Por Germán Payo Losa
Director de Educahumor
Entré en clase. Un muchacho estaba comiendo pipas. Había cáscaras alrededor de su mesa. “No comáis pipas en clase. Aparecen cáscaras y nadie ha sido”, les digo a todos. “Yo no tiro las cáscaras al suelo”, salta una chica. “Yo las como sin cáscara”, tercia otra. “Doña X nos deja comer pipas”, añade otro. “Pero ¿a qué venís aquí: a clase o a comer? Hay que venir comidos”, insisto. “Así que al que vea comiendo pipas en el aula, lo voy a castigar”. “¡Pues no se salva ni uno!”, grita alguien desde el fondo.
Tratamos de educar desde la familia, la escuela, la sociedad en valores como el respeto, la autoestima, la responsabilidad, el tesón, la honestidad, la solidaridad, la inteligencia emocional, etc. La culpa aparece cuando hacemos algo mal, o daño a alguien, como señal interna que nos avisa para corregir o pedir perdón, y así lograr la aprobación de los demás. A veces insistimos para que tengan una moral, sin éxito. Fuera de la escuela influyen más. Leí en un chiste cuyo autor no recuerdo:
—Papá, ya sé lo que quiero ser de mayor: corrupto.
—¿En el sector público o en el privado? —pregunta el padre.
El sentido de culpa depende de la educación: aprobación o desaprobación de los padres, afecto recibido, la sociedad, la religión. “Yo con eso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión” (claro, como el muchacho de la clase decía: no se salva nadie). Y había que confesarse. “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Se recita en todas las misas. Algo nos habrá quedado de sentimiento de culpa, digo yo.
De pensamiento, palabra obra u omisión. Esto ya no se lo saltaba nadie. ¿Quién no ha tenido un mal pensamiento, ganas de partirle la cara a otro o la sensación agradable de ver el beso con el que acababan las películas de antes? Todo pecado.
Y si te morías en ese momento, ibas al infierno, y los sufrimientos allí eran pardos. “Coged una cerilla, encendedla, acercar el dedo, aguantad el dolor hasta que no podáis más”. Dos segundos y sufres tanto. Imagina toda la eternidad.
Oí que, en cuanto al sexo, la postura de la Iglesia se resume en una palabra: No. Recuerdo un dibujo, creo que era de Oscar, en el que el Papa Juan Pablo II decía: “No a los anticonceptivos; no al divorcio; no a las relaciones prematrimoniales; no a la homosexualidad; no a la masturbación. Sí a la libertad”.
Conocí a un hombre que me dijo: “Pero ¿qué culpa tengo yo si a mí me gustan los hombres, no las mujeres?”. En la película Las Sesiones, la protagonista, una terapeuta sexual, conesa a su paciente, católico: “Yo no me aparté de la Iglesia. La Iglesia se apartó de mí. A mí me gusta el sexo y a la Iglesia no”. Aunque –como muchas veces en la vida real– el cura católico anima y tranquiliza la conciencia del paciente que vive con un pulmón articial y no quiere morir sin haber tenido una relación sexual con una mujer, aunque estuviera soltero.
Mirada con los ojos de hoy, Amarcord, la película sobre la vida adolescente de Fellini, y aquella encantadora escena de las confesiones de malos pensamientos y tocamientos nos parece encantadora:
—Me he tocado. —¿Cuántas veces?… Ego te absolvo (yo te absuelvo) —expresa con ternura cómo la vida, en esas circunstancias, era efervescente y feliz, a pesar de la censura: “Il Duce a une collioni cosí –el Duce tiene unos cojones así–”, grita un espectador al paso del Duce, y los subtítulos traducían: “El Duce es un tío estupendo”.
El sentido de culpa nos avisa en forma de pensamientos de que algo hemos hecho mal, de acuerdo con ciertas normas, o de que hemos dañado a alguien. Algunos de forma sana: pido perdón y ya está o, con asertividad, asumo mis ideas, no las ajenas. Otros, de forma tóxica: doy vueltas y más vueltas a lo que pienso o siento, no paro, me obsesiono, me causa ansiedad o depresión. A veces me hacen sentir inferior, o pensar que soy mala persona, o anteponer siempre lo que quieren los demás a lo que deseo yo, o agradar siempre. Una autoestima fuerte nos ayuda a combatir estas ideas tóxicas.
El sentido de culpa no existe en personas con ausencia total de empatía, que llegan a estados patológicos. Hitler no tenía remordimiento por asesinar. Stalin tampoco.
¿Y el humor que pinta aquí? Poco, como en casi todo, pero hay una cuestión. Yo no puedo enfadarme y reírme a la vez. Yo no puedo estar triste y riéndome, no puedo estar dando vueltas a la cabeza a un problema y reírme. El humor nos ayuda a ver de otra manera, a reestructurar nuestro pensamiento y a reírnos de lo mal que estábamos; o a ser egoístas, en el sentido de adoptar nuestro propio sistema de valores, no otros impuestos desde fuera, por quien sea. Hoy hay más modelos de comportamiento posibles.
Podemos ver lo positivo de lo que nos sucede usando la fantasía, el absurdo. Estoy deprimido, pero no me ha caído un meteorito en la cabeza… aún. Tengo ganas de zumbarle, pero como no tengo un lanzamisiles, lo dejo para otro año. Es imbécil, pero pobre hombre, que se tiene que aguantar a sí mismo todo el día. Tengo malos pensamientos, pero sigo vivo. Cuando esté bajo tierra se me quitan. El secreto es tener la risa entrenada. Parezco un loro repitiendo, pero una risa se entrena riendo sin motivo, para usarla cuando la vida se pone cuesta arriba. ¿Cómo eres capaz de reírte de esto?. Porque no quiero volverme loco y, además, contribuye a mejorar mi salud. La risa es un desfibrilador del buen ánimo.
Por mi culpa, no. Por la tuya. Hay gente sin sentido de culpa que siempre echa la culpa a otro. Aquel que ríe en medio de los problemas es porque ha encontrado a alguien a quien cargarle el muerto.
“Yo no he sido”. En clase trataba de educar en asumir la responsabilidad de lo que se ha hecho con valentía, pero luego, en las noticias, de eso no existía nada en la vida real, y en los medios se despellejaban y echaban la culpa unos a otros siempre. Y cuando se descubrían las mentiras y quedaba claro: “Tú has robado”. “Y tú más”, era la respuesta. Y mentir era lo habitual. “Errar es humano, pero echar la culpa a los demás es más humano todavía” (Ch. Chaplin).
Reírnos de nuestro sentimiento de culpa puede ayudar a aliviarlo. Quererse y ser amable con uno mismo ayuda a ser flexible y tolerante con los errores, pues uno aprende de ellos. Una moral propia es una buena guía, pero conviene aceptar que hay personas con otra, y cambiante; como decía Groucho Marx: “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”.
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