Es frecuente y seguramente normal que, cuando una película comercial aborda un problema relacionado con la salud, los especialistas en ésta aprecien errores o inexactitudes en la presentación o el desarrollo del asunto y se sientan preocupados especialmente por el riesgo que pueda entrañar, en el sentido de confundir a unos espectadores no familiarizados con la Medicina, dando una falsa idea del problema en cuestión. Pero habrá que pedirles que comprendan que se trata, ante todo, de obras de ficción, sometidas a las reglas de la dramatización y la verosimilitud, y no a las de una veracidad que suele estar siempre lejos del alcance del lenguaje cinematográfico y audiovisual en general. Por eso entendemos que a una película hay que exigirle ante todo que funcione como tal, y no tanto que refleje con precisión científica las características reales del trastorno del que habla. Porque, desgraciadamente, la enfermedad constituye un hecho clave en la vida de todo ser humano, y el cine —como la literatura y otras formas de expresión narrativas— no puede dejar de referirse a ella.
Viene esta introducción, perfectamente discutible, por lo demás, a propósito de la película firmada por los cineastas Richard Glatzer y Wash Westmoreland, estadounidense el primero, británico el segundo y pareja en la vida real, titulada en España ‘Siempre Alice’, aunque quizás habría sido más ajustado traducir el original como ‘Todavía Alice’, que refleja mejor los titánicos esfuerzos de la protagonista por seguir siendo ella misma a pesar del grave trastorno que padece. Alice Howland es una prestigiosa profesora de Lingüística en la Universidad neoyorquina de Columbia, apasionada por su trabajo y rodeada de una familia afectuosa y unida, más allá de los roces habituales en toda convivencia. Su marido, John, es médico dedicado a la investigación en otro campus y con un futuro profesional prometedor. Tienen tres hijos: Tom, estudiante de Medicina también; Anna, licenciada en Derecho y que pronto quedará embarazada de gemelos, y Lydia, la pequeña, empeñada en ser actriz de teatro en Los Ángeles, contra el criterio de su madre y con el apoyo discreto de su padre. Un día, en medio de una conferencia, Alice olvida la palabra que iba a pronunciar y sale del apuro como puede, aunque profundamente sorprendida.
Días más tarde, corriendo para hacer ejercicio por su propio recinto universitario, que conoce a la perfección, se siente perdida, tiene grandes dificultades para volver a casa y empieza a preocuparse seriamente por su estado de salud. La visita a un neurólogo y algunos síntomas más darán pie a un diagnóstico demoledor: sufre una variedad poco frecuente de Alzheimer, que se caracteriza por su inicio precoz —Alice acaba de cumplir 50 años— y por la posibilidad de que pueda ser hereditaria.
Este último aspecto la impulsa a comunicar el hecho a sus hijos, además de a John, que se muestran consternados, reaccionan de formas diferentes, pero le prestan su apoyo incondicional. A partir de ese momento, la película va describiendo minuciosamente, más que los nuevos síntomas en sí y el deterioro inexorable que producen, la evolución psicológica de la protagonista y su entorno. Y lo hace a partir de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana, narradas con exquisita sensibilidad y servidas por una brillante interpretación de Julianne Moore —merecedora a todas luces del citado Oscar, aunque tenga que soportar, injustamente en este caso, el sambenito de que la Academia de Hollywood tiene una tradicional preferencia por premiar papeles de enfermos, sobre todo de carácter mental—, rodeada por un sólido, sobrio y eficaz plantel de actores, como Alec Baldwin, Kristen Stewart o Kate Bosworth, en especial.
Hay momentos de ese devenir imparable que llaman especialmente la atención por su tratamiento en el filme: cuando los alumnos de Alice detectan sus dificultades para expresarse con coherencia, sin que ella las haya percibido todavía, y lo reflejan en su evaluación periódica, por lo que debe abandonar la enseñanza; o cuando, lúcida aún, pero consciente ya de su progresivo deterioro, se dicta a sí misma en el ordenador una serie de instrucciones precisas para acabar con su vida cuando ya no pueda recordar nada de lo que de verdad le importa, aunque ese objetivo se frustrará de forma un tanto artificiosa en términos del guión. O cuando John se debate moralmente entre su deseo de progresar profesionalmente aceptando una propuesta de la famosa Clínica Mayo, en Minnesota, y el de mantenerse en todo momento cerca de su esposa, conflicto que resolverá en pro de sus expectativas personales, aun con grandes sentimientos de culpabilidad. O cuando Alice dicta una conferencia a una asociación de enfermos de Alzheimer, teniendo que subrayar con rotulador las líneas de su discurso, para no repetirlas aleatoriamente. O cuando Lydia, la persona que más había discutido con ella en su vida, se presenta en casa al final, dispuesta a cuidarla y dando a entender que renuncia generosamente, y aunque sea de forma temporal, a sus aspiraciones artísticas.
Desde el punto de vista cinematográfico, destacan sobre todo el largo primer plano con el que Julianne Moore mantiene el primer interrogatorio del neurólogo, que no aparece en pantalla —lo hará más adelante, siempre en favor de su paciente—, mientras la actriz desarrolla una interpretación prodigiosa; aquel otro, sinuoso y también ininterrumpido, en el que Alice y Lydia charlan cerca de la playa; o la utilización de fragmentos de películas familiares en formato doméstico para tratar de fijar los recuerdos de la protagonista, o la brillante idea de materializar el desenlace mediante el procedimiento de dejar al final la pantalla en blanco… como la mente de la protagonista.
Ya apuntábamos al principio que quizá ‘Siempre Alice’ no sea —ni lo pretende, aunque ha contado con el asesoramiento médico y de numerosas asociaciones de enfermos de Alzheimer que figuran reseñados en los títulos de crédito finales— una lección magistral sobre el problema médico que aborda. Pero tampoco podrá negarse que sus directores, Wash Westmoreland y Richard Glatzer —fallecido recientemente tras una larga lucha contra la esclerosis lateral amiotrófica que padecía y que dificultó extraordinariamente su trabajo durante el rodaje de la película—, han obtenido de la novela de Lisa Genova un relato emocionante y bien construido, sin abusar de los recursos sentimentales a los que tanto se prestaba el argumento, y capaz de atraer al espectador más por la honda peripecia humana de una persona y una familia afectadas por una grave enfermedad que por el posible sensacionalismo con el que podía haber sido tratado un tema tan sugerente en muchos aspectos. Una película, en suma, que, a pesar de la dureza de su tema, es de las que se contemplan con gran interés y hacen del cine una forma privilegiada de comunicación, si no directamente un arte.
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