Sobre las lenguas, por lo que valen / Los niños índigos

Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ

Sobre las lenguas, por lo que valen

Aunque no es fácil que lo logre, voy a intentar dejar de lado, durante algunas semanas, artículos que tengan que ver con la política. Mi relatar las cosas tan a las claras, sin tapujos, para que muchos las entiendan (y vaya si las entienden discrepando), me viene trayendo disgustos: me ponen malas caras los buenos amigos de siempre, algunos conocidos cambian de acera para evitar encuentros enojosos, incluso noto más frialdad en el trato con familiares. Vamos, que no me divierte.

Hasta he recibido una carta anónima, por fortuna todavía no amenazante, algo que no me había ocurrido en toda mi ya muy larga vida. Parece que el lenguaje -por lo que valen las palabras- no sólo posibilita el entendimiento entre las personas sino también su desentendimiento. Con lo que ello conlleva de posibles lamentables consecuencias. El actual encono de quienes en España hablan lenguajes políticos confrontados es tan arriscado, tan virulento y, sobre todo tan mendaz, que ya cabe esperar cualquier desatino.

En las desavenencias de quienes discuten hablando en una misma lengua, se empieza con miradas airadas, se pasa luego muchas veces a los gritos, y se acaba de la peor de las maneras. Sirva de ejemplo el cómo están rodando los acontecimientos tras la secuencia de hechos coherentes que anoté en mi último artículo.

Y es que a cualquiera le escuece que le demuestren (y más si es con la cortante precisión irrefutable de un teorema) que los fundamentos de sus creencias religiosas o políticas no son tan sólidos como él supone. Que ¡ay! frecuentemente, sus valores se asientan sobre la endeblez de la duda.

Cuando pienso en la duda y lo dudoso, y mezclo esos pensamientos con los que se me agolparon tras asistir a la presentación del muy interesante libro ¿Eva o María? Ser mujer en la época isabelina del que es autora la historiadora francesa Colette Rabaté, acabo persuadido de que, en todas las diferentes lenguas en que se expresan las naciones (valga por lo que valga la que sea) es unánime el fariseísmo, o si queréis la hipocresía, en la consideración de la mujer como una clase dentro de las clases. Y tuve entonces la suerte de que, al respecto, me vino a la memoria un olvidado sucedido de principios del siglo pasado que ilustra, a la perfección, lo que acabo de decir. Una tarde noche de no importa qué día de qué mes, un salmantino de conocida vida disipada, cuyo nombre callaré, llegaba al Casino con dos reales mozas (una colgando de cada brazo) que llamaban la atención. Generosas de redondeces, pintadas hasta la exageración, con unos escotes que se asomaban al abismo…, en fin, creo que me entendéis. Por supuesto, el portero se mantenía inflexible sin dejar que el trío entrase en el local. Pero ¿cómo? protestaba nuestro hombre… si yo soy socio del Casino desde hace medio siglo… Lo que Vd. diga, replicaba el portero, pero tengo orden de impedir el paso a mujeres dudosas. ¿Dudosas? gritó el socio seguro de lo que decía; de dudosas nada: estas son, tan cierto como que Vd. es el portero, dos putas redomadas; con su carné que le pueden enseñar, en el que consta que acaban de pasar la revisión de venéreas… ¿cómo que dudosas?… dudosas las que están ahí dentro.

Y tenía toda la razón. La verdad es que la hipócrita trama real de este divertido suceso se viene repitiendo, desde el principio de los siglos, en todas las sociedades del ancho mundo. Y es narrada en relatos (que no son de ficción, sino ciertos), en las mil lenguas habladas por la humanidad. Durante mi juventud lo pude comprobar leyendo la Comedie humaine con la que aprendí francés; y, en los últimos años, en mis contactos con el catalán (que, ahora, algunos pretenden que, en sus regiones, sustituya al español).

La historia de mis relaciones con la lengua catalana no es una historia frívola; es una historia de vivencias. Cualquiera que me siga se habrá percatado de mi interés por el lenguaje en general (que se remonta a la adolescencia). Entonces, tras leer frases catalanas como: Per tot aixó, el present treball és bàsicament una obrade síntesi a partir de tots els studis publicats anteriorment sobre Guillem Sagrera, que traducida al castellano sería: “Por todo eso, el presente trabajo es básicamente una obra de síntesis a partir de todos los estudios publicados sobre Guillermo Sagrera”, llegué (ignorante de mí) al convencimiento de que el catalán era un dialecto del castellano. Tardé en salir del error (aunque me quedan resabios), y lo logré a lo largo del curso 1949-50 que pasé en Barcelona, especializándome junto a Juan Puig Sureda (considerado entonces el mejor cirujano de España) y haciendo a la vez mi doctorado en Medicina y Cirugía. Aquellos años en los que un fresco general procedente del noroeste dominaba en toda la península fueron decisivos en mi vida. No sólo aprendí lo suficiente de su lengua, sino que conocí, desde dentro, a catalanes de todas las clases sociales. A los de las privilegiadas, por el matrimonio de mi concuñado salmantino Román Matías Polo con M.ª Teresa Riu, hija de D. Víctor, presidente de Carburos Metálicos, la estrella, entonces, de la Bolsa. Pude así alternar en su torre de Pedralbes con lo más selecto de la alta burguesía barcelonesa.

En las antípodas sociales, me moví entre las clases bajas, porque mi compañero de colegio en Salamanca y amigo íntimo de parranda en Barcelona, Joaquín Bóigues Iglesias, aunque licenciado en químicas, era en Cataluña inspector de la policía secreta. Con él entré (¡y gratis!) en todos los tugurios del lumpen barcelonés, diseminados en los aledaños de El Paralelo. [En El Molino de sus mejores años conocí, ya decadente, a la famosa Bella Dorita]. ¡Qué novela podría escribir sobre mis andanzas de esa época entre pobres de solemnidad, quinquis, mecheros y delincuentes de variado pelaje!…

Pero, la mayor parte de mi tiempo en la gran ciudad la pasé en un piso de la calle del Rosellón -esquina al Paseo de San Juan- conviviendo como pupilo con una familia de la clase media: la que patroneaba la viuda de Roca, Dª Mercedes; junto a su hija soltera Manolita, (ambas catalanas de pro), y Aurelio, un hombrón asturiano (la mejor persona con quien pude dar). Todos compartíamos casa, luz, baño (sólo uno) y comida.

Allí sí que me empapé de catalán; porque madre e hija lo hablaban siempre. Y nosotros, como aprenden los niños cualquier idioma, teníamos la sensación de aprenderlo sin estudiarlo; al puro oído, por simple asimilación progresiva de la que ni nos dábamos cuenta. Luego, la práctica fuera de casa (en el Hospital o la Universidad) era obligada. Porque, en la calle, en las tiendas y en los locales de esparcimiento, todo el mundo hablaba catalán. Pero ¡ojo! también todo el mundo conocía el castellano a la perfección. Y el castellano era, es claro, desde Felipe V la lengua de la administración. Buen regalo les hizo el primer Borbón sin impedir que hablasen su lengua propia…

Al dejar Cataluña, imprevisibles azares de mi vivir me han seguido (y me siguen) atando a la lengua de los païssos catalans. Aparte de los amigos que allí dejé, hoy por hoy, mi primogénito es médico en Altéa (Alicante); la menor de mis hijas trabaja en Náquera (Valencia) y allí ha nacido y vive mi nieta más pequeña; como han nacido y viven en Palma de Mallorca otras dos nietas, hijas de mi hija mayor. Y, por si eso fuera poco, desde hace un año está también en Palma el benjamín de mi prole. Cuando, apuntando la noche, suena el teléfono, raro es el día en el que no tengo ocasión de parlotear un ratito en catalán, mallorquín o valenciano (la misma lengua). [En la intimidad, claro]. Así que si patino o renqueo en lo que a continuación se me ocurra decir sobre catalán y catalanes, no será por falta de fundamento. Aunque tal vez pueda ser por exceso de presunción.

El caso es que después de contemplar el burdo espectáculo que montó Carod Rovira en su oportunidad de explicarse ante los televidentes españoles en el programa “Tengo una pregunta para Vd.”, llegué a la conclusión de que hay tres clases de catalanes: 1) los catalanes como Dios manda (lo que no deja de ser una forma de hablar que regocijará a quienes entre ellos se cuenten); 2) los catalanes que lo son como mandaba Tarradellas; y 3) los catalanes como Carod [o ¿es Pérez? como afirman y cuelgan en Internet algunos maliciosos, no sé sobre qué base]. Lo que sí sé es que su nombre de pila, -en el castellano que escribo y en el que se hablaba en aquel debate- es José Luis. Aunque él respondió con airada grosería (exigiendo ser llamado Josep Lluís), al pacífico joven que, sin saber catalán, hacía uso de su turno de pregunta. Y mucho me temo que José Luis se llame, (y Pérez sea su apellido) a tenor de lo que, con mucha probabilidad, debe figurar en su D.N.I. (aún vigente en las autonomías). Y estoque digo (¡no aseguro!), sí que lo digo con fundamento. Pues, si así no fuera, ustedes me dirán cómo se explica que nuestro hombre, que parece listo y además es filólogo, intentando probar que se llama y apellida como él dice, no esgrimió su D.N.I., sino su cartilla de la Seguridad Social Comunitaria. Eso sonaba a trampa. Y lo vio y oyó todo el mundo.

Nada justifica la prepotencia y los malos modos en un debate entre personas civilizadas. Y ¿Por qué será que el pueril aldeanismo de los nacionalistas independentistas es más agresivo en aquellos (maquetos o charnegos) cuyos apellidos son precisamente Pérez, López o así?  Ellos son también los peores etarras.

Volviendo a las lenguas por lo que valen, a mi juicio, en la práctica, lo que cuenta es su difusión o uso en el mundo y la mayor o menor facilidad para su aprendizaje por los políglotas. Lo que hace que haya lenguas de primera, lenguas de segunda, y dialectos. Vamos, que entre el castellano y el catalán (idiomas a cuál más digno) todavía hay clases. Tal y como ocurre entre el inglés y el irlandés o entre el árabe y el malgache -por citar dos casos-. De las lenguas hispanas, el castellano es hablado por 500 millones de personas y el catalán por no llega a cinco millones. Pero, el castellano, con sólo cinco vocales rotundas y sin matices, y con 20 consonantes de pronunciación uniforme, es, probablemente, la lengua más fácil de aprender de todas las que hay en oferta. En cambio, el catalán, como ocurre con el inglés, tiene un montón de semivocales y vocales que hacen ardua la expresión de su fonética. Por ejemplo, la locución castellana “dios debe diez” se escribiría en catalán: “deu deu deu”. Sólo discriminable en la lengua hablada por los distintos matices prosódicos de la e. Un aprendiz del catalán que, en su intento de lograrlo, quisiese acogerse a la pronunciación figurada, tendría que emitir un trío de sonidos que, ciertamente, apenas se parecería a lo correcto. Tal que así: “déu dau deeu” [la primera e, casi igual a la castellana; la segunda, con un cierto toque de a; y la tercera, abierta, parecida a la e de “miel”]. Un dificilísimo barullo que sólo se puede aprender de viva voz.

En conclusión, que si en una supuesta futura nación catalana independiente (para algunos deseable y en principio no imposible), los gestores de la política lingüística cayesen en el para mí gran error de eliminar el castellano como lengua del nuevo estado, (de forma que, al cabo de los años todos hablases sólo catalán), habrían hecho un pan como unas hostias; o, dicho en román paladino: es como si se hubieran comido las hojas en vez del rábano. Y los pocos privilegiados bilingües (como los de mi estirpe) que quedasen, se refocilarían para sus adentros comentando felices: “Quina sort per nosaltres i quin desastre perels altres”, o, dicho en su otra lengua, ¡qué suerte para nosotros y qué desastre para los otros!


Los niños índigos

Una raza humana, más sensible y democrática, menos autoritaria y manipuladora, ya comienza a poblar el planeta. Se trata de seres especiales aunque tan terrenales como sus padres. Sólo que, a diferencia de estos, traen consigo la tarea de propulsar cambios en la humanidad.

Bautizados como niños índigos, estos niños tienen la capacidad de ver más allá de los espectros de la luz, escuchar todo tipo de sonidos, incluso su propio fluido sanguíneo y denotan una destacada hipersensibilidad táctil.

Los niños índigos, como su nombre sugiere, no son niños azules, sino que se les denomina así porque su aura, o campo energético, tiende a reflejarse dentro de los colores añiles, azules, manifestando la utilización de centros energéticos superiores, asegura María Dolores Paoli, especialista en Psicoespiritualidad.

Por esto se les adjudican grandes dosis de intuición, que se demuestran en el desarrollo de la telepatía, cualidades para predecir el futuro y hasta reconocer la presencia de seres etéreos como hadas y duendes a su alrededor. Además, algunos menores llegan al mundo con el don de la sanación. A juicio de la especialista, estos niños llegan al planeta con la misión de aumentar el momento vibratorio y poseen mejores condiciones biológicas para manejar las impurezas creadas por el hombre, incluso un potencial cambio de su ADN. 

Científicamente se tiene confirmación del cambio que aportan estos niños, manifestándose en la activación de 4 códigos más en el ADN. Los humanos tenemos 20 de estos códigos activados que proporcionan toda la información genética. Exceptuando 3 códigos, que son como si fuese una computadora.

Hasta ahora la ciencia ha considerado a estos códigos desactivados con programas remotos que hoy en día no necesitamos. Pero aparentemente los niños índigos nacen con un potencial de activación de cuatro códigos más, que se denota en un claro fortalecimiento del sistema inmunológico.

Esto ha quedado demostrado en estudios realizados en la Universidad de California (UCLA). Algunos de estos experimentos han consistido en mezclar células de “Niños Índigos” con dosis letales de virus de SIDA y con células cancerosas, que no tuvieron efecto alguno en las células de los infantes.

“La conclusión es que estos pequeños vienen con un sistema inmunológico fortalecido, manifestando inmunidad a las enfermedades”.

Para la especialista, los niños índigos (término reconocido a nivel internacional) nacen en cualquier clase socioeconómica y se caracterizan, básicamente, por poseer un nuevo estado de conciencia.

Sin embargo, destaca Paoli, ciertos rasgos físicos distinguen a los niños azulados del nuevo mundo. Son más delgados, tienen ojos grandes, ligeramente abultado el lóbulo central, por lo general zurdos o ambidiestros. Comen poco, e incluso, algunos son vegetarianos por no soportar la carne.

De acuerdo con algunos especialistas, los colegios y demás centros educativos, deben estar atentos para reconocer la presencia de niños índigos dentro de los centros escolares. A su juicio, estos particulares alumnos no funcionan con los métodos de enseñanza tradicionales. Por el contrario, “aprenden de forma reflexiva y participativa, más no mediante la memorización. Por ello no extraña que a muchos de estos pequeños se les califique como niños problemas, ya que se dispersan con gran facilidad durante las clases”.

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