Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)
Tradicionalmente, hemos explicado la fisiología del gusto considerando que los seres humanos somos capaces de distinguir cuatro sabores básicos: amargo, salado, agrio (o ácido) y dulce. Una persona puede llegar a percibir cientos de sabores distintos, desde luego, pero todos ellos se consideraban combinaciones de los cuatro sabores básicos, del mismo modo que la amplia paleta cromática que percibimos con la vista es el resultado de múltiples combinaciones de tres únicos colores primarios: rojo, verde y azul. Cada uno de los sabores básicos obedece a un determinado tipo de sustancia química, que actúa sobre receptores gustativos específicos. El sabor agrio, por ejemplo, está generado por iones de hidrógeno, mientras que el sabor salado obedece a diversas sales que contienen iones de sodio.
Así se creía, al menos, hasta hace poco más de un siglo, cuando Kikunae Ikeda (18641936) catedrático de química en la Universidad Imperial de Tokio, empezó a investigar un sabor muy característico de la gastronomía oriental —presente, por ejemplo, en las algas marinas y en la salsa de soja—, pero tan suave que a menudo se veía eclipsado por otros más fuertes, hasta el punto de haber pasado inadvertido al paladar occidental.
Ikeda sabía que el caldo de un alga marina preparado de forma tradicional en la cocina japonesa era especialmente rico en este sabor hasta entonces desconocido, y se propuso aislar la sustancia química responsable mediante un procedimiento de extracción a partir de enormes cantidades de ese caldo. De este modo, logró aislar la molécula responsable en 1908, que resultó ser un aminoácido —el ácido glutámico—, e inventó y patentó un método para obtener industrialmente cristales puros de glutamato monosódico. Y bautizó su peculiar gusto distintivo con el nombre de umami, palabra japonesa que significa ‘sabroso’ o ‘gustoso’.
En febrero del año 2000, la prestigiosa revista Nature Neuroscience publicó un descubrimiento espectacular, acogido por la comunidad científica internacional como la prueba definitiva de este quinto sabor básico. Un grupo de científicos de la Universidad de Miami había identificado en la lengua de las ratas —animales de percepción gustativa muy semejante a la de los seres humanos— una molécula, mGluR4, que actúa como receptor gustativo específico para el glutamato monosódico.
Quedó así científicamente demostrada la existencia del umami, un sabor especialmente llamativo en los guisos de la cocina asiática, pero también en otros alimentos muy ricos en glutamatos; entre ellos, algunos tan occidentales como los espárragos, los tomates, el queso y los caldos de carne. Se explica ahora bien que en la gastronomía de numerosas culturas se hayan considerado especialmente sabrosos los alimentos de fuerte umami, como sucede con el queso parmesano en Italia o, en España, con nuestros exquisitos jamones ibéricos de Guijuelo.
Imaginemos la siguiente escena: un paciente llega al hospital con un cólico nefrítico, revolcándose de dolor en la camilla, con las facciones desencajadas, pálido y cubierto de un sudor frío, sin apenas resuello para poder casi ni hablar. Y el residente de guardia anota flemático en su hoja de urgencias: «el paciente acude con un dolor exquisito». Póngase el lector en el lugar del paciente, y dígame sinceramente si no es como para levantarse de la camilla —con dolor y todo— y dar de bofetadas al mediquillo.
Cuando visitamos una casa amueblada con elegancia y discreción, rica y acertadamente decorada, con una madona renacentista en el rincón que es una verdadera pieza de museo, diremos del dueño que es una persona de un gusto exquisito (y también de mucho dinero, claro). Exquisitos pueden ser también los guisos que nos sirven en un restaurante francés à la mode; pero, hombre, ¿exquisito un dolor?
Pues así son los extranjeros, que llaman exquisite pain o douleur exquisite a los dolores intensísimos, como el cólico nefrítico del ejemplo, los dolores del parto, un lumbago de aquí te espero o un dolor de oídos. La palabra exquisite debería traducirse en estos casos, claro está, por ‘agudo’, ‘agudísimo’, ‘intenso’, ‘muy vivo’, ‘insufrible’, ‘intolerable’ o cualquier otro calificativo por el estilo.
Parecidas consideraciones cabe hacer, por supuesto, en relación con el adverbio exquisitely, que no expresa relación con un gusto exquisito, sino que se usa en inglés como intensi ficador con el sentido de ‘muy’ o ‘sumamente’. Ellos dirán, por ejemplo, exquisitely painful donde nosotros diríamos que algo es «sumamente doloroso»; o dirán the elderly are exquisitely vulnerable donde nosotros diríamos «los ancianos son sumamente vulnerables».
La primera vez que oí esta palabra fue hace ya unos cuantos años, en boca del dermatólogo argentino Damián Vázquez, y en referencia a una enfermedad de elevada prevalencia entre médicos. El nombre me pareció pintiparado, puesto que esta dolencia, extraordinariamente contagiosa por vía adulatoria, se caracteriza por una elevación desmesurada de la concentración sanguínea de ese bronce especial de que están hechas las estatuas que se erigen a los próceres, en perdurable homenaje a la soberbia y la arrogancia humanas.
Aun siendo el mal de distribución universal, entiendo que el neologismo que le da nombre se usa con especial frecuencia en la Argentina, a juzgar por la magistral descripción que de la broncemia hizo el cirujano argentino Francisco Occhiuzzi en TEDX Córdoba 2011: «La broncemia: una enfermedad de la medicina moderna» <http://tedxcordoba.com.ar/francisco-occhiuzzi/>. En esta charla de apenas 15 minutos, nos habla Occhiuzzi de las dos etapas esenciales de la broncemia (la incipiente o importantitis y la avanzada o inmortalitis), y de los principales síntomas característicos de los broncémicos: diarrea mental, hipoacusia interlocutoria y reflejo cefalocaudal.
El antídoto, en cualquier caso, no parece demasiado complicado, y sé de unos cuantos médicos que lo utilizan: una buena dosis de sencillez, vacuna triple de humildad y ejercicio constante de empatía con el dolor y el sufrimiento ajenos.
Deja una respuesta