Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina
“Si las ruecas hilaran solas y las minas produjeran solas, podríamos liberarnos de trabajadores y esclavos”. La frase es de Aristóteles. Un deseo de hace más de dos mil años y que se ha hecho realidad. La revolución científico-técnica nos ha proporcionado una tecnología que todavía no usamos adecuadamente y en toda su amplitud y profundidad. La creación y desarrollo de la electrónica: la radio, la Televisión, el teléfono, el láser, internet. La creación de las armas nucleares. La conquista del espacio, el vuelo espacial y el alunizaje. La irrupción del libro electrónico. El descubrimiento de los antibióticos, los anticonceptivos, el trasplante de órganos y la clonación, entre otros muchos avances de la Medicina.
Pero ¿es real el potencial liberador de la tecnología moderna? ¿existe actualmente esclavitud de la tecnología? ¿Sería posible, hoy mismo, un programa de automatización aplicado a todos los niveles productivos? Son todos interrogantes de un mismo deseo: liberarse de los trabajos y rutinas de la actividad física y mental. Quizá la magnificación de este deseo nos provoque recelo. De cualquier modo el progreso ha sido espectacular.
Hay un cuento alemán de W. Goethe, compuesto en 1791: El aprendiz de brujo. Un aprendiz que convierte, en ausencia de su amo, el verdadero brujo, una escoba en un autómata, al que ordena que transporte agua a la bañera. El aprendiz ignora la fórmula de desencantamiento y la escoba sigue impertérrita acarreando agua, con la consiguiente inundación de toda la casa. El mago ha de volver las aguas a su cauce y el aprendiz a su humildad de alumno.
¿Seremos nosotros, nuestra civilización, aprendices, aprendices de técnicas que provoquen un despegue para cuyo aterrizaje no estamos preparados?
La tecnología presenta una doble cara que hace posible la bomba junto al reactor pacífico, el cohete mísil junto al satélite de comunicación. Y esto es lo que alimenta el recelo del que hablábamos al principio. Una prueba de este recelo es ese subconsciente alucinante, ese lenguaje tan comparativo y analógico que utilizamos: al referirnos a las máquinas hablamos de “comportamientos”, “conductas”, “lenguaje”, “memoria” y hasta de reproducción y sexo de las máquinas.
La presencia de la tecnología ha seguido un camino lógico, el camino del poder adquisitivo: en un principio fueron patrimonio del poder. De ahí pasaron a las empresas, de estas al individuo, lo cual parece cumplir aquella previsión de Marcuse, un filósofo en contra de la tecnología, que en su libro El Hombre Unidimensional, afirmaba: “la revolución tecnológica comienza a actuar de forma efectiva en la producción y sólo es cuestión de tiempo el que supere completamente el sistema tradicional, transformado toda la sociedad y dando lugar a una nueva civilización. Por otra parte es incontestable que la tecnología ha mejorado en gran medida la vida de los seres humanos. Uno de los beneficios que reporta es la ampliación de nuestro círculo potencial de relaciones. Ahora bien, el precio de esta ampliación, es que nos perdemos en un mar interminable de opciones y responsabilidades ya que sin los límites que solían imponerse antaño, ya no sabemos cómo localizar y valorar a un posible compañero y amigo.
No es una locura pensar que un buen día puede levantarse alguien, reclamando un invento capaz de divertir positivamente, participativamente, sus descansos que cada vez serán más amplios.
Una herencia de los siglos XIX y XX que el poder de los estados del siglo XXI ha sabido digerir muy bien. Los ciudadanos, no tanto. Pero este mundo tecnológico, amén de sus aspectos negativos, multiplica por mil nuestras posibilidades. Aristóteles soñaba con ello.
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