La princesa de Bolivia

Por Tomás HERNÁNDEZ CORRAL

Médico

Durante mi estancia de diez semanas en Bolivia, participando en un proyecto de cooperación patrocinado por la Universidad de Salamanca y la Junta de Castilla y León, a través de la Consejería de Sanidad, dediqué la mayor parte de mi trabajo a realizar reconocimientos escolares a varios centenares de los alumnos, en dos colegios de Santa Cruz de la Sierra A lo largo de ese período, y a modo de diario, iba anotando mis impresiones y opiniones, así como las actividades que, junto a otros voluntarios, desarrollábamos en aquel país. De este diario quisiera rescatar lo que escribí un día, a finales de mayo, en recuerdo de la niña protagonista del relato, y que dice así:

Lunes, 25 de mayo de 2009.

Hoy sólo voy a escribir sobre una niña a la que hemos realizado el reconocimiento en el Colegio Daniel Campos. Quiero dedicarle estas palabras a ella, que representa a tantos y tantos niños que carecen de muchas cosas, principalmente de cariño y dedicación por parte de unos padres que, quizá, también vivieron una infancia similar.

Wendy, la niña a la que me refiero, entró en el consultorio en cuarto lugar. Apenas hablaba con un susurro de voz; con un tono más quedo, aún, que el utilizado normalmente por los chavales que atendemos a diario, que ya es bajo de por sí. Era delgadita, acorde con su segundo apellido, Delgadillo, y el peso que dio en la báscula, 25 kilos para sus diez años recién cumplidos, confirmó que lo estaba en grado importante. Sus ojos, de un negro intenso, carecían de brillo y vagaban de un lado a otro de la sala. Me percaté enseguida de que la invadía una tremenda tristeza ó acaso fuera temor, ó una mezcla de ambos. Traté de darle confianza con sonrisas, palabras cariñosas y atusándole el largo cabello de color azabache. Judith, la voluntaria que colabora en los reconocimientos, también intuyó algo, porque guardó silencio y dejó que yo conversara con la niña, cuando normalmente esa parte de la exploración (peso, talla y agudeza visual), la realiza ella casi en exclusiva.

La práctica totalidad de los niños sueltan una carcajada, cuando exploramos el reflejo rotuliano y su pierna sale despedida hacia delante, con mayor o menor ímpetu. Wendy no hizo ningún ademán; sólo me miró y esperó a que le dijera lo siguiente que tenía que hacer. Al llevar a cabo la auscultación pulmonar, observo en su espalda una lesión entre marrón y violácea que, en principio, me sugirió una quemadura evolucionada, y otras lesiones más pequeñas alrededor. Al preguntarle que si se había quemado en esa zona, comenzaron a caerle las lágrimas por sus mejillas y me dice: “Nome he quemado; es que mi mamá me ha golpeado con el cinturón”. Totalmente en silencio, sin un gemido, resbalaban las lágrimas por su carita, dejándome sumido en un silencio que traducía mi impotencia, pues no sabía qué hacer o decir. Reaccioné en unos instantes y le pregunté que si su madre la pegaba a menudo; sin hablar y tratando de secarse el llanto, asintió con la cabeza varias veces. “¿Por qué te ha golpeado?”, le pregunté. Y ella, con hilo de voz, me responde que porque había perdido un zapatito de su hermano más pequeño; y de nuevo le brotan las lágrimas, como si le doliera más la pérdida del calzado que los golpes recibidos.

Terminé como pude la exploración y la senté en la camilla. “Sabes una cosa”, le dije: “Tú eres la princesa de Bolivia y me gustaría hacerme una foto contigo”. Esbozó lo que intuí como una sonrisa que, apenas iniciada, se desvaneció en su boca y se acurrucó contra mi costado, esperando a que Judith, la ayudante, nos hiciera la foto. Varios segundos después, ella permanecía apretada contra mí, y yo con el alma zarandeada por la emoción y la pena. La ayudé a bajar de la camilla de exploración y le repetí: “No te olvides nunca de que tú, Wendy, eres la princesa de toda Bolivia”. Y entonces creí ver en su cara, por un instante, un atisbo de esa felicidad que, hasta esos momentos, el destino le había negado y que se merece más que nadie.

Ya en casa, reflexioné sobre lo ocurrido por la mañana; y me convencí de que, sólo por ese instante de felicidad de Wendy, merece la pena haber venido hasta aquí. Lo demás, si hacemos algo de provecho, será por añadidura.

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