Miedo a que se rían de nosotros: Gelotofobia

Por Germán Payo Losa

Director de Educahumor

Hace unos diez años daba una conferencia en Beja, Portugal, dentro de unas jornadas de creatividad. Era el segundo ponente y cuando el primero acabó, el presidente de la mesa indicó: “Cinco minutos de descanso”. “¿Hay un servicio por aquí?” -le pregunté. “Ahí en frente”. Usé el sanitario pegado a la pared y al acabar pulsé el botón, que ya no se tira de la cadena. De repente y ante mi estupor, empezó a caer una cascada de agua torrencial en una cantidad tal que jamás había visto en mi vida, desbordó y me aterrizó suavemente en los pantalones mientras me asaltaba una sensación de parálisis y terror. ¿Qué hacer? Contemplaba el inmenso charco en el que estaba inmerso y mi ordenador cerebral empezó a producir ideas desaforadamente. Ir al hotel. No. Demasiado lejos ¿Me quito los pantalones y digo que es una costumbre hispana y si cuela, cuela? No. Me agacho y corro en esa postura tras la mesa y así hablo. No. Me gusta moverme y hablar de pie. Estas y otras opciones volaban por mi mente y, mientras, sudaba tinta. Una voz serena dentro de mí preguntó: Oye, ¿a qué has venido aquí? A dar un taller y una conferencia sobre “Educar las emociones desde el humor” –me contesté. ¡Qué mejor ejemplo de emoción que éste! Así es que salí y conté lo que me había pasado. Se partían de risa. Un portugués vino al acabar y me dijo: “Lo has hecho a propósito ¿verdad?”

Situaciones que nos ponen en un estado de debilidad e indefensión constituyen algo de lo que todos huimos, pero el miedo a que los demás se rían de nosotros es tan real, y ejerce una influencia tan fuerte que ha formado parte de una nueva “enfermedad”: la gelotofobia. Nos de vergüenza hablar en público, salir a bailar, decir alguna gracia por miedo a parecer ridículos, nos sentimos molestos si alguien cercano se ríe y, a veces, asumimos que es de nosotros. Estas situaciones coartan nuestro modo de actuar, de ser espontáneos o nos hace sentir mal.

Un buen sentido del humor se basa en dos pilares: una buena autoestima, esto es, aceptarnos y querernos como somos con nuestros aspectos positivos y negativos – M.ª del Monte respondía a quien le decía que estaba rellenita: “Yo he venido al mundo a cantar, no a lucir bañadores-; y una sana asertividad, o sea, la capacidad de afirmar nuestros derechos y poner límites, no como decía Gila: “A mí, mi mujer me manda a freír espárragos y yo voy y los frío”.

Entonces podemos reírnos de nosotros mismos, de aquello que nos pasa y de la vida. Miguel Delibes encontró a un grupo de escolares. La maestra les preguntó: “¿Pero no sabéis quién es? A ver– les dio una pista – Miguel…” “¡Boyer!”, exclamaron. Él les firmó un autógrafo como Miguel Boyer ante el bochorno de la maestra.

No tomarnos en serio nos sitúa en un plano humano de igualdad ante todos aquellos a quienes la vida gasta bromas pesadas en forma de problemas, enfermedades o disgustos y además hace que la gente nos aprecie más, pues indicamos que “Si aún podemos reír, nada puede ser tan malo”. Encontramos a una profesora que se acababa de jubilar. Iba con una muleta. Mi amigo le preguntó: “¿Qué te pasa?” “La cadera -respondió-. Pero ¿quieres saber la verdadera causa? Que tengo el carnet de identidad muy alto”.

Vernos con humor a nosotros y a loque nos pasa, entender que no es fácil, pero es posible nos va a dar una mayor salud mental y emocional – veremos el lado positivo y las ideas positivas influyen en nuestro bienestar- pero también física. A un hombre de 103 años le preguntaron el secreto para haber llegado a esa edad y contestó. “Comer la mitad, masticar el doble, andar el triple y reír el cuádruple”.

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