Escritas y relatadas por Juan Manuel Igea
Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica
«El médico que solo sabe medicina, ni medicina sabe»
José de Letamendi y Manjarrés (1828-1897)
A finales del Pleistoceno, es decir, hace aproximadamente entre 10 y 20 mil años, se extinguieron la mayoría de los grandes mamíferos que había en la Tierra. Esta rica megafauna, como la llamamos hoy, estaba compuesta por mamuts, rinocerontes lanudos, grandes osos de las cavernas y ciervos gigantes, entre otros muchos grandes animales. Estas extinciones tuvieron lugar en todo el mundo y en distintos momentos, aunque ocurrieron con especial crudeza en el continente americano, y provocaron una drástica reorganización de todos los ecosistemas terrestres.
A pesar de décadas de investigación sobre la causalidad de estas extinciones, ha sido difícil desentrañar la importancia relativa que sobre ellas tuvieron los acusados cambios climáticos de finales del Pleistoceno y el aumento de las poblaciones de seres humanos que tuvieron lugar en ese período, y ello motivado por la pobre resolución cronológica de los registros fósiles. Se trata de fenómenos que ocurrieron rápidamente, demasiado para la información que los fósiles de esa época nos han podido aportar hasta ahora.
Un nuevo estudio liderado por O’Keefe y recién publicado en la revista Science ha avanzado en la comprensión de estas extinciones. Los nuevos hallazgos fueron posibles gracias a una nueva cronología radiocarbónica de los fósiles encontrados en una zona muy particular. Se trata de una localidad llamada Rancho La Brea, ubicada en el sur de California, en la que hay numerosos pozos de alquitrán de los que brotó brea durante 40.000 años y en los que quedaron atrapados incontables animales y plantas prehistóricos. Hoy en día es uno de los depósitos de fósiles de finales del Pleistoceno más grandes del mundo.
El equipo de O’Keefe obtuvo nuevas fechas de radiocarbono por AMS en 172 animales encontrados en esos pozos y elaboró una cronología de resolución muy alta respecto a las ocho especies de mamíferos más comunes en La Brea desde 15,6 hasta La reciente extinción de los grandes mamíferos 10 mil años antes del presente. La presencia de colágeno en casi todas las piezas fósiles permitió la realización precisa de este estudio. Descubrieron que 7 de estas especies se habían extinguido en la región hacia 12,9 mil años. A continuación, a partir de registros de núcleos sedimentarios locales, los autores evaluaron la cronología de estas extinciones con registros paleoclimáticos y paleoambientales regionales, así como con análisis a escala continental de la extinción de la megafauna y el crecimiento demográfico humano en Norteamérica. Según los resultados, la desaparición de la megafauna en La Brea precedió en al menos 1.000 años a la extinción de la megafauna norteamericana, fue además anterior a una glaciación tardía ocurrida al final del Pleistoceno (llamada Younger Dryas), y coincidió con el cambio de vegetación y con la aridificación que tuvo lugar durante un breve evento de calentamiento climático que tuvo lugar entre hace 14,6 y 12,8 miles de años. Otro hallazgo importante es que los registros revelan un aumento de la actividad incendiaria a gran escala en esa misma región del sur de California, que la modelización de series temporales relaciona fuertemente con el aumento de la presencia humana en esa región.
En resumen, la extinción de la megafauna del Pleistoceno en una zona del sur de California se debió a incendios a gran escala en un ecosistema cada vez más vulnerable a causa del cambio climático y de la presencia humana.El estudio no solo aporta datos sobre la dinámica que contribuyó a las extinciones del Pleistoceno, sino también sobre el cambio ecológico moderno. Resulta que las condiciones que provocaron el cambio de estado de la megafauna al final del Pleistoceno en el sur de California se repiten hoy en el oeste de Estados Unidos y en muchos otros ecosistemas de todo el mundo. Por ese motivo, entender la interacción entre los cambios climáticos y los antropogénicos en esta extinción masiva de grandes mamíferos puede ser útil para mitigar la pérdida de biodiversidad que estamos contemplando hoy ante presiones similares.
F. R. O’Keefe et al. Pre–Younger Dryas megafaunal extirpation at Rancho La Brea linked to fire-driven state shift. Science 381, eabo3594( 2023). DOI: 10.1126/science.abo3594.
La existencia de formas de vida en zonas inhóspitas de nuestro planeta ha llamado desde hace tiempo nuestra atención porque nos ofrece una perspectiva única sobre la sorprendente capacidad de adaptación de la vida a los entornos más difíciles y porque nos abre la puerta a considerar la existencia de seres vivos en otros planteas que a primera vista hemos considerado inhabitables.
Uno de esos lugares poco amigables para la vida lo encontramos en la profundidad de nuestros océanos, en las chimeneas hidrotermales. Se trata de respiraderos que se forman cuando el agua de mar fría y rica en oxígeno se filtra por las grietas de la corteza terrestre y vuelve a salir siseando al encontrarse con el magma caliente subyacente. El calor desencadena reacciones químicas que eliminan el oxígeno del agua, pero le aportan minerales como el hierro, el manganeso o el cobre, e incluso diversos sulfuros, el metano y el hidrógeno. A pesar de sus duras condiciones, hace tiempo se descubrieron formas de vida sencillas en estas chimeneas pobres en oxígeno, frías y ricas en minerales reductores. Una de ellas es un grupo de bacterias pertenecientes al género Sulfurimonas, que se descubrieron en estas chimeneas profundas en 2003. De hecho, estas bacterias son las dominantes en estas chimeneas del fondo del océano. Desde entonces se han aislado nada menos que 12 especies distintas de Sulfurimonas, todas presentes en esos particulares entornos con poco oxígeno y concentraciones elevadas de metales. Estas bacterias atípicas pueden vivir ahí porque están dotadas de maquinarias enzimáticas capaces de arrancar la energía a sustratos diferentes al oxígeno, en este caso, los sulfuros.
Pero estos líquidos calientes de las fuentes hidrotermales se mezclan a veces con el agua del mar fría y oxigenada circundante y pueden elevarse a cientos de metros del fondo marino y después, dispersarse hasta miles de kilómetros de su origen. En estas otras zonas marinas, llamadas no boyantes, las aguas hidrotermales consisten principalmente en agua de mar fría, pero ahora saturada de oxígeno con mezclas muy diluidas de fluido hidrotermal (<0,01%). A primera vista, podríamos pensar que estas aguas no serían adecuadas para la vida tan especializada de este notable género Sulfurinomas.
Sin embargo, un estudio recién publicado ha descubierto una nueva especie perteneciente a este mismo género que vive precisamente en estas zonas no boyantes de las aguas termales submarinas ricas en oxígeno, un entorno donde hasta ahora las otras especies de este género no podían sobrevivir. Se trata de la bacteria Sulfurimonas pluma, un miembro más pequeño que sus otros 11 parientes, que crece en esos penachos de agua oxigenados a cientos de metros de ellos.
Es una bacteria con un genoma más pequeño que el de sus parientes, pero que le permite vivir en un ambiente más oxidante y obtener la energía, en este caso, no del sulfuro, sino del hidrógeno. Luego las diferentes bacterias del género Sulfurinomas tienen la capacidad de vivir tanto en zonas del océano pobres en oxígeno y extraer la energía del sulfuro como en zonas ricas en oxígeno y extraerla del hidrógeno, lo que muestra una prodigiosa capacidad de adaptación al entorno.
El hallazgo tiene por sí mismo un gran interés, porque es una prueba más de la asombrosa capacidad de la materia viva de adaptarse a los entornos más extremos en nuestro planeta, pero una derivación muy interesante de este estudio es que los astrónomos opinan que es probable que este tipo de fuentes termales exista en mundos oceánicos como Europa, la luna de Júpiter y Encélado, el satélite de Saturno. La misión Cassini de la NASA, que estudió Saturno y sus lunas desde 2004 hasta 2017, encontró hidrógeno en los chorros que brotaban del polo sur de Encélado cuando voló por encima de ellos, lo que apunta a la existencia de fumarolas hidrotermales activas ricas en hidrógeno en el fondo del océano de esa luna, igual que en la Tierra. Luego la existencia de estas formas de vida aquí en la Tierra nos ayuda a comprender mejor las formas que podría adoptar la vida en esas lunas extraterrestres.
Massimiliano Molari, científico del Instituto Max Planck de Microbiología Marina de Alemania y líder del grupo autor de este trabajo, refiere que Sulfurimonas pluma ha experimentado cambios génicos únicos que le permiten no sólo adaptarse, sino también prosperar en una amplia gama de entornos en los océanos de la Tierra, desde la proximidad de respiraderos ricos en hidrógeno en el fondo marino hasta las plumas ricas en oxígeno situadas a miles de kilómetros de distancia. La presencia global de este microorganismo tan sumamente adaptable en nuestros océanos nos induce a concebir que algo comparable pueda surgir en otros lugares del sistema solar.
Molari, M., Hassenrueck, C., Laso-Pérez, R. et al. A hydrogenotrophic Sulfurimonasis globally abundant in deep-sea oxygen-saturated hydrothermal plumes. Nat Microbiol8, 651–665 (2023). https://doi. org/10.1038/s41564-023-01342-w.
Albert Einstein presentó en Berlín en 1915 su Teoría General de la Relatividad, y con ello cambió completamente la forma de ver el cosmos. Una de sus predicciones fue que el tiempo debió transcurrir más lentamente al principio del universo, cuando tenía un tamaño mucho menor, que en el momento actual. Einstein consideraba que el espacio y el tiempo están entrelazados, de manera que el espacio-tiempo puede entenderse como un tejido de cuatro dimensiones, tres espaciales y una temporal. Si ese tejido espacio-tiempo se distorsionara, por ejemplo, por la presencia de un objeto de gran masa, el tiempo también lo haría, de modo que transcurriría más despacio cerca de esa masa que lejos de ella.
Uno de los factores que distorsiona el espacio-tiempo es la energía oscura, esa entidad desconocida que expande el universo de forma progresiva y acelerada. Si la predicción de Einstein es cierta, la observación desde la Tierra de fenómenos muy lejanos ocurridos muy pronto en el desarrollo del universo debería mostrar que el tiempo ha pasado allí de forma más lenta precisamente porque el espacio-tiempo era entonces de menor tamaño. Esto se ha comprobado ya mediante la observación de supernovas antiguas, estrellas que estallaron cuando consumieron todo su combustible nuclear y colapsaron bajo la fuerza gravitatoria para después expandirse aceleradamente.
El estallido de la estrella genera una luz intensa que desciende rápidamente. Este descenso lumínico se conoce bien, y se ha visto que en las supernovas lejanas (y, por ello, más antiguas) se produjo de forma más lenta porque el tiempo transcurría entonces más despacio. Además, el estiramiento del espacio-tiempo que hay entre nosotros y esas estrellas agonizantes hace que la luz emitida por ellas se alargue y, por ello, se corra al rojo. Pero es muy difícil observar supernovas muy lejanas, es decir, surgidas al principio de la edad del universo, por su baja luminosidad. Por eso, era necesario recurrir a otros objetos más lejanos, como podían ser los cuásares, para ratificar el efecto relativista sobre el tiempo del universo.
Los cuásares son agujeros negros supermasivos situados en el centro de las galaxias que absorben el material que se les acerca emitiendo fuertes radiaciones electromagnéticas en forma de explosiones de fuegos artificiales con una cadencia conocida. Eran frecuentes cuando el universo era más joven, y podemos observarlos todavía hoy debido a su enorme luminosidad. No obstante, los cuásares son más difíciles de analizar que las supernovas, porque estas últimas se ven como un único destello de luz y las primeras como fenómenos lumínicos más complejos. Pero las fluctuaciones de luz que producen tienen sus propias escalas de tiempo y por ello podrían servir de marcadores de un tiempo primitivo.
Precisamente se ha publicado un estudio en este sentido en la revista Nature Astronomy. El astrofísico Geraint Lewis, de la Universidad de Sídney, en Australia, y el estadístico Brendon Brewer, de la Universidad de Auckland, han estudiado las fluctuaciones de 190 cuásares que existieron hace casi 13.000 millones de años, es decir, cuando el universo tenía poco más de 1.000 millones de años. La observación duró dos décadas, y evaluaron varias longitudes de onda para poder conocer bien cómo se comportaban exactamente las complejas emisiones de luz de estos agujeros negros. Combinando todas esas observaciones, pudieron determinar el «reloj» de cada cuásar, y mediante un análisis bayesiano de varias hipótesis pudieron constatar que el motivo de esas fluctuaciones de los cuásares (o «reloj» de cada cuásar) era que el tiempo transcurría más lentamente en el momento en que esos cuásares existían.
Los investigadores pudieron incluso cuantificar cuánto más despacio pasaba el tiempo en ese momento tan primigenio del universo, y determinaron que el tiempo en aquel entonces, cuando el universo tenía solo un 7% de su edad actual, pasaba 5 veces más lento que pasa ahora.
El estudio tiene un gran interés, porque ratifica la teoría de Einstein de la variabilidad del tiempo a lo largo de la vida del universo y podría ayudar en el futuro a entender mejor cómo empezó el universo y cómo ha evolucionado. Incluso podría ser un hallazgo que ayudara a aclarar en un futuro qué es esa escurridiza energía oscura que hace que el universo se esté dilatando de forma acelerada
Lewis, G.F., Brewer, B.J. Detection of the cosmological time dilation of high-redshift quasars. Nat Astron (2023). https://doi.org/10.1038/ s41550-023-02029-2.
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