Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)
Poco después de llegado a las librerías, leí un curioso libro ilustrado: Medicinas prodigiosas, del óptico optometrista José Miguel Borja, publicado en noviembre de 2011 por Infova Ediciones en su colección «Holo Ensayo», y que consiste, básicamente, en una recopilación de anuncios antiguos sobre fármacos, remedios y productos sanitarios de finales del siglo XIX y principios del XX.
Dentro de la sección dedicada a los curalotodos, en la página 55 se reproduce la fotografía de un antiguo frasco de farmacia con el rótulo «Sangre de dragón», y el autor del libro agrega un comentario burlón sobre el propietario de la farmacia: «El dragón fue siempre un animal emblemático en la literatura medieval; guardián de princesas y tesoros, o convertido en maligno para ser alanceado y vencido por San Jorge, el patrono de Alcoy […]. Cabe preguntarse qué propiedades terapéuticas tendría esta sangre de dragón para que el boticario don Cayetano García Castelló, prestigioso herbolario y meteorólogo, la conservara en este frasco de su farmacia». Se adivina entre líneas el sentimiento de superioridad de quien, con los conocimientos científicos actuales, contempla y juzga la ignorancia de todo un licenciado en farmacia que, apenas un siglo atrás, creía aún en supersticiones de cuentos de hadas.
Como en otras ocasiones, no obstante, me entran dudas de si mucho mayor que la ignorancia de los boticarios de antaño no será tal vez la ignorancia de los médicos de hogaño. Porque amén del mitológico dragón característico de la literatura fantástica –criatura voladora con forma de reptil que escupe fuego por la boca–, existen también otros muchos dragones, como el dragón heráldico, los aguerridos dragones de caballería y vistoso uniforme, o el dragón zodiacal chino. Tratándose de boticas, empero, parece lógico pensar antes que nada en el dragón o drago (Dracaena draco de los botánicos), símbolo natural de la isla de Tenerife y muy usado desde antiguo por sus propiedades medicinales. Especialmente su resina, que se vuelve intensamente roja en contacto con el aire y la valió el nombre de «sangre de dragón» por el que se la conoce desde hace siglos.
No tengo modo de saber qué despachaba exactamente en su botica don Cayetano García Castelló, pero posiblemente fuera resina de Dracaena (D. draco o D. cinnabari), resina de Croton (C. draconoides o C. draco), resina de Daemonorops draco o resina de Petrocarpus officinalis, que han sido las variedades más usadas de «sangre de dragón». El hecho de que los médicos de hoy no estudiemos nada de esto en la asignatura de farmacología, sin embargo, no justifica el pensar que nuestros colegas del siglo XIX creyeran a pie juntillas en dragones voladores. Desde bien antiguo, médicos y boticarios sabían perfectamente que esta «sangre de dragón» no era verdadera sangre, sino simple resina de drago. Bien claramente lo explicaba nuestro colega Andrés Laguna en su Pedacio Dioscórides Anazarbeo, acerca de la materia médica medicinal y de los venenos mortíferos (1555): «que vulgarmente se dize “sangre de drago en lágrima” puesto que no sea sangre, sino gomoso liquor de un arbol».
El método de coloración más empleado en histología es la tinción con hematoxilina (que tiñe las estructuras basófilas en tonos morados o violáceos) y eosina (que tiñe las estructuras acidófilas en tonos de color rosado).
El origen etimológico de la sonrosada eosina es divino: tomó su nombre de la diosa del alba en la mitología griega, Eos, quien con sus sonrosados dedos descorría cada mañana el negro manto de la noche y anunciaba la inminente venida de su hermano Helios.
Menos divino es el origen del nombre hematoxilina, que yo me atrevería a calificar de campechano. Campechano en el sentido más literal de la palabra, puesto que la hematoxilina nos llegó directamente desde la localidad mejicana de Campeche, en la península del Yucatán. Los naturales de Campeche,t ierra de vida placentera en el imaginario popular, destacaron tradicionalmente por su cordialidad y trato afable. Por eso, en todos los países de habla hispana llamamos ‘campechanos’ a quienes se comportan con llaneza y cordialidad, desdeñando formulismos y etiquetas.
Campeche gozó también de fama como lugar de origen del palo de Campeche o palo tinta, una leguminosa arbórea de hasta 6 metros de alto, utilizada desde antiguo como materia prima para un tinte rojo como la sangre, que se obtenía por decocción de su madera y se utilizaba para teñir vestidos. Cuando, en el siglo XVIII, Carlos Linneo tuvo que acuñar un nombre científico para el palo de Campeche, lo llamó «sangre de madera», pero en griego (hemato, sangre; xylon, madera): Haematoxylum campechianum.
El primero en utilizar la hematoxilina como colorante histológico fue, hacia 1880, el anatomista alemán Wilhelm Waldeyer, todavía hoy recordado por su descripción del anillo linfático de Waldeyer y por haber acuñado dos términos de enorme importancia en la medicina moderna: neurona y cromosoma.
Estoy seguro de que más de un lector habrá torcido el gesto nada más leer este título: el inglés médico puede ser ciertamente difícil en ocasiones, pero ¿number?, ¿qué tiene de difícil la palabra inglesa number? Number es ‘número’, ¿no?
Number es ‘número’, claro que sí, y no plantea dificultad ninguna… cuando funciona como sustantivo. Tampoco da muchos más problemas cuando funciona como verbo: to number, que significa ‘numerar’ o ‘contar’.
Pero es que en medicina podemos encontrar también number en función adjetiva, como comparativo de superioridad de numb (entumecido), muy usado para expresar la disminución de la sensibilidad y la movilidad en un miembro. Para indicar que siente la pierna izquierda más dormida que la derecha, por ejemplo, un paciente de lengua inglesa diría «my left leg is number than the right». Curioso, ¿verdad?
Y más curioso aún es que, en esta acepción adjetiva, la palabra number no se pronuncie en inglés al modo que estamos acostumbrados, /námber/ o /námba/, sino con la b muda; esto es, algo así como /námer/ o /náma/. ¿Es o no es difícil el inglés?
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