Una historia medieval

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

A finales de 2013 se estrenó entre nosotros, con cierto éxito –más de un millón de espectadores en salas comerciales, aparte de los pases posteriores por televisión–, «El médico», una producción alemana rodada en inglés cuyo mayor aliciente consiste en referirse a una época remota, el siglo XI, cuando la Medicina luchaba por liberarse de condicionamientos irracionales y supersticiosos. La dirige el cineasta bávaro Philipp Stölzl, y está basada en el voluminoso ‘best-seller’ homónimo del escritor estadounidense Noah Gordon, publicado en 1986 como primera parte de una trilogía integrada, además, por «Chamán» (1992) y «La doctora Cole» (1996).

Unos rótulos iniciales aseguran que en la Edad Media el oscurantismo había destruido en Europa los avances conseguidos por la Medicina en tiempos de los romanos y que continuaban produciéndose en otros lugares de Oriente. Un breve prólogo, situado en los alrededores de Londres en el año 1021, cuenta cómo el pequeño Rob Cole y sus dos hermanas asistieron horrorizados a la muerte de su madre, ante la impotencia de una especie de barbero charlatán que hacía las veces de curandero itinerante y con la oposición de los clérigos del lugar, que consideraban que la muerte es un designio divino contra el que nada debe hacerse.

Años más tarde, Rob ha conseguido vencer las reticencias del barbero y lo acompaña como ayudante y aprendiz. Pero el joven quiere más. Un grupo de judíos sabios y tolerantes, que han conseguido devolver la vista al viejo charlatán por un procedimiento quirúrgico, le cuentan que en la ciudad de Ispahán, en Persia, hay una escuela de Medicina regentada por un tal Ibn Siná, o Avicena, que investiga y divulga innovadores tratamientos para casi todas las enfermedades conocidas. Y allá decide irse el protagonista, afrontando un largo viaje lleno de riesgos, entre los que figura la previsible hostilidad de las poblaciones musulmanas contra un forastero cristiano. Por el camino, entre penalidades sin cuento, descubrirá el libro ‘Las mil y una noches’ de mano de la hermosa Rebecca, a la que pierde de vista en medio de una tormenta de arena.

Ya en Ispahán, donde se hace pasar por judío, dado que los musulmanes aceptan a los practicantes de esa religión, pero no a los cristianos, Rob consigue ser admitido en la escuela de Avicena y pronto llega a convertirse en su discípulo preferido, e incluso a entrar en el círculo de confianza del tirano sha que gobierna la ciudad a su capricho. Todo ello, en medio de las tensiones y conflictos existentes entre judíos, cristianos y musulmanes, cuya ala más radical, encabezada por los mulás, trata de suprimir por la fuerza la escuela de Avicena, dotada de una riquísima biblioteca y donde, además de Medicina, se estudian Filosofía, Astronomía y otras disciplinas.

Entre tanto, Rob ha vuelto a encontrar a Rebecca, casada con un judío rico y posesivo que primero la abandona mientras la peste bubónica provocada por los selyúcidas asola la ciudad y después regresa para convivir con ella sin sospechar que los dos jóvenes están enamorados… Cuando quede embarazada de Rob, será acusada de adulterio y condenada a morir por lapidación, aunque salvada en última instancia.

Rob, cada vez más experto, deseoso de descubrir nuevos campos y convencido de poseer una especie de extraño sexto sentido que le permite saber cuándo una persona va a morir, aunque parezca sana, desafía la prohibición de practicar autopsias impuesta por las distintas religiones y utiliza para ello clandestinamente el cuerpo de un seguidor de las teorías de Zoroastro que antes de morir le confesó que no le importaba el destino material de su cuerpo. Será descubierto y condenado a muerte por un tribunal de islamistas radicales, en compañía de Avicena, e intentando salvar a éste tendrá que reconocer que no es judío, sino cristiano. En prisión, el maestro le agradecerá que haya aprendido tanto a su lado, animándolo a seguir ese camino durante el resto de su vida, que se prolonga cuando los soldados del sha los liberan en el momento en que van a ser decapitados.

No pocas incidencias más, entre ellas el descubrimiento de la cura, también quirúrgica, de la enfermedad de la que murió su madre –que la película llama “mal del costado” y vendría a ser lo que hoy conocemos como apendicitis–, o el estoico suicidio de Avicena y la destrucción de su escuela, a manos de un ejér￾cito de musulmanes extremistas, se suceden en la vida de Rob, que finalmente podrá volver con Rebecca y su hijo a Londres, donde el anciano barbero se queda sin clientela frente a la competencia científica y social del hospital creado por el ya médico, dedicado íntegra y apasionadamente a practicar y difundir sus conocimientos.

Con estos y otros muchos mimbres argumentales, la película, que contiene numerosos apuntes, unos reales y otros probablemente de ficción, sobre la historia de la Medicina en un momento fundamental de la Historia de la humanidad, deriva pronto desde el género histórico propiamente dicho hacia el de aventuras, en el que no importa tanto el fondo de lo que se cuenta como la manera de contarlo, obsesionada con mantener una espectacularidad capaz de atraer y fijar la atención de un espectador más proclive a admirar los elementos aparatosos que a calibrar la importancia del asunto.

Suave alegato a favor de la tolerancia

Porque se trata de una superproducción de evidentes aspiraciones comerciales, lastrada por su excesiva duración, por ciertas libertades en cuanto a la época y los personajes reales a los que se refiere y, sobre todo, por la incorporación de varias tramas secundarias en su mayoría superfluas, que entorpecen el discurrir de la narración. Junto a ello, sería justo destacar las excelentes interpretaciones de dos actores tan sólidos como Ben Kingsley, en el papel de Avicena, y Stellan Skarsgard, en el del barbero, que hacen palidecer a los más jóvenes Tom Payne, Emma Rigby y Olivier Martinez en sus tópicas encarnaciones de Rob, Rebeca y el sha, respectivamente.

Es cierto, por otra parte, que bajo el argumento global del filme late un suave alegato a favor de la tolerancia y contra los radicalismos de carácter religioso que durante siglos han tratado de impedir el desarrollo de las ciencias. Pero también hay que tener en cuenta un factor de contexto tan importante como el hecho de que cuando Noah Gordon escribió la novela, el radicalismo musulmán carecía del relieve internacional que iba a adquirir tras el ataque contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 y la posterior aparición de órganos extremadamente violentos como el llamado Estado Islámico. Esto hace que la crítica de la película a ese tipo de actitudes resulte hoy muy popular. Aunque no es difícil ver tras ella, por el papel positivo, tolerante e interesado en los avances científicos que se concede a la comunidad judía –presente ya en el texto original, pero no tan relevante como hoy–, una sutil apología del sionismo, tan discutible también en la actualidad por sus acciones contra quienes tienen más cerca. No hay que olvidar que las películas, y en especial las de ficción, adquieren uno o varios sentidos por la sustancia de lo que cuentan, pero también por las circunstancias espacio-temporales a las que se refieren y por los lugares y perspectivas desde donde están realizadas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.