Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)
¿Sabía usted que las orquídeas, consideradas de forma general como unas de las plantas más hermosas del mundo, toman su nombre de la palabra griega para los testículos?
Estoy seguro de que algo así sospechaban ya muchos médicos, acostumbrados como estamos a utilizar en nuestro lenguaje especializado tecnicismos derivados del griego ὄρχις (orchis, testículo), como criptorquidia (anomalía del desarrollo por falta de descenso de los testículos al escroto), orquitis (inflamación testicular), orquidectomía (extirpación quirúrgica de uno o ambos testículos) o monorquidia (presencia de un solo testículo). Y el caso es que esa etimología cuadra bien en urología, desde luego, pero resulta cuando menos chocante para unas flores tan bellas y delicadas como las orquídeas.
Resulta chocante, sí, hasta que uno desentierra una orquídea del género Orchis y echa un vistazo a su raíz tuberosa, con dos tubérculos simétricos de asombroso parecido con los testículos humanos o de otros mamíferos. El nombre común de la orquídea Orchis morio, de hecho, es en español «compañón de perro»; natural, a la vista de la imagen adjunta.
Por una vez, en esta ocasión no empiezo la historia con un nombre, porque lo desconocemos. A finales del siglo XIX, los empleados públicos de París recuperaron del río el cadáver de una adolescente desconocida sin signo ninguno de violencia, lo que les hizo pensar que se trataba de una suicida. Según lo acostumbrado, sus restos mortales quedaron expuestos durante unos días en el depósito de cadáveres por si alguien los identificaba. No sucedió así, pero sus rasgos perfectos y una extraña sonrisa en los labios la hicieron famosa: se formaron largas colas para admirarla, pero nadie la reconoció y su identidad permaneció en el anonimato.
Cuentan que un maestro modelador sacó una máscara mortuoria de l’inconnue de la Seine (la desconocida del Sena), a partir de la cual se hicieron copias y un grabado que muchas personas compraron. El rostro de la bella desconocida se hizo así habitual en las viviendas y talleres de los pintores y otros bohemios parisinos a principios del siglo XX. Inmediatamente, empezaron a circular también historias románticas que especulaban sobre su misterio y hablaban de un amor no correspondido. Su enigmática sonrisa se equiparó a la de la Gioconda e inspiró a numerosos escritores de la época, algunos de la talla de Rainer Maria Rilke, Vladímir Nabokov y Louis Aragon. Según parece, la hermosa adolescenteparisién representaba entonces una especie de ideal erótico, hasta que, con la llegada del cinematógrafo de masas, fue desplazada por la divina Greta Garbo.
Mucho tiempo después, hacia 1958, el anestesista austroestadounidense Peter Safar (introductor de la respiración boca a boca) y el juguetero noruego Asmund S. Laerdal, fabricante de muñecas de plástico, diseñaron el primer maniquí de reanimación cardiopulmonar para la formación de socorristas. Consideraban que cuanto más real fuese el aspecto del maniquí, cuanto más se pareciera su rostro al de un ahogado real, mayor sería la motivación de los estudiantes para aprender la técnica del boca a boca. Inspirados en la historia de la joven francesita, trágicamente muerta a tan temprana edad, dieron al nuevo maniquí la cara de la misteriosa inconnue de la Seine, y lo bautizaron Anne. Fue así como, en 1960, salió al mercado el primer modelo de Resusci Anne o Rescue Anne.
Desde entonces, en todo el mundo y a diario, miles de hombres y mujeres juntan sus bocas con la de Resusci Anne en un intento de insuflar vida al muñeco. Me gusta pensar en lo hermoso que es comprobar cómo los vericuetos de la historia han conseguido hacer de aquella anónima quinceañera de París —que tal vez se arrojó al Sena por mal de amores, que estuvo expuesta desnuda en una fría morgue durante días sin que nadie la reconociera ni la reclamara, y cuya muerte nadie en su momento lloró— la muchacha más besada de la historia.
La presencia árabe en España, que se prolongó ocho siglos, dotó a nuestra lengua de una riqueza léxica que sería la admiración de otras lenguas europeas si supiéramos aprovecharla debidamente. ¿O no resulta admirable que donde el inglés solo tiene mortar, por ejemplo, tengamos nosotros mortero (del latín) y almirez (del árabe); donde el inglés solo tiene migraine, tengamos nosotros migraña (del griego) y jaqueca (del árabe), y donde el inglés solo tiene scorpion, tengamos nosotros escorpión(del latín) y alacrán (del árabe)? La pena es que buen número de los arabismos que por millares adoptó en tiempos nuestra lengua hayan caído hoy en desuso. Pues muchos de ellos podrían sernos útiles aún. Tal es el caso de la sonora palabra que rescato hoy del arcón: zaratán. Procedente del árabe saratán (cangrejo), designó inicialmente cualquier cáncer o carcinoma, pero con el tiempo restringió su uso para aplicarse de forma específica al cáncer de mama. Así aparecía definida en el Diccionario de autoridades (1739): «un género de enfermedad de cáncer, que da a las mujeres en los pechos, el que les va royendo, y consumiendo de tal suerte la carne, que por lo regular vienen a morir de esta enfermedad».
¿Cómo pudimos los médicos dejar que se perdiera un vocablo tan sumamente específico y tan útil, sin equivalente capaz de reemplazarlo en el lenguaje médico actual? ¿No da pena pensar que a médicos y a pacientes de antaño les bastaba una sola palabra (zaratán) donde hoy usamos tres (cáncer de mama)?
¿Alguien más se anima a rescatarla conmigo?
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