Los límites de la Medicina

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Línea mortal, de Joel Schumacher

La línea a la que alude el título es la que separa el mundo de los vivos del de los muertos, el de la realidad del de los sueños y la fantasía, marcando la frontera entre lo humano y lo di vino, lo moralmente aceptable y las ansias de convertirse en dioses por parte de unos estudiantes de Medicina demasiado atrevidos. Línea mortal podría haber sido una interesante reflexión sobre todo eso si sus autores no la hubieran transmutado en un thriller insípido que se recrea en la trama de suspense y se cobija bajo los tópicos del cine más insustancial.

Varios aspirantes a médicos juegan a descubrir los límites de la muerte–entendida en el pensamiento tradicional como la fractura definitiva entre el cuerpo y el alma– y qué hay tras esa frontera. Éste sería el germen argumental –eso que algunos pedantes llaman tagline, en un ejercicio de papanatismo anglófono– de la película que nos ocupa. Esa síntesis simplificadora puede remitir sin dificultad a antecedentes que van desde el mito de Prometeo, recurrente en estos comentarios porque pertenece al núcleo mismo de una concepción idealizada de la profesión, hasta sus diversos reflejos cinematográficos, entre los que destacan las distintas versiones de Frankenstein. Aunque, como se verá, el verbo jugar que hemos empleado al principio va a ganar la partida y desdibuja cualquier aliento filosófico en favor del divertimento frívolo.

Nelson es un estudiante osado e inquieto, obsesionado por saber si hay «algo más allá». A ello se entrega con ardor, reclutando a otros alumnos destacados para llevar a cabo sus experimentos. Joe seduce a las mujeres y graba en vídeo sus encuentros sexuales; David es el solitario indomable de gran talento autodidacta; Rachel necesita demostrar constantemente su valía como mujer, con todo el sexismo que rezuma ese planteamiento, y Randy es el bufón que sirve de contrapunto. Obviando el manoseado ramillete de estereotipos, todos ellos conforman un grupo llamado a desempeñar una «tarea superior», expresión que connota el equívoco mensaje central: donde fracasaron la religión y la filosofía, la ciencia debe tratar de averiguar qué hay después de la vida «terrenal». Semejante tesis se revela errónea y los protagonistas sufrirán su correspondiente castigo desde las alturas…

Nelson hace descender su temperatura corporal hasta provocarse la muerte. Al cabo de un minuto se le reanima–con una facilidad irrisoria– mediante electro-shock, y «vuelve» contando sus experiencias. El primer ensayo es un éxito y comienzan a prolongar el tiempo de exposición a la muerte, en una carrera para ver quién aguanta más. Ese pugilato va a estar condicionado por las rencillas y los amoríos que surgen entre ellos.

Así, el afán de conocimiento se entremezcla con los sentimientos, en una alquimia siempre eficaz de cara al espectador, combinada aquí, además, con el recurso a la creación del suspense en forma del típicamente circense «más difícil todavía».

De tal manera que la cuestión principal –¿dónde estarían los límites, científicos y éticos, de la Medicina? – cede supuesto a la trama de intriga y al espectáculo vacío… Y se añaden elementos procedentes del género de terror, manifestados en una sucesión de sustos: cada vez que uno de los estudiantes hace de conejillo de indias, algo cambia a su regreso. Personajes del pasado se les aparecen para atormentarlos, en una suerte de condena por sus pecados. Esto, que sólo se explica al final, podría parecer una vuelta hacia la orientación metafísica inicial, pero ya es demasiado tarde y los mecanismos del género han fagocitado con sus fuegos de artificio la posible hondura del discurso.

Así se obtienen dos niveles de narración que, lejos de imbricarse, se solapan uno a otro, venciendo sin discusión el más efectista e inverosímil. No es de extrañar en una cinta de indisimulada vocación comercial y firmada por Joel Schumacher, cineasta aficionado a la alharaca audiovisual, malabarista fatuo que aquí anticipaba ya las características de algunos engendros posteriores: desde la abiertamente fascista Tiempo de matar (1996) hasta la tontería que supuso Última llamada (2002).

En Línea mortal todo está al servicio de lo visual y, a través de la forma de entender éste, de lo gratuito. Algunos aspectos parecen contradecir esta afirmación: el aula de la Facultad de Medicina es una extraña sala de techos elevados que remite a las iglesias góticas; la atmósfera oscura es una traducción del tenebrismo de los parámetros teóricos–el oscurantismo sobre el fenómeno dela muerte–, y el primer plano en el que Nelson aparece ataviado con un abrigo negro mientras un suntuoso travelling sobrevuela su misteriosa figura, recuerda sin rubor algunos pasajes de aquella obra maestra sobre la esencia del ser humano que fue El cielo sobre Berlín (Wim Wenders, 1987).

Pero esas marcas de legitimación se diluyen ante los filtros de colores, la agitación frenética de una cámara incontenible y unas tijeras hiperactivas que recortan la duración de cada plano y conducen a una exageración de lo espectacular, apoyada a su vez en una galería de figuras reconocibles dentro de un reparto estelar que debía reforzar el atractivo de cara a la taquilla: Julia Roberts había triunfado un año antes con su Vivian, cenicienta moderna en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990); Kiefer Sutherland se hará aún más popular con su papel de Jack Bauer en la serie 24; William Baldwin había compartido cartel con Richard Gere en Asuntos sucios (Mike Figgis,1990) y Kevin Bacon protagonizó tiempo atrás Footlose (Herbert Ross, 1984). Todos ellos ponen rostros a unos personajes que rendirán cuentas de su pasado por haber jugado a ser dioses…

Esta expresión, que empapa asimismo estrenos más recientes, como Soy Leyenda (Francis Lawrence, 2007), ha estado presente a lo largo de toda la historia del cine. Ya en el impostado prólogo de El doctor Frankenstein (James Whale, 1931) la pronunciaba Carl Laemmle Jr., en forma de advertencia moralizante dentro del filme que él mismo producía. Y hoy cobra especial relevancia, habida cuenta de las corrientes fundamentalistas que recorren, también, el mundo occidental. La cuestión del supuesto «cientificismo desaforado» ha sido atacada desde los sectores confesionales más reaccionarios, derrotados por unos avances que han ido desmontando uno a uno sus pueriles e interesados argumentos, cuyo fin primordial no era otro que el sometimiento a ultranza. Una película como Línea mortal, abanderada de esa facción dura y oscurantista, nos recuerda que los púlpitos siguen teniendo la misma fuerza que antes. Sólo que ahora se valen también del lenguaje audiovisual para atemorizarnos.

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