Por Luis SANTOS GUTIÉRREZ
Un desideratum irrenunciable de cualquier país o nación es que el razonamiento humano consiga a toda costa el consenso universal en la aceptación de las normas que rigen la convivencia entre las personas. [Entre ciudadanos, suele decirse; sin pensar que las tribus y las agregaciones nómadas son anteriores a la civitas; previas, por lo tanto, a las colectividades urbanas]. Tales son las llamadas genéricamente leyes de “educación cívica”. Como la que ahora (con el solemne rechazo de la Conferencia Episcopal) propone el Gobierno de R. Zapatero en la llamada enseñanza secundaria.
Regidora universal de los comportamientos, la Ética, innata en la especie humana como ley natural (¡y muy bien estudiada por los filósofos de todos los tiempos!), ha precedido, desde el neolítico, a las diferentes tablas de moral religiosa aparecidas en el posterior devenir de las diferentes culturas. Así, hoy, coexisten en el ancho mundo (creyentes en dioses distintos), grandes colectividades de seres cuyas conductas son pautadas por severas normas convivenciales de moral religiosa. Normas, muchas de ellas, ajenas a lo intrínsecamente razonable. [Sirva un ejemplo demostrativo: en la católica, la palabra de los sacerdotes es capaz de transformar el pan en el cuerpo de Cristo. Pero la moral religiosa de los ministros de la fe les exige (contra natura), el voto de castidad. No sólo ellos conocen la angustia con que viven su calvario; muchos traumatólogos hemos asistido las heridas producidas por las garras del cilicio].
El poder moral de obligar de la Ética que informa la ley natural es reconocido por la propia Iglesia Católica. Los viejos cristianos saben muy bien que todos los humanos apencan desde su nacimiento con ese misterio, reo de infierno, que es el pecado original de Adán y Eva. Y que siglos después de la Creación, bajó a la Tierra (y murió) el Cristo Dios para redimir a la humanidad de tal pecado universal. Con el Redentor nos llegó la buena nueva, la gracia santificante y la Salvación. Pero ¡ojo! sólo a cambio de cumplir con los santos mandatos…Muchas veces he preguntado a algún sacerdote [el último estará leyendo este artículo]: padre, ¿dónde estarán hoy los millones de niños (y no tan niños) que, habiendo vivido en los siglos de entre el pecado del Paraíso y la venida de Cristo, se masturbaban, inocente e instintivamente, sin haber tenido la oportunidad de conocer la buena nueva y sus prohibiciones contra natura? La respuesta fue siempre la misma: por supuesto en el Cielo; como todos los que, ignorantes de la existencia y los designios del Salvador, hayan ajustado sus conductas a esa ley natural que pauta el recto proceder convivencial de las personas: es decir, el proceder ligado a la inequívoca conciencia de no haber obrado mal; el que no se sigue de remordimiento. Así de abierta es la postura de la jerarquía católica en una cuestión clave que nada tiene que ver con el ritual arcano (penetrado de simbolismo) de sus misterios teológicos. Quiero creer que, en el mismo orden de cosas, la respuesta sobre similares premisas formuladas a ministros sagrados de otros credos monoteístas hubiera sido la misma [no olvidar que el judaísmo y el islamismo comparten historia desde el Génesis al arcángel San Miguel]. Y entiendo que las anteriores consideraciones prueban, con rigor silogístico, la inoportunidad de contraponer dialécticamente los contenidos de una ley preexistente y universalmente sentida, con los preceptos (de índole distinta) de las religiones surgidas (y algunas de ellas desaparecidas) a lo largo de la historia. En definitiva, lo irrazonable de confrontar religión y ética; o, lo que es lo mismo, denostar la titulación curricular, rebosante de buena fe, propuesta por el Gobierno español para la asignatura Educación para la Ciudadanía. Aunque tal vez mejor fuera denominarla Educación para la convivencia entre personas que respetan los derechos humanos. Esos derechos encarecidos tras revoluciones burguesas modernas (como la norteamericana y la francesa), y entre los que, como ya dije, no es el menos importante la libertad de elección de uno u otro credo religioso o el de declararse agnóstico. En definitiva, considerar la Ética como equivalente de la discutida Educación para la Ciudadanía. Una asignatura, ésta, que nada tiene que ver con el derecho, inalienable, que cada persona tiene a optar (al margen del Estado) por de Religión que le subyugue: o sea, Dios y el Cesar, uno a cada lado (con sus criterios) de la línea que marca la rectitud de los comportamientos.
Por lo que de animal tiene, la zoonaturaleza de la especie humana conserva todavía el ansia instintiva que la lleva a alimentarse hasta “tupirse” y a fornicar a lo bestia a costa de lo que sea. Cuando tras el homo habilis y el homo erectus vino, al final, el homo sapiens, la homonaturaleza madura aprendió que no todo vale; inventó las lenguas; se cuestionó el sentido del universo y de la vida, aceptando, muy mayoritariamente, su dependencia de seres supremos (dioses) en ese arcano lleno de misterios que es el hecho religioso. Creó el arte; extendió el acervo de los saberes en diferentes culturas y se dotó de organizaciones políticas jerarquizadas que abocaron en lo que hoy son los modernos Estados. Pero, sobre todo, desarrolló la Ética (la innata e imprecisa ley natural) cuya regla de oro (aspirando a la justicia distributiva), se basa en la igualdad de derechos de las personas más allá de su raza, género, estado, lengua o religión. Pues bien, no otra cosa que pura Ética es la controvertida e imprescindible Educación para la Ciudadanía. Una materia cuyo cometido es enseñar a los alumnos a comportarse de modo que su homonaturaleza solidaria domeñe a su zoonaturaleza egoísta. ¡De ninguna manera pretende ser un texto adoctrinador sustitutivo de la moral religiosa! Pero no es sólo eso. En la tan tardíamente conseguida homonaturaleza no todo es excelente. La sagacidad interesada de la mente humana ha sido capaz de crear, además, injustos privilegios de los que se aprovechan los más avispados… Los privilegios que fustiga, implacable, la famosa asignatura, cuyos contenidos expresan precisamente la antítesis de “el mal” al que alude cierto obispo. [El mal, pienso yo, era achicharrar cristianos por afirmar que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol; o es, en nuestros días, el hacer otro misterio del sagrado sacramento del matrimonio cuya garantía de permanencia tienen asegurada únicamente los parcos de peculio en la misma medida que resulta fácil demostrar a millonarios, empresarios, artistas, toreros, nobles titulados o mitos de las letras o del espectáculo (los que pueden saldar las minutas de La Rota), que su ostentoso enlace canónico fue nulo desde el mismo momento de su celebración. Y ahí tiene Vd. al cardenal Róuco Varela recasando (al menos en lo que es la ceremonia parafernalia repetida) a Don Camilo José de Cela con Dª Marina Castaño, para escándalo de los sensatos. Cosas así son las que hacen tambalear la fe de muchos: el que, hoy, lo que unió Dios [eso creía yo, porque me lo dijeron en la boda y, felizmente, por bien unido lo tengo] lo puedan separar, previo pago, los ministros de la Iglesia. Eso es “el mal”.
La Religión [para muchos también lo más importante de sus vidas] se mama en casa. En la familia. En las iglesias, en los seminarios, en los centros docentes explícitamente confesionales autorizados por el Estado. Siendo éste laico, es evidente que la Religión no cabe como asignatura en los curricula de los centros de enseñanza pública.
Pero en todas y cada una de las colectividades humanas creyentes en un dios, la evolución histórica de su cultura ha progresado indisolublemente trabada con la de sus particulares hechos religiosos. Y ahí están las catedrales, los templos, las sinagogas, las mezquitas y las imágenes. No se puede entender ninguna expresión artística del pasado sin conocer esos hechos. De aquí que sí sea competencia del Gobierno ¡y urgente! no sólo introducir la Historia de las Religiones como asignatura obligatoria fundamental en los programas de enseñanza estatal, sino exigir su inclusión en los de los centros confesionales autorizados. En vez de atacar con argumentos falaces a la Educación para la Ciudadanía, eso sería lo que, por la parte que le toca, debiera reclamar sin tardanza al Gobierno la Conferencia Episcopal.
Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina
En un océano oscuro, sin vida, súbitamente un alga tomó un color azul y todo pareció iluminarse y apareció otra y otra donde antes todo eran tinieblas y de aquellas algas azules, surgieron unos minúsculos elementos y unos y otros, formaron un todo y éste cobró forma humana. Esta explicación un poco laica y poética del origen de la vida, quizás pronto pueda sustituirse por argumentos biofísicos, irrefutables. ¿Estamos en el comienzo de una apasionante investigación que hará el hombre poseedor de su propio origen? Hace menos de 50 años, se desconocía el número exacto de cromosomas de la especie humana. Hoy somos capaces de aislar una célula de un huevo humano, analizar su contenido genético y establecer, en ciertos casos, terapéuticas preimplantatorias.
Cuando el hombre llegaba a la luna, los pediatras tan sólo podrían controlar al feto, separado de sus sentidos por pocos centímetros de tejidos maternos, mediante un rudimentario aparato, el mismo que usaban las matronas hace siglos. Hoy, con la ecografía, las técnicas invasivas, la bioquímica –sólo nos falta un código con el que comunicarnos con el feto.
El ciudadano, contempla con asombro y, no pocas veces con temor, el progreso de la ciencia médica. Los límites del cuerpo humano que parecían estar bien definidos, trazados con precisión, aquellos se diluyen no sólo en el sentido orgánico sino también individual. La confidencialidad es una de las bases éticas de la medicina actual. Cuando un enfermo entra en un Hospital, o en una clínica privada y se le realizan pruebas, los resultados de éstas no sólo son privados por razones normativas sino porque son extensiones del cuerpo del enfermo. Él es el único propietario, como lo es de su boca o sus antebrazos- y puede exigirlas (lo que se olvida frecuentemente). Con el progreso de la tecnología, cabe el peligro de que el médico sea un ente anónimo inasequible al paciente.
Voltaire, no hubiera podido repetir su célebre frase de que los hombres emplean el lenguaje para esconder su pensamiento. Pero al igual que en todas las ocasiones que se analizan las posibles consecuencias del progreso científico, surge la duda de si el poner trabas a aquél nos hará perder unos beneficios impensables, en el estado actual de la ciencia. Se equipara al científico con el mago alquimista de pócimas desconocidas y tenebrosas o por el contrario, se le exige una capacidad normativa que regule el desarrollo científico. Pero, ¿en base a qué? Quizás el mantenimiento de los límites del cuerpo humano, en sentido metafórico y amplio sea una de las premisas.
Nunca nos hemos preocupado de que una máquina o un robot lleguen a ejercer como un hombre, pero sí nos entristece un hombre, y muy especialmente un científico, cuando actúa como un robot.
Recordemos el diálogo entre Fausto y Mefistófeles, y la respuesta que este último da al lugar en que se halla el infierno: el infierno no tiene límites, ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno está donde estamos, y donde está el infierno tenemos que permanecer. La ciencia, en su avance cotidiano, lo único que debe pretender es eliminar los peculiares infiernos, que pueden asediar al hombre y, en ningún caso, abocarlo a un mundo sin límites, como define Mefistófeles.
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