Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)
Textos seleccionados por el autor a partir de su Laboratorio del lenguaje; reproducidos con
autorización de ‘Diario Médico
En su país, el Perú, Daniel Alcides Carrión García (1857-1885) está considerado como un auténtico mártir de la medicina por su abnegada aportación al conocimiento de la bartonelosis.
Hijo del médico y abogado ecuatoriano don Baltasar Carrión de Torres y de doña Dolores García, Daniel Carrión nació y se crio en Cerro de Pasco, pequeña ciudad peruana de la meseta altoandina. Siendo todavía estudiante de medicina, se interesó por la patología peruana y escogió como tema de investigación la llamada «verruga peruana», enfermedad endémica en algunas zonas de la serranía del Perú.
Por aquel entonces, no se conocían bien las causas de la enfermedad, que algunos achacaban a una toxinfección hídrica, otros atribuían a las condiciones palúdicas de las quebradas, y otros, en n, partidarios de la doctrina unitaria, consideraban como una misma entidad nosológica que la grave epidemia denominada «fiebre de La Oroya», descrita en 1870 entre los trabajadores que construían el ferrocarril en el distrito peruano de La Oroya.
Después de cuatro años de observaciones clínicas sobre la verruga peruana, Carrión quiso conocer mejor las primeras fases de la enfermedad y demostrar su carácter infeccioso inoculable. Para ello, y pese a ser bien consciente de que no existía ningún tratamiento eficaz para la enfermedad, decidió experimentar en su propio cuerpo la inoculación de material contagioso procedente de un paciente infectado. El 27 de agosto de 1885, en el Hospital Dos de Mayo de Lima, Carrión procedió a inocularse, con cuatro lancetazos, la secreción obtenida de una verruga de una niña de 14 años llamada Carmen Paredes.
“Carrión decidió experimentar en su propio cuerpo la inoculación de material contagioso de un paciente infectado”
Durante el tiempo que duró el experimento, Daniel Carrión fue relatando los síntomas que comenzó a presentar a las tres semanas de la inoculación, en todo semejantes a la fase aguda de la fiebre de La Oroya. La enfermedad evolucionó rápidamente y el 4 de octubre, ya agonizante, Carrión fue trasladado a la Maison de Santé, donde falleció al día siguiente, apenas cuarenta días después de la inoculación, pero habiendo demostrado con su sacrificio que la fiebre de La Oroya y la verruga peruana eran dos fases de una misma enfermedad.
En el año 1886, en el marco de la ceremonia conmemorativa del primer aniversario del óbito, la sociedad médica Unión Fernandina –a la que perteneció en vida Daniel Carrión– propuso como homenaje a su memoria bautizar a la verruga peruana y a la fiebre de La Oroya, conjuntamente, como enfermedad de Carrión. Y ese nombre seguimos dándole todavía hoy.
El 29 de octubre de 1959, el guionista René Goscinny y el dibujante Albert Uderzo comenzaron a publicar en la revista Pilote las aventuras de Astérix el Galo, que con el tiempo se ha convertido en el personaje francés de historieta más popular del mundo. Exactamente sesenta años después, el 29 de octubre de 2019, salió de la imprenta el álbum número 38 de la colección: La hija de Vercingétorix.
La nueva entrega se centraba en el conflicto intergeneracional que enfrenta a los personajes habituales de la saga, ya maduros, y la nueva generación de adolescentes como Blínix, hijo del pescadero Ordenalfabétix, y Sélfix, hijo del herrero Esautomátix. Protagonista absoluta de la historieta es la hija del jefe arverno Vercingétorix, derrotado por Julio César en la batalla de Alesia. Se trata de una adolescente difícil, rebelde, terca, inconformista, combativa, malhumorada, pacifista, hastiada de la guerra entre galos y romanos, defensora del medio ambiente, antisistema y anhelante de una nueva vida en paz que espera hallar en la mítica isla de Tule.
Para crear el personaje, Jean-Yves Ferri y Didier Conrad arman haberse inspirado en sus propias hijas adolescentes, y achacan cualquier posible parecido con personas reales a la mera casualidad. Digan lo que digan, no obstante, incluso físicamente –alta, delgada, con una larga trenza pelirroja y vestida «al estilo gótico que hace furor en Lutecia»– salta a la vista que la hija de Vercingétorix se parece mucho, ¡pero que mucho!, a la activista sueca Greta Thunberg.
¿Y saben qué nombre eligieron sus padres historietísticos para esta combativa heroína que revoluciona y pone patas arriba la irreductible aldea gala? Pues el de la más combativa de las hormonas: Adrenalina (Adrénaline, claro, en el original francés), igual que el neurotransmisor hormonal que aumenta la frecuencia cardíaca, contrae los vasos sanguíneos, dilata las vías respiratorias e interviene de modo protagónico en las reacciones de lucha o huida del sistema nervioso simpático. Como anillo al dedo, vamos.
En 1749, el químico alemán Andreas Sigismund Marggraf obtuvo, por destilación de hormigas rojas, un ácido al que dio el nombre de Ameisensäure –compuesto de los vocablos alemanes Ameise, ‘hormiga’, y Säure, ‘ácido’–. Cuando, algunos decenios después, los franceses Guyton de Morveau, Lavoisier, Bertholet y De Fourcroy reformaron la nomenclatura química, lo introdujeron como acide formique (ácido fórmico) en su Méthode de nomenclature chimique, publicado en París en 1787. Quedó así definitivamente asociado a las hormigas este ácido presente en la secreción de las hormigas, sí, pero también en otros insectos y plantas. Y la hormiguil raíz latina form- se mantiene en muchos de sus derivados químicos, como los formiatos (sales del ácido fórmico) o el más sencillo de los aldehídos, el aldehído fórmico o formaldehído, descubierto por August Wilhelm von Hofmann en 1867. También la disolución acuosa de formaldehído, muy utilizada como desinfectante y para la conservación de preparaciones anatómicas, se llama formalin en inglés y formol en español. Es típica la imagen del médico en su despacho con un feto malformado, un riñón canceroso, una solitaria enroscada o cualquier otra inmundicie semejante en un frasco con formol.
Para completar esta nota químico-etimológica, mencionaré todavía el conocido antiséptico yodoformo y el aún más conocido cloroformo; el descubrimiento de la acción anestésica de este último el 4 noviembre de 1847 por James Young Simpson, en Edimburgo, marcó el nacimiento de la moderna anestesia y el parto indoloro.
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