Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)
«Érase una vez, hace mucho tiempo, en un país lejano, vivían cuatro pequeños personajes que recorrían un laberinto buscando el queso que los alimentara y los hiciera sentirse felices. Dos de ellos eran ratones y se llamaban Fisgón y Escurridizo, y los otros dos eran liliputienses, seres tan pequeños como los ratones, pero cuyo aspecto y forma de actuar se parecía mucho a las gentes de hoy día. Se llamaban Hem y Haw».
Así empieza el cuento Who moved my cheese? (en España, ¿Quién se ha llevado mi queso?), que en 1998 protagonizó una de las mayores sorpresas editoriales de la era reciente. Asombra pensar, desde luego, que un cuentecito de simpleza casi insultante y que se lee en menos de una hora lleve un cuarto de siglo en la lista de títulos empresariales más vendidos de todo el mundo. Es ya, de hecho, el libro de negocios más vendido de la historia, con más de 30 millones de ejemplares en 37 lenguas.
¿Qué tiene este librito para ser de lectura obligatoria en los programas de formación de ejecutivos en grandes y pequeñas empresas de todo el mundo, desde los Estados Unidos hasta la China, y desde Chile hasta el Japón?
Pues, realmente, muy poca cosa; apenas una fábula infantil. Dos hombrecillos y dos ratoncitos habitan en un laberinto, felices y con queso abundante. Un buen día, no obstante, el queso desaparece. Los ratones entienden instintivamente que la situación ha cambiado, que deben adaptarse y buscar el queso en otra parte. Los hombrecillos, por el contrario, se indignan, preguntan airados «¿Quién se ha llevado mi quesito?» y rehúsan aceptar la nueva realidad.
La metáfora es obvia: el queso representa cualquier cosa que deseamos alcanzar —felicidad, éxito, trabajo, dinero, fama, amor, etc.— y el laberinto es el mundo real, con zonas ignotas y peligrosas, callejones sin salida, oscuros recovecos…, pero también habitáculos rebosantes de queso. Y la moraleja, más obvia aún: todo en la vida cambia, así que hay que aceptar el cambio como algo inevitable; las fórmulas que sirvieron en su momento pueden quedar anticuadas y debemos adaptarnos a las circunstancias cambiantes.
Pero si sorprendente es el arrollador éxito mundial del cuentecillo, más lo es saber que su autor no es MBA por la London Business School ni economista afamado, sino médico.
Spencer Johnson fue psicólogo y licenciado en medicina, formado inicialmente en Irlanda, pero también nada menos que en la Clínica Mayo y en la Facultad de Medicina de Harvard. Trabajó incialmente en la industria de los productos sanitarios como director médico de comunicación en Medtronic, pero más tarde pasó a vivir en exclusiva de la literatura, pues firmó otra docena y media de superventas empresariales, entre los que destaca el manual de dirección empresarial The One Minute Manager (en España, El ejecutivo al minuto), y que superan en total la friolera de los 50 millones de ejemplares vendidos.
En las lenguas que se escriben sin tildes, como el latín o el inglés, nunca es fácil saber dónde recae el acento prosódico en una palabra. En latín ayuda mucho recordar que no existen las palabras agudas: todas las palabras de dos sílabas, pues, son llanas. Pero el problema se nos presenta con las palabras de tres sílabas o más, que pueden ser llanas o esdrújulas. Para saber dónde llevan el acento prosódico, debemos fijarnos en la cantidad de la penúltima sílaba: a) si es pesada, por contener una vocal larga (indicado en los diccionarios modernos por el macrón ˉ sobre dicha vocal), la palabra es llana; por ejemplo: carcinōma, dolōris, magīster, medicīna, placēbo; b) si, por el contrario, es ligera, por contener una vocal breve (indicado en los diccionarios modernos por el símbolo ˘ sobre dicha vocal), la palabra es esdrújula; por ejemplo: defĭcit, homĭnes, medĭcus, sanguĭnis, vertĕbra.
Argentaria, Audi, Faunia, Lego, Millennium, Plus, Premium, Solaris, Tenaris, Vialia…: parece que el latín está de moda para dar nombre a empresas, marcas e instituciones de lo más variopinto (lleva estándolo, en realidad, dos milenios). Cuando se trata de un nombre propiamente latino (esto es, no una palabra española de origen latino, sino una palabra latina pura y dura), lo normal es pronunciarlo en español tratando de reproducir su acentuación latina original. Es lo mismo que hacemos con marcas como Netflix y Discovery, que pronunciamos /nétflix/ y /discóberi/ aunque no lleven tilde; porque el inglés, como el latín, es una lengua sin tildes.
Una de las mayores organizaciones de ayuda humanitaria del mundo, Caritas, dependiente de la Iglesia católica, toma su nombre del latín carĭtas, caritātis (amor, caridad). Su acentuación correcta, pues, es esdrújula en cualquier idioma; para evitar la pronunciación errónea / carítas/, la propia Cáritas suele escribir su nombre con tilde en España e Hispanoamérica.
Algo parecido pasa con Sanitas: fundada en 1954, es hoy una de las principales aseguradoras de salud de España. Los médicos que la fundaron tomaron el nombre del latín sanĭtas, sanitātis (sanidad) y, evidentemente, su pronunciación original correcta es esdrújula: /sánitas/. No obstante, tengo la sensación de que son cada vez más —médicos incluso— quienes la pronuncian a la española como voz llana, /sanítas/. ¿Estamos olvidando ya cómo pronunciar el latín?
¿Sabía usted que los colores utilizados para describir distintas situaciones afectivas o estados de ánimo pueden variar considerablemente de un idioma a otro? Normalmente, cada uno tiene muy claro en su lengua materna el uso de los distintos colores con sentido figurado: nos ponemos rojos cuando sentimos vergüenza, pero negros cuando alguien nos saca de quicio; o uno se pone verde de envidia, pero se pone morado cuando se atiborra de algo que le gusta mucho y come hasta hartarse. Tan conocidos son estos usos figurados, que muchas veces olvidamos que no se trata de sentidos universales, sino propios de cada grupo cultural.
Para quienes hablamos español, por ejemplo, es evidente que las personas se ponen rojas de rabia o de ira. En inglés, en cambio, pueden ponerse también red with rage, cierto, pero no es raro encontrar quienes describen ese estado de ánimo como white with rage (blanco) o in a black rage (negro). Y lo mismo sucede en francés, donde podemos encontrar la expresión equivalente rouge de colère, sí, pero también dans une colère bleue (azul). Parece que la rabia y la ira, pues, pueden ocupar un amplio espectro cromático; todo depende del color de la lengua con que se miran.
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