Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Sería un error calificar sin más a esta obra como «una película de guerra» –no hay una sola escena bélica en todo el metraje– o como una «comedia ligera», ya que sus «gags» trascienden la mera comicidad. Más bien podría hablarse de M*A*S*H (Mobile Army Surgical Hospital o, en español, hospital quirúrgico militar de campaña) como de una «sátira antibelicista» que muestra el sinsentido de la guerra desvelando la trastienda de un conflicto del que se oculta loque habitualmente compone la trama principal: las batallas y «el horror», en expresión de Joseph Conrad. La única sangre del filme procede del quirófano de ese centro, habitado por un grupo de hombres y mujeres envilecidos, cínicos –Altman evita conscientemente el maniqueísmo típico de este tipo de historias– y que tratan de superar lo odioso de su situación por medio del humor. Y quienes mejor simbolizan ese intento son los dos personajes centrales: ‘Trapper’ John y ‘Hawkeye’ Pierce. El primero, interpretado por Elliot Gould (que a pesar de haber participado en más de cien películas será tristemente recordado por encarnar al padre de Ross y Mónica en la serie televisiva Friends), es un cirujano de tórax enviado al frente, amante del golf y antiguo amigo de ‘Hawkeye’ (Donald Sutherland), otro especialista recién llegado, enemigo del reglamento y aficionado a gastar todo tipo de bromas a sus compañeros.
Atendiendo a este esquema, se podría conectar también esta cinta con los llamados «buddy films» (películas de colegas), pero la complejidad del resto de los personajes que pueblan la acción –de nuevo el recurso a lo coral que tanto gusta a su director– impide una calificación tan simplista. Junto a los protagonistas se encuentra Frank Burns, interpretado con maestría por Robert Duvall, que había debutado ocho años antes en Matar a un ruiseñor (1962) –en el papel del protector de los niños– y que posteriormente completó una de sus mejores actuaciones en Apocalipse Now (1979), película que guarda, salvando todas las distancias, algunos paralelismos con ésta. Un militar santurrón que pierde los papeles por culpa de una enfermera jefe a la que apodan desde entonces ‘Hot Lips’ [Labios ardientes], un capellán castrense sólo preocupado por dar la extremaunción, un comandante en jefe incompetente y una cuadrilla de juerguistas completan un fresco hilarante gracias al cual se pone de manifiesto lo absurdo de los conflictos armados –la guerra de Corea en particular, y todos los enfrentamientos bélicos en general, pero especialmente el de Vietnam, de plena actualidad cuando se hizo la película–, aunque renunciando a emplear discursos paternalistas y explícitos. En su lugar, la sugerencia y el compromiso político se filtran a través de la ironía y el desenfado aparente.
Y es que Robert Altman no es un director al uso. Este filme puede considerarse uno de sus primeros títulos importantes, a pesar de que en 1970 llevaba ya casi veinte años dirigiendo cine. Después de M*A*S*H, que recibió la Palma de Oro en el Festival de Cannes ese año, creó un musical muy particular, titulado Nashville (1975), y, ya en su década más brillante, la de los noventa, encadenó varias producciones de gran valor. Desde El juego de Hollywood (1992), donde disecciona el ambiente de la meca del cine con precisión absoluta, hasta su particular homenaje a aquella obra maestra que fue La regla del juego (1939), de Jean Renoir, en Gosford Park (2001), pasando por la laberíntica y genial Vidas cruzadas (1993) o por los fascinantes duelos «a trompeta» de la evocadora Kansas City (1996). Por no mencionar otra película «de médicos» ya comentada en esta sección: El doctor T. y las mujeres (2000). Viendo este puñado de creaciones se puede llegar a la conclusión de que una película de Altman siempre contiene una visión distinta, un tratamiento no convencional o una lectura escondida. Y ése es precisamente el caso de M*A*S*H, que con su aparente liviandad y sin ser una obra redonda, plantea una serie de temas de notable interés.
Dos elementos de carácter técnico ponen ya de manifiesto la enjundia del filme: la cámara y el montaje. La primera funciona de una manera casi documental, escudriñando la realidad con «zooms» de acercamiento que encuadran lo que el director quiere resaltar –y esos reencuadres son deliberadamente erráticos, como si de un reportaje se tratase– y que en ocasiones recuerdan a Woody Allen; mediante «travellings» que dejan que la acción fluya con suavidad y, finalmente, gracias al uso reiterado del plano general, estilizando la planificación a veces hasta el extremo. El montaje, por su parte, no sólo contribuye a contar la historia de forma ágil y concisa, sino que supone también un auténtico ejercicio de virtuosismo, ya que funde la imagen y el sonido de manera ejemplar. La música y la voz del locutor procedentes de la megafonía del hospital se superponen a los diálogos de los protagonistas, que a su vez se mezclan entre sí, rompiendo la estructura clásica de réplicas ordenadas con la técnica llamada de «overlapping» o solapamiento, y generando sensaciones de confusión. Y todo ello por encima de una sucesión de imágenes a veces aparentemente desordenada, que burla con frecuencia la linealidad del relato: no conviene olvidar que «mash», en inglés, significa literalmente «batiburrillo». Estos elementos, por último, no se organizan de forma casual, sino que están al servicio de lo que el director pretende trasladar al espectador: el caos reinante en un escenario de guerra.
Por si todo esto fuera poco, varias secuencias introducen nuevos temas sugerentes. Como la buñueliana escena en que ‘Painless’ [Indoloro] Pole, el dentista mejor «dotado» del ejército, pretende suicidarse al descubrir que en realidad es homosexual. Desde el punto de vista de la composición, recuerda a La últimacena, de Leonardo da Vinci, y desde el de la narración concluye con una enfermera, llamada María, que salva al médico de la muerte haciéndole el amor. Tras ese encuentro, a medio camino entre la realidad y el sueño, la mujer asciende a los cielos en un helicóptero, con una beatífica sonrisa en los labios. Otros momentos de la película reflejan con astucia la doble moral de los cristianos del grupo o las actitudes colonialistas de los soldados. Salpicado por secuencias en las que la pareja protagonista lleva a cabo sus gamberradas, el filme termina anunciando su reparto también por megafonía, en vez de mediante los típicos títulos de crédito, con lo que consigue fundir una vez más la ficción con su representación, en un curioso anticipo de lo que será, veinte años más tarde, esa pieza clave de «cine dentro del cine» que es El juego de Hollywood.
En el aspecto que más nos interesa aquí, M*A*S*H no trata con la menor condescendencia a la profesión médica, aunque es cierto que ésta aparece reflejada en el marco de una situación límite, y que los médicos protagonistas, entre copazos, partidas de golf y chascarrillos, desempeñan su trabajo con eficaz diligencia. Buena prueba de la importancia que concede Altman a sus tareas profesionales es el hecho de que el quirófano funciona como elemento escénico fundamental, y que las secuencias que se desarrollan allí, en las que el director se recrea y el ritmo se hace más pausado, son las que estructuran la narración. Loque debería llevar a pensar, si todavía hiciera falta, que ésta no es «otra estúpida comedia norteamericana» de ésas a las que Hollywood nos tiene tan acostumbrados. Muy al contrario: es una forma inteligente de utilizar la risa para decir cosas muy serias.
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