatos y los filósofos, hasta hace poco, sólo hablaban del dolor. Técnicamente el dolor es sólo un síntoma y para mitigarlo se inventaron los analgésicos.

Un individuo socialmente poderoso, puede decidir muchas cosas de un modo u otro según su humor o según sus dolores. Stalin ¿Era un loco? Pero ¿y Churchill, Carlomagno, y Napoleón? Roosevelt era poliomielítico. Althusser acabó asesinando a su mujer. Intento apuntar que nadie nació sano, nadie creció sano, y, huelga decirlo, nadie murió sano, si no fue por un accidente de trabajo o de tráfico, o víctima de un asesinato, o en acción de guerra.

Dejemos a un lado la cuestión del azar. Pensemos en lo regular: en una vida normal. Y ¿Cómo puede ser “normal” una vida si no es una vida enferma? Algo falla siempre: en la infancia, en la juventud, en la madurez. Esta “escultura orgánica” que somos lo comporta desde el momento en que nos dieron a luz. “Ser” es “ser un enfermo”.

“Al punt que hom naix comenca de morir”, reza un solemne verso de Pere March, poeta catalán de principios del XV. El recién nacido, mientras no se pruebe lo contrario, es un candidato a la muerte. Tal es la fatalidad rigurosa, de momento.  Nacemos y morimos, y, entre lo uno y lo otro, estamos enfermos.

Que la enfermedad nos agobie más o menos es secundario: depende de la estricta situación patógena de cada cual. Y no se trata únicamente del cuerpo; también el ánimo cuenta lo suyo. El ánimo que no es el alma. O sea, el sistema nervioso. Alguien lo advirtió sensatamente: “Una idea loca es consecuencia de una neurona desbaratada”. No hay “complejo de Edipo” que no pueda ser curado con un fármaco industrial. No hay motivo para dudar que antes no fuera igual.

Lo demás es obvio: una aspirina tomada a tiempo habría evitado muchos malos pensamientos, ideas, poemas.


Una fiebre muy particular

Por Mª Dolores PÉREZ LUCAS
Escritora

Es esta una fiebre que la padecen miles y miles de personas, principalmente las mujeres.

No la registra el termómetro, pero sí el pulso que se acelera lo suyo.

Tampoco hay vacuna contra ella, como la hay para la gripe o la difteria. Aunque, bien visto, de haberla, ¡adiós sociedad de consumo! ¿Qué sería, entonces, de los comercios, los almacenes, los centros comerciales y de todos aquellos que viven a costa de los que disfrutan comprando compulsivamente?

La fiebre ataca, al personal, con mayor virulencia en la época de las rebajas, no hay duda, y mantiene, a quienes la padecen, en un estado de nerviosismo y ansiedad, que hace que ni comer ni dormir pueda tranquilamente, dándole vueltas a si va a comprar esto o aquello o lo de más allá. (Se calcula que cada salmantino gasta en las rebajas de enero 200 euros y en las de julio una cifra similar).

También con el paso de una estación a otra: de invierno a otoño, de primavera a verano, se recrudece. Al sacar del armario lo de la pasada temporada, ya no nos gusta, ni poco ni mucho ni nada. ¡A comprar algo nuevo, tocan! Por si todavía alguien no lo ha adivinado, diré que se trata de la fiebre del consumismo.  Una fiebre que se acrecienta, como antes decía, en época de rebajas, bien sean las de enero, que se prolongan hasta febrero, olas de julio. Después de ellas, estamos exhaustos y con los bolsillos vacíos, y nuestras tarjetas, llamadas de crédito, sin crédito alguno. Y así tendremos que aguantar hasta que a final de mes cobremos la paga. Mientras tanto deberemos contentarnos con mirar los escaparates, lo cual no deja de resultar bastante deprimente.

No, mejor no mirarlos.

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