Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ
No alarmarse amigos que esto no va de filosofías. Va delo que, a la postre, el sentido común empieza y acaba siendo la regla de oro de la lógica aristotélica. Una regla sutil impresa en el alma como base de la lucidez. La que permite intuir lo obvio; y, en consecuencia, tras encadenar series de razonamientos deducidos, llegar a comprender lo complicado. Es edificante el verso de García Lorca (víctima del sentido propio de un autarca) en el que uno de sus personajes medita: “la luz del entendimiento me hace ser muy comedido…” Las luces de Aristóteles, las luces que comparten todos los humanos no tarados, son esas luces del entendimiento, es decir, las luces del discurso entre las personas que conocen los códigos del lenguaje.
Cuando el Sumo (que es más listo que Fraga) creó al hombre [lo de la mujer vendría luego], estructuró el cerebro del recién creado como una máquina perfecta capaz de pensar, de razonar y de entender. Y, antes de que esas capacidades madurasen con el aprendizaje y la experiencia, el Creador obsequió a la humanidad, para ayuda en su andadura incipiente, con el recurso infalible del sentido común. Lo que, siglos más tarde, hizo Aristóteles, fue reglamentar en forma de silogismos la dialéctica del sentido común, o, en otras palabras, formalizarla lógica aplastante de la obviedad.
Si la línea del razonamiento que pauta el sentido común se aplica a datos, hechos o proposiciones ciertas, al hacer coincidir lo obvio con lo evidente, llega a conclusiones incuestionables. Y no cabe (por absurdo) sacar conclusiones enfrentadas con la lógica de lo razonable. Eso sería como contradecir los designios del Creador que programó el software del cerebro humano. Algo a lo que, aunque parezca mentira, recurren algunas religiones cuando hacen primar los intereses del César a los intereses de Dios. [Lo que desconcierta es que los pensadores de la ya tambaleante postmodernidad den por finiquitada la lógica aristotélica y se burlen de la joya nemotécnica que, en mis años mozos aseguraba el entendimiento de los diferentes tipos de silogismo con aquella letanía: bárbara, celare, darii, ferio… etc., etc. Y así, pasa lo que pasa.]. Pero, a pesar de todo, lo que deja en pura anécdota las veleidades de la postmodernidad es la pervivencia del sentido común en los humanos -ateos o religiosos- de todos los tiempos: en los que alentaron entre la Creación y Aristóteles; en los que vivieron en los siglos que median entre éste y la llegada de Cristo; y en los que, resucitado el Salvador, han seguido poblando el mundo hasta nuestros días. En todo caso, el sentido común, improntado por Yahvé en el genoma del primer ser humano, es atributo de todos los luego dispersos (muchos inconexos) por toda la superficie de la Tierra. El misterio es si el obrar según los dictados del sentido común bastó para haberse salvado (o basta ahora para salvarse), a las incontables legiones de seres pensantes que -marcados por el pecado original- no tuvieron, o no tienen hoy (sin que dependa de ellos) acceso a la gracia santificante que alumbra la luz de la fe católica. Pero esta es harina de costal distinto del de las luces de Aristóteles. Tiempo habrá para reflexionar sobre ello. Por ahora, baste como resumen de todo lo antedicho el convencimiento de que el sentido común es la más fecunda de todas las obviedades; de que éste sería, de haber un solo tópico, el verdaderamente lúcido.
Los silogismos aristotélicos más simples de la estrategia del sentido común responden esencialmente a consideraciones comparativas. Unas veces cuantitativas (comparando magnitudes) y otras cualitativas (comparando otros aspectos; y entre ellos los que tienen que ver con la ética de las conductas). Es tópico lo de que todas las comparaciones son odiosas. ¡Mentira! Lo son sólo para quien resulta trasquilado tras la dialéctica del silogismo. No hace falta ser registrador de la propiedad para entender que el pilón de una fuente cuyo orificio de desagüe es de diámetro mayor que el del caño no rebosará nunca; o que si José Luis supera en talla a Mariano, que es más alto que José María, éste, a su vez, será más bajo que José Luis. En ambos casos, la conclusión es obvia. Pues bien, de este tipo de dificultad de entendimiento -que resuelve el sentido común de un niño con uso de razón- son las refriegas entre el Gobierno y la Oposición a propósito del afán del Presidente en su intento de acabar, de una vez por todas, con la violencia asesina de ETA; o el rifirrafe entre el Ejecutivo y la Conferencia Episcopal a cuenta de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Por razones de espacio, voy a ceñirme hoy al primer tema. Machaconamente, los miembros del PP y sus columnistas y locutores mediáticos insisten en el ataque diario al proceder de Zapatero en relación con el problema vasco. Yo, conservador pero poco -el progresismo no deja de ser una hermosa utopía- martilleo a mi vez en la defensa de lo fácilmente defendible; y recurro para ello alarma incruenta del sentido común. Seguro de que nada convencerá a la obstinación interesada. Aunque, digo yo, algún sensato habrá entre los miembros del PP. Veamos: si es cierto que el consenso dialogante entre bandos asesinos enfrentados consiguió la paz en el Ulster; y no es menos cierto que en 1997 lo intentó (sin éxito) Aznar cediendo en lo cedible (el traslado de presos etarras a Euskadi), ¿cómo no entender lo razonable de la misma reciente pretensión de Zapatero? Aunque, eso sí, también cediendo en lo cedible (léase casos de Otegui o de Juana Chaos y lindezas como la de cohonestar al ANV); y más contando con que, durante esta última mal llamada tregua, las fuerzas del orden siguieron capturando terroristas…
Pues bien, teniendo en cuenta lo antedicho, una vez que ETA rompió el alto el fuego convencida de que no arrancaría al Gobierno ninguna concesión anticonstitucional, se necesita ser no sólo cerrado de mollera sino malvado para propalar el supuesto contubernio entre el Presidente y la banda asesina para romper España. Y ser más que malvado para aventurar (como aventuró Rajoy) que la actual y exitosa detención de etarras sólo puede deberse a un milagro. Que no frivolice con los milagros. Un milagro fue que los ocupantes de cierto autogiro saliesen ilesos. Y nadie frivolizó con la noticia. Aires de milagro tuvo la designación que, con dedo autocrático, hizo Aznar de su sucesor. Son misterios que, como tantos otros, terminan trayendo su cola.
Mucho me temo que el que el problema vasco (como ocurrió con el del Ulster) llegue a tener un final pactado, pasará por que los bandos en liza brinden con sendas copas llenas de los gargajos del contrario…Y lo que es peor, que, en nuestro caso, la espera será más larga. De ello se encargarán los ciegos a las luces de Aristóteles.
Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina
Miles de alumnos de Educación Infantil, Primaria, Secundaria y Bachillerato, han vuelto a las aulas tras las vacaciones de verano. ¿Cuál es el nuevo varapalo de la OCDE en nuestro sistema educativo? Ocupamos, según las estadísticas, el tercer lugar en el mundo… por la cola en el porcentaje de alumnos que acaban la E.S.O., y sólo superamos a Brasil, Turquía y Méjico. Asimismo, presentamos una tasa de repetición del 28,6 %, mientras que la media se sitúa en el 13,4 %.
Desde hace años en muchos países -pero sobre todo en España- el sistema de Educación se ha descarriado. Ignoramos si, con los mejores deseos, se debe a los continuos cambios políticos que originan una pluralidad de orientaciones educativas, plasmadas en diferentes leyes los que originan avances en direcciones equivocadas. Los niños, los adolescentes, los jóvenes, reciben en las escuelas, en los institutos, en las Universidades, unos conocimientos desarraigados y sin base. La enseñanza inexplicablemente ha abandonado el tronco y se ha ido por las ramas.
En nuestra opinión, los depositarios del saber general, del saber anticipado, acabarán por convertirse en minusválidos. Me temo, pues, que a ese ritmo, el hombre sepa aquí cada día menos del hombre, lo cual no deja de ser un suicidio.
En la Edad Media, los escolares estudiaban el Trivium y el Cuadrivium. El primero era el conjunto de las tres artes liberales relativas a la elocuencia: gramática, retórica y dialéctica. El segundo, el conjunto de las cuatro artes matemáticas: la aritmética y la geometría, la música y la astrología, que comprendía la astronomía. Se trataba de formar un hombre íntegro; un hombre que se expresara con soltura y cuyo contenido no fuera superficial.
¿Cómo se expresan hoy los muchachos? Con un mínimo vocabulario intercambiable, casi siempre balbuceante. Con un sobrecogedor desinterés por la precisión, la propiedad y la pureza verbales. No es que desconozcan ya el griego y el latín, sino que no saben ya ni nuestro propio idioma.
El humanismo, con la mirada admirativa vuelta a las culturas clásicas, proclamó su fe en el progreso y se negó a extirparle al hombre ninguna de sus misteriosas facultades en beneficio de otra. El hombre es un ser compuesto y complicado, imposible de despiezar. Dice: “Yo mejoro. Yo progreso”. Y dice yo en primer lugar. Ningún hombre podrá decir con razón yo si no se conoce, como persona y como individuo de su especie. Para el hombre avanzar y progresar es acercarse a sí mismo.
Pero si las graduaciones y bachilleratos se dedican en exclusiva a cubrir puestos de trabajo, y no hay puestos de trabajo, estamos perdiendo el tiempo: cubrimos puestos de jóvenes parados en vez de aprovechar el paro para crear un nuevo modelo de joven culto, que sería un lujo en nuestro adocenado mundo aséptico. Además no sabemos ya si cogeremos el “tren de la tecnología”, o será el tren el que nos coja a nosotros. Ni sabemos quién se montará en ese tren.
No hay humanos auténticos sin humanidades. Sin ellas, ¿quién guiará a los guías? ¿Quién nos dispondrá para la percepción del sentido probable de la vida, para la explicación del mundo, la generosidad y el sentimiento?
Progresar, ¿hacia dónde, con qué fin, renunciando a qué? Pongámonos de acuerdo antes los ciudadanos en qué es de veras lo deseable. Hay que ensanchar la vida, no estrecharla.
El hombre ideal de hoy no será el de la antigüedad clásica ni sus humanidades: estará por encima, con lo cual será aún mayor el error de alejar de su estudio a los jóvenes. Porque las humanidades de hoy son ni más ni menos que las de ayer, pero ampliadas y modernizadas. Si no se avanza recordando, se tropieza. Tengamos siempre presente que ningún proyecto se puede construir sobre el olvido, ni sobre la ignorancia, ni sobre el menosprecio.
Al comienzo de un curso nuevo hay que decirles a los alumnos que el hombre nunca es nuevo del todo. Y, por desgracia, tampoco son nuevos su engreimiento y su torpeza.
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