Escritas y relatadas por Juan Manuel Igea
Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica
«El médico que solo sabe medicina, ni medicina sabe»
José de Letamendi y Manjarrés (1828-1897)
La fotosíntesis es un proceso vital para toda la vida porque permite que las plantas, las algas y algunas bacterias conviertan la luz solar en energía química y produzcan compuestos orgánicos a partir del CO2 del aire. Estos compuestos orgánicos sirven después de fuente primaria de alimento para la mayoría de los seres vivos de la Tierra. Además, la fotosíntesis produce oxígeno como subproducto, que es esencial para la respiración de muchas formas de vida, incluidos los seres humanos. Sin fotosíntesis solo serían posibles en el planeta formas de vida unicelulares y muy primitivas.
En el siglo XIX, el botánico alemán Julius von Sachs comunicó por primera vez que las hojas de diferentes especies de plantas podían soportar temperaturas de hasta 50 °C, pero morían a temperaturas incluso ligeramente superiores. Esta observación es hoy, en la era del cambio climático, muy relevante. La proximidad actual de los bosques a un umbral de temperaturas altas como el propuesto por Sachs adquiere mayor relevancia en los bosques tropicales, que son almacenes y sumideros críticos de carbono, albergan la mayor parte de la biodiversidad mundial y podrían ser más sensibles al aumento de las temperaturas que otras regiones. Hoy, unos 150 años después de la comunicación de Sachs, sabemos de forma muy precisa la temperatura crítica a partir de la cual la maquinaria fotosintética de los árboles tropicales empieza a fallar: aproximadamente 46,7 °C. Pero desconocemos si la temperatura de las hojas de la vegetación tropical se acerca a este umbral o lo hará pronto bajo el cambio climático.
Un equipo internacional liderado por el estadounidense C. E. Doughty ha publicado recientemente un artículo para tratar de aclarar este interesante tema. Para ello se ha basado en las temperaturas medidas por satélites de la NASA de las superficies vegetales de los bosques tropicales de Brasil, Puerto Rico, Panamá y Australia entre 2018 y 2020. Con estos datos han determinado que la capa superior y continua de las copas de los árboles que cubren las zonas tropicales tiene temperaturas máximas al mediodía de aproximadamente 34 °C durante los períodos secos, con una larga cola de temperaturas altas que puede superar los 40 °C. Los datos obtenidos en hojas de múltiples sitios a lo largo de los trópicos indican que incluso dentro de zonas de temperaturas moderadas, las hojas de la capa superior de las copas de los árboles superan la temperatura crítica de 46,7 ºC solo el 0,01% del tiempo.
Pero existe un problema adicional. La temperatura de las hojas de los árboles aumenta mucho más que la del aire, de modo que si la temperatura del aire subiera 4 ºC, se alcanzaría la temperatura crítica umbral para la fotosíntesis y se produciría una necrosis total de las hojas de las copas de los bosques tropicales, lo que provocaría previsiblemente la conversión de los bosques tropicales en sabanas. Pero hay que hacer una salvedad, los propios científicos reconocen que desconocen muchos aspectos de la fisiopatología vegetal, como cuál sería el efecto preciso de la muerte de las hojas sobre los árboles, cómo afectaría esa alta temperatura a la reproducción de estos organismos vegetales, si podrían tener lugar fallos hidráulicos en los árboles debido a embolias y quizás otros factores desconocidos.
Todos estos factores de incertidumbre podrían intervenir potenciando o reduciendo el efectos deletéreo del aumento de la temperatura del aire. Lo que sí sabemos es que las temperaturas medias de los bosques tropicales son altas, y sus variaciones diurnas y estacionales relativamente pequeñas, por lo que incluso un pequeño cambio en la temperatura podría afectar en mayor medida a las especies de plantas tropicales que un gran cambio de temperatura en otras regiones del mundo.
En resumen, otra posible repercusión importante del actual aumento de la temperatura del aire del planeta producido por la actividad humana estaría en su influencia negativa sobre la actividad fotosintética de las copas de los árboles de los bosques tropicales, una fuente fundamental de oxígeno, materia orgánica y biodiversidad para todo el planeta. Solo este dato, uno entre un grupo diverso de efectos catastróficos del cambio climático, debería movernos urgentemente a todos a trabajar en su paralización y reversión.
Doughy CE et al. Tropical forests are approaching critical temperature thresholds. Nature 2023;621:105-11. DOI: 10.1038/s41586-023- 06391-z.
Aunque no solemos traer a esta sección revisiones de otros trabajos, el asunto nos ha parecido tan relevante y actual que nos ha parecido adecuado saltarnos aquí esta regla no escrita.
Una exhaustiva revisión de 23 años de estudios de neuroimagen, liderados por el Dr. Hui Li de la Universidad de Educación de Hong Kong, ha revelado que el tiempo dedicado por los niños a ver televisión o jugar en los ordenadores tiene repercusiones mensurables y a largo plazo en su función cerebral. Esta revisión, que abarca 33 estudios y más de 30.000 participantes, ha aportado información sobre los efectos tanto negativos como positivos de las experiencias digitales tempranas en el desarrollo cerebral infantil.
Estas experiencias consistieron en el uso de programas de ordenador y consultas de internet a través de teléfonos móviles, ordenadores y tabletas, seguidas en la participación en juegos de ordenador, en escenas visuales virtuales y en la visualización y edición de vídeos.
Los resultados indican que el tiempo pasado frente a la pantalla provoca cambios notables en la corteza prefrontal del cerebro, que es esencial para funciones ejecutivas como la memoria de trabajo, la planificación y la respuesta flexible a las diferentes situaciones. Además, se han observado repercusiones en otros lóbulos cerebrales, como el parietal, asociado al procesamiento táctil, y el temporal, crucial para la memoria, la audición y el lenguaje, así como el occipital, que contribuye a la interpretación de la información visual.
Aunque se han destacado las influencias negativas, como la influencia en la atención, el control ejecutivo y la conectividad funcional, algunos estudios también han indicado aspectos positivos. Por ejemplo, se ha observado una mejora en la capacidad de concentración y en el aprendizaje en el lóbulo frontal del cerebro, y los videojuegos pueden aumentar la demanda cognitiva, lo que podría mejorar las funciones ejecutivas y las habilidades cognitivas de los niños.
Los investigadores han hecho hincapié en la necesidad de que tanto educadores como cuidadores reconozcan que el desarrollo cognitivo de los niños está influenciado por sus experiencias digitales. Aunque se han abstenido de abogar por límites estrictos al tiempo frente a la pantalla, han instado a los responsables políticos a proporcionar orientación, participación y respaldo adecuados para el uso digital de los niños.
El equipo de investigación ha destacado la importancia de elaborar políticas basadas en pruebas que respalden prácticas dirigidas a profesores y padres. Además, han indicado la necesidad de llevar a cabo investigaciones futuras, especialmente aquellas que exploren técnicas longitudinales, para comprender mejor la repercusión de las pantallas en las funciones cerebrales de los niños.
Por ejemplo, el estudio no ha abordado cuestiones críticas, como si es el mero uso digital temprano (p. ej., el tiempo de pantalla) o son los propios procesos cognitivos (es decir, la experiencia de aprendizaje) los que han impulsado el cambio de la función y la estructura del cerebro, y si hay diferentes efectos de los tipos de equipos digitales y el modo de uso.
La revisión, a pesar de su exhaustividad, ha destacado la necesidad continua de explorar y comprender la repercusión de la tecnología digital en el desarrollo cognitivo de los niños.
Wu D, Dong X, Liu D. How Early Digital Experience Shapes Young Brains During 0-12 Years: A Scoping Review. Early Education and Development, DOI: 10.1080/10409289.2023.2278117.
En las profundidades de la corteza terrestre que rodea al núcleo del planeta hay dos enormes manchas de roca del tamaño de un continente. Se encuentran exactamente debajo del océano Pacífico y de África, y su origen ha sido objeto de controversia durante las últimas cuatro décadas. La hipótesis más aceptada respecto a su origen ha sido que se trata de fragmentos de placas tectónicas atrapadas bajo otras placas tectónicas.
Por otra parte, hace alrededor de 45 años se formuló la teoría de que la Tierra colisionó con un planeta del tamaño de Marte (al que se ha llamado Theia) hace 4.500 millones de años y que tal evento fue la causa del surgimiento de la Luna. El mecanismo de esa formación es también objeto de estudio. Una hipótesis es que los dos planetas se fusionaron y se vaporizaron para volver después a colapsar en dos fragmentos, uno que formó lo que ahora es la Tierra y el otro la Luna. Otra hipótesis es que simplemente Theia se desprendió de la Tierra tras el impacto, y que trozos de Theia o de ambos planetas se combinaron para formar la Luna. El problema es que la composición de la Luna coincide casi exactamente con la de la Tierra. Todo son hipótesis, pero lo cierto es que nadie ha encontrado hasta ahora pruebas fehacientes de la existencia de Theia.
Un grupo de científicos de la Universidad Estatal de Arizona ha propuesto en el artículo que aquí presentamos que esas manchas de roca que hay bajo la corteza terrestre son precisamente los restos de ese planeta Theia que golpeó a la joven Tierra hace 4.500 millones de años. El grupo ha planteado que el impacto convirtió la superficie de la Tierra en un mar de magma ardiente y provocó la expulsión de suficientes restos planetarios como para crear la Luna y que parte de Theia pudo hundirse y conservarse en las profundidades del manto de nuestro planeta.
Esos fragmentos de Theia son zonas densas de hasta 1.000 kilómetros de altura que estos geólogos han denominado «grandes provincias de baja velocidad» y que han descubierto enviando ondas sísmicas hacia el interior de nuestro planeta. Tanto debajo de África como del Océano Pacífico, la velocidad de estas ondas sísmicas se redujo a un ritmo lento, lo que indica una zona de roca más densa que sus alrededores. Se trata de manchas un 1,5 a un 3,5% más densas que el resto del manto terrestre, y más calientes, que tienen 1.000 km de espesor y se encuentran a 2.900 km de profundidad, lo que hace prácticamente imposible el acceso a ellas para analizarlas.
La posibilidad que plantea este grupo de geólogos es que si el planeta Theia era rico en hierro y muy denso, los trozos que se desprendieron al chocar con la Tierra debieron hundirse en el manto de nuestro planeta, donde habrían permanecido sin alterarse en lugar de mezclarse con el resto del manto.
Para estudiarlo, diseñaron modelos informáticos de convección del manto que muestran perfectamente que zonas densas del manto de Theia podrían, en efecto, haberse hundido y después acumulado en pilas termoquímicas similares a las zonas densas de la corteza terrestre ahora observadas sobre el núcleo de la Tierra y sobrevivir hasta nuestros días.
A esta conclusión ayudan trabajos publicados antes que muestran que las columnas de roca caliente y magma de algunos volcanes de Islandia y Samoa proceden de estas manchas y que algunos de sus elementos se remontan a hace unos 4.500 millones de años, cuando supuestamente Theia colisionó con la Tierra.
En conclusión, este trabajo podría ser la primera prueba de la existencia de Theia y explicar la naturaleza de esas grandes placas de roca densa situadas en la zona inferior de la corteza terrestre. Dado que los impactos gigantes son frecuentes en las etapas finales de la acreción de los planetas, es posible que en el interior de otros cuerpos planetarios también existan heterogeneidades del manto similares causadas por tales impactos.
Yuan, Q., Li, M., Desch, S.J. et al. Moon-forming impactor as a source of Earth’s basal mantle anomalies. Nature 623, 95–99 (2023). DOI 10.1038/s41586-023-06589-1.
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