Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Si en aquella ocasión Lilti describía con detalle y ciertas dosis de humor la vida en un hospital, aprovechando para realizar una crítica a las limitaciones de la sanidad pública en la Francia actual, ahora entona un emotivo, pero también atemperado elogio de esta otra forma de práctica de la Medicina, que considera en riesgo de extinción por la progresiva desertización de los pueblos pequeños, la concentración de la población en grandes núcleos y, de nuevo, la falta de atención de las instituciones a las necesidades de los ciudadanos que permanecen aislados en zonas cada vez más despobladas.
Para ello, centra su relato en dos figuras principales. Por un lado, el doctor Jean-Pierre Werner, que lleva muchos años dedicado a atender solícitamente, tanto en su modesta consulta como con frecuentes visitas domiciliarias, y en ocasiones a horas intempestivas por casos de urgencia, a los habitantes de numerosas granjas dispersas por una amplia comarca francesa. Y por otro, la recién llegada doctora Nathalie Delezia, que empezó algo tarde a estudiar la carrera y ha desempeñado su periodo de residencia en un hospital capitalino.
Desde el principio sabemos que la aparición de ésta obedece al hecho de que a Jean-Pierre se le acaba de detectar un incipiente tumor en el lóbulo temporal izquierdo del cerebro, y el amigo que lo diagnostica, pese a guardar estricta confidencialidad profesional, le ha exigido que descanse, enviando a Nathalie para ayudarle, aunque ella no conozca el auténtico motivo de su nuevo destino.
Así quedan esbozadas tres líneas argumentales cuyo desarrollo constituye el núcleo mismo de la película. Ante todo, el esfuerzo de Jean-Pierre para asumir su situación, a lo que parece negarse obstinadamente, en una reacción que se presenta como comprensible. Después, el rechazo que tanto él como la inmensa mayoría de los campesinos experimentan hacia la nueva doctora, que les parece incapaz de cumplir la misión que se le ha encomendado. Y en tercer lugar, el lento y trabajoso proceso de superación de esos rechazos tratando de convertirlos en aceptaciones de una realidad dada, con la correspondiente integración positiva de los implicados.
Pronto se observa que la negativa de Jean-Pierre a aceptar de buen grado la ayuda que le ofrece Nathalie tiene mucho que ver con el rechazo de su propia enfermedad, aspecto que el filme presenta con notable sensibilidad, incluso en los momentos en que se enfrentan entre ellos abiertamente, a propósito de uno de los temas que para él resultan fundamentales en su concepción de la Medicina: el derecho de cualquier enfermo y, de modo especial, el de un anciano desahuciado, a morir en su propia casa, y no en el ambiente frío e impersonal de un centro hospitalario. Que está relacionado, a su vez, con el derecho a una muerte digna, aunque planteado sin aspavientos ni afán de impartir mensajes demasiado obvios. Como queda de manifiesto, por ejemplo, en las discusiones del doctor con el alcalde de la cabecera de comarca, personalmente empeñado en la construcción de un centro de salud en la zona y que para los especialistas tiene más de ocasión para la especulación inmobiliaria que de solución de los problemas sanitarios de los vecinos.
Con todo, ya cerca del final, el protagonista no se privará de exponer algunas reflexiones sobre el sentido de su trabajo, que es a todas luces el del director, afirmando, entre otras cosas, que «los médicos tratamos de reparar los fallos de la naturaleza…, y al final perdemos siempre».
Pero Thomas Lilti plantea su relato desde la discreción y la delicadeza a propósito de los muchos asuntos que aborda. Y lo hace con una narración fragmentada, a modo de pinceladas que, en conjunto, describen perfectamente tanto el medio en que se desenvuelven los personajes como las características de su trabajo. Constantes recorridos en coche, con gran frecuencia de noche, hilvanan los distintos encuentros con enfermos y sus familiares, dispuestos a acoger a su médico de toda la vida y reticentes al principio a la hora de someterse a los cuidados de la nueva facultativa.
También es cierto que para materializar esos hechos y su progresiva evolución, el guion se pierde a veces en escenas que, más allá de lo evidente, aportan poco a una historia apasionante en sí misma y que no necesita adornos de ningún tipo. Ocurre con el pintoresco festival de música ‘country’, o con la gura del joven discapacitado que vive obsesionado con la Primera Guerra Mundial. Uno y otra tratan de expresar la progresiva aceptación colectiva e individual, respectivamente, de los protagonistas en el medio en que se desenvuelven, pero suena demasiado a postizo, a añadido de guion para dar mayor concreción y explicitud a una dimensión del relato que ya ha quedado suficientemente aclarada.
Con todo, este nuevo trabajo del médico cineasta francés, basado en sus experiencias personales, como ya lo estuviera el anterior, constituye al mismo tiempo un canto encendido a una forma particular de ejercicio de la Medicina, que puede estar en vías de extinción, y un lamento crítico de las circunstancias que están haciendo posible ese declive quizás inexorable.
Frente al mérito indiscutible a la hora de materializar esas posturas en una narración cinematográfica más que aceptable, exenta de alardes audiovisuales y basada a todas luces en la convicción y la voluntad de contribuir a que mejoren esas condiciones, promoviendo la reflexión serena sobre el problema, sería absurdo poner reparos a una película que debería ser vista por todos: por los profesionales de la Medicina, que tendrán sus propias opiniones bien fundadas sobre los problemas que en ella se plantean, y por el público en general, que aprenderá muchas cosas sobre un asunto que, a la larga, acabará afectando de un modo u otro a todas nuestras sociedades teóricamente desarrolladas.
Merece la pena destacar, por último, la excelente aportación de los actores principales del filme: François Cluzet, con una amplia trayectoria en el cine francés, pero muy conocido entre nosotros, sobre todo por su interpretación del tetrapléjico Philippe en ‘Intocable’ (‘Intouchables’, 2011), de Olivier Nakache y Éric Toledano, y Marianne Denicourt, que ya desempeñaba con eficacia un notable papel en la citada ‘Hipócrates’.
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