Poderes / Ciencia, creencia y responsabilidad

Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ

Poderes

En su aspecto más simplista, el poder se identifica con el efecto (cuantificable) de las fuerzas físicas de la naturaleza; o, lo que es lo mismo, se mide por el resultado de las interacciones entre los elementos materiales del universo. Las responsables del orden sideral que conlleva la gravitación, el fuego, la luz, las distintas otras formas de energía…

Una vez aparecida, al final de la escala biológica, nuestra especie, el poder de su intelecto hace al hombre capaz de obtener ventajosas situaciones de privilegio no sólo frente al mundo ambiental circundante sino frente a los iguales a él con los que (como animal gregario que es) se asocia. En el organigrama social, cada privilegio de los mejor situados equivale a otras tantas modalidades de poder. En los tiempos más remotos, el individuo más poderoso de cada especie era el físicamente más fuerte. Pero cuando los homínidos dominaron el lenguaje, algunos de los pocos más sagaces conseguían engatusar cada vez a más de los de menos hasta terminar convenciendo a la mayoría. Cuentan así con el supremo de los poderes políticos, el numérico, fundamento de la democracia. [Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos; que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos] El poder de la fuerza bruta de que hacían gala los primitivos jefes de tribu fue sustituido por el poder de la inteligencia. Así nació la política que se afana en lograr el deseable y nunca alcanzado equilibrio en el bienestar de las clases sociales.

Desde muy pronto, los humanos, atemorizados por los signos mortíferos de la naturaleza (tempestades, terremotos, avalanchas, rayos destructores e incendiarios) vivían convencidos de que entes supremos omnipotentes, a los que acataban y adoraban (los dioses), regían sus destinos. Ello hace que el hecho religioso sea inseparable de las otras inquietudes sociales. Incluso ocurría (y ocurre) que, por un arcano que escapa a todo razonamiento, algunos encontraban también el modo de participar del poder de los mitos religiosos considerándose y obrando en consecuencia como representantes de los dioses en la tierra. En la jerarquización corporativa de poderosas instituciones eclesiales, muy trabadas con las políticas y sociales en las que se difunden, se basa su enorme influencia. [Todavía hoy, quien se toca con la corona de Inglaterra es el Jefe religioso supremo de la Iglesia Anglicana. Y no sólo es que se toque con una corona, es que toca (mejor aferra) el correspondiente poder] Otro tanto puede decirse del que controla el pequeño Estado Vaticano. 

Los poderes más deseables: profesionalidad, gestión feliz del ocio, cultura y creatividad.

Este esquema simplista de los poderes fundamentales político, social y religioso, pervive hoy en día. Décadas antes, coincidiendo con el brillante periodo de la Ilustración, dentro de lo que es el aparato de la política, se perfilaron y delimitaron (siempre en precario) los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Prueba de esa precariedad es que, hoy, la politización de la Justicia o la judicialización de la Política -tanto da- están al día. Resulta así que poderes que por un lado se interfieren, por otro se complementan.

Pero, al lado de esos poderes convencionales basados en la autoridad que prima en la organización jerárquica de las colectividades, cada vez se hace más relevante la eficacia arrolladora del poder tecnológico y la gratificante sutileza del poder personal que hace a alguien carismático. Desde el último tercio del siglo XIX el desarrollo de la ingeniería industrial ha sido exponencial hasta la eclosión de la informática como expresión del hoy más universal y difundido de los recursos operativos: el ciberpoder.

Con todo, tanto el PC como el resto de las complicadas mecanizaciones del hardware, no pasan se ser meras herramientas, incapaces de nada por sí solas; estériles sin la intervención de la mente y la mano del hombre. Por eso, a la postre, el poder que se impone es el del ser humano individual capaz de sobresalir (sólo con la autoridad de su eficacia) en el campo en el que es maestro. Por eso, superando a todos los poderes antes apuntados, los para mí más deseables son: el poder de la profesionalidad, el poder de la gestión feliz del ocio, el poder de la cultura y el poder de la creatividad.

Quien domina a la perfección la materia de su competencia (sea en el campo que sea) goza de un poder impagable del que dependen los muchos que reclaman sus servicios. Quien disfruta del dolce far niente, deleitándose en el puro cavilar sin desasosiego, se diluye en el inefable poder de la paz. El que tiene la suerte de saber más de mil cosas es más de mil veces poderoso porque puede tanto como sabe y, sobre todo, porque puede hacer felices a muchísimos con la brillantez de sus enseñanzas. Pero, sin duda, los más envidiables de entre todos los poderosos son los que cuentan con el don de la creatividad: los inventores que sacan de la nada artilugios sorprendentes capaces de realizar lo hasta entonces imposible; los filósofos que urden en trama de hilos finísimos, las redes que sustentan los caminos del discurrir del pensamiento; los matemáticos que desentrañan conjeturas sólo a ellos asequibles, peldaños luego de la escala por la que asciende la sabiduría de los físicos; y, en fin, los artistas, que hacen brotar belleza de cada pluma, de cada pincel, de cada escoplo, de cada instrumento, de cada garganta, de cada uno de los giros alados de su cuerpo al danzar… Ellos son los verdaderos reyes de ese poder cuya virtud es evocar emociones, despertar angosturas de garganta.


Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina

Ciencia, creencia y responsabilidad

Ciencia y creencia no es sólo el nombre de sugerentes seminarios auspiciados por el Aula Ciencia y Sociedad de diferentes universidades españolas, sino más que eso, en nuestra opinión es una bella fórmula que el español nos da, capaz de albergar y describir la casi totalidad de los deberes posibles o, más bien, el modo de alcanzarlos.

Creo que los cristianos no siempre somos conscientes de esa singularidad de nuestra religión, que llevó ya desde los primeros tiempos a la voluntad de confrontar la experiencia de la fe con los descubrimientos de la ciencia. Esta característica forma parte de la grandeza del cristianismo, que si bien le ha llevado también a errores y obcecaciones, está en la raíz misma de que, durante siglos, la fe y la necesidad de sustentarla se haya convertido en la preocupación predominante de muchos científicos y, en consecuencia, en impulsoras de la ciencia en sí.

Sin duda, como el resto de la sociedad, el pluralismo y la diversidad de actitudes a ese respecto conforman hoy la tónica imperante entre la comunidad científica, cuyos miembros por lo general, huyen de afirmaciones públicas tajantes, cualesquiera quesean sus convicciones o sus prácticas privadas. Y es que la ciencia y los científicos han abandonado también el dogmatismo cientificista y materialista que parecía casi obligado en otros tiempos.

Antonio Dámaso es un neurólogo de origen portugués, premiado recientemente con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Tecnológica, que dirige el Instituto del Cerebro y la Creatividad de la Universidad de California. Un científico que inspira el pensamiento de muchos filósofos y cuyas preocupaciones quedan reflejadas en libros como El error de Descartes o En busca de Spinoza. En sus opiniones sobre la relación entre ciencia y fe, recogidas en una entrevista concedida a Pablo Jáuregui con motivo de una reciente visita a España, tras negar que existan diferencias irreconciliables entre científicos y creyentes, añadía: “No hay que olvidar que muchos grandes científicos son creyentes y han percibido sus investigaciones sobre el universo o la naturaleza humana como un intento de comprender la obra de Dios… Es evidente que la ciencia y la religión no siempre son incompatibles”. Más adelante añade: “No hace falta promocionar el conocimiento científico diciendo a la gente que creer en Dios es una estupidez… La clave es una educación que permita a las personas comprender los hechos científicos sin que necesariamente perciban este conocimiento como una amenaza a sus creencias”.

Esto ya parece mucho si se compara con la tosca increencia y el conflicto con lo religioso que dominaría el mundo académico a las secciones de divulgación científica de muchos medios de comunicación. Sin embargo, Manuel Losada de Villasante fue algunos pasos más allá al señalar que el compromiso ético del científico actual no puede ser ya sólo con la Verdad –en el que muchos se ayudan de la fe-, sino igualmente con el Bien. A ello obliga la enorme esperanza que la humanidad deposita en la ciencia para la solución de problemas que amenazan su futuro. En este terreno ético, del que los científicos no pueden prescindir, es indudable que la perenne tradición cristiana de esfuerzo comprensivo e integrador de los datos de la ciencia le otorga un papel privilegiado que la Iglesia debe esforzarse en asumir y canalizar.

A fin de cuentas, entre el que cree y el que investiga existe un parentesco espiritual profundo, que se deriva de la común actitud de búsqueda, de inconformismo ante la simple apariencia. Un común afán de aprender que necesita de todos los datos que la ciencia y la creencia proporcionarían. Si el saber de nuestro tiempo no avala la recíproca ignorancia, ¿hasta cuándo lo hará el prejuicio?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.