Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Elisabeth Vogler es una artista que está interpretando Electra cuando un súbito ataque de risa precede a su caída en un mutismo absoluto, lo que propicia su internamiento en un hospital, cuyos médicos descartan la crisis histérica como causa de sus males. Éstos son los datos que transmite la doctora jefa a Alma, la enfermera que se hace cargo de cuidar a la actriz. Se establece así, departida, un nítido triángulo de personajes: en un vértice se encuentra la doctora, lúcida profesional que funciona a modo de conciencia de las otras dos; Elisabeth es la paciente silenciosa, que escucha las confesiones de la joven Alma, especialmente a partir del momento en que su superiora les cede una casa de campo para que vayan a pasar una temporada. Allí, el estado de ánimo de la señora Vogler parece mejorar, e incluso llega a sonreír. Alma continúa con sus monólogos y la relación se hace cada vez más íntima. Hasta que ambas personalidades empiezan a confundirse y Elisabeth y Alma acabarán siendo la misma…
Este giro puede llevar a pensar en un inverosímil argumento pseudofilosófico o en una trama llena de trampas al estilo de El sexto sentido (M. Night Shyamalan,1999) o Los otros (Alejandro Amenábar,2001). Nada más alejado de la verdad. Porque es precisamente esa realidad lo que Persona pone en cuestión una y otra vez. El filme se convierte en escenario en el que el gran imaginador Bergman vuelca todas sus obsesiones. El prólogo no deja lugar a dudas acerca de las intenciones del director nacido en Upsala: el plano inicial capta la lámpara de un proyector cinematográfico encendiéndose, para continuar con tomas de moviolas y rollos de películas. Se ilumina así el ‘teatro de las ilusiones’, el artificio se hace visible y se observa a un niño que palpa una imagen enorme y borrosa donde los rostros de Alma y de Elisabeth se van alternando. Pocas veces alguien ha sabido plantear con tanta brillantez la fascinación que produce lo icónico.
La misma fascinación que Alma siente hacia su paciente, una madura actriz escindida entre el ser y el parecer, la mujer y la profesional, la esencia y la apariencia. Por eso Elisabeth se refugia en el silencio, aunque, en palabras de la doctora, «la realidad se cuela por todas las rendijas». Esa realidad está personificada en Alma, quien en un principio es sólo una cuidadora ajena, pero después se revela poco a poco como la otra faceta de la propia Elisabeth, y entonces el nombre de la enfermera adquiere un significado evidente.
Esa fractura conecta Persona con el tema del doble en el cine, concepto especialmente interesante en este ámbito, pues la pantalla donde se proyecta el celuloide es ya de por sí un espejo en el que se ve reflejado el espectador. Las miradas de Elisabeth y Alma a la cámara, y sobre todo el plano en que se toma de frente un rostro compuesto por la mitad de la cara de cada una, alcanzan una relevancia excepcional y crean un juego de espejos ad infinitum nunca superado, anticipado ya por la foto que Elisabeth realiza a la cámara misma y culminado por una secuencia soberbia: cuando ambos personajes están ya íntimamente unidos, conversan sentados a una mesa. Bergman rueda la misma escena desde sus dos puntos de vista, colocándolos uno después del otro. La división, dolorosa y traumática, se consuma así antes de que se produzca la separación física y llegue un epílogo que vuelve al principio, dotando al largometraje de una estructura circular.
De esta forma, Bergman ha desplegado algunos de los ejes temáticos fundamentales en su filmografía: el teatro y el cine como manifestaciones de los deseos humanos; el asunto del doble–que bebe del mito germano del doppelgänger–, y la presencia en sus películas de imágenes que remiten a otras, ya sean fotografías, cuadros, proyecciones u otras obras, y que recibe el bello nombre de mise en abîme, expresión francesa que podría traducirse por ‘puesta en abismo’ –aludiendo a la clásica ‘puesta en escena’–, en una especie de disposición especular que genera un sinfín de reflejos, como la mención expresa a Electra, la tragedia griega de Sófocles…
Es fácil advertir que Persona no centra sus preocupaciones en la profesión médica. Pero sí es un ejemplo perfecto de cómo utilizar un ‘caso clínico’ en formade base desde la que elevarse hacia otros temas, sin despreciar por ello el punto de arranque. Todas las piezas encajan, y la doctora jefe es un personaje primorosamente diseñado que impulsa la acción epidérmica. Será ella quien decida que Alma debe estar con Elizabeth; quien hable sobre el arte escénico con la segunda, adivinando las inquietudes de la enferma y explicitando el discurso nodal de la obra; quien ceda su casa, haciendo posible el nacimiento de la amistad y el cariño entre ellas. La magnífica Margaretha Krook confiere a su papel una profundidad poco usual en un personaje teóricamente secundario. Y es que las verdaderas protagonistas son la pareja interpretada por Liv Ullmann (Elisabeth)y Bibi Andersson (Alma). Colaboradoras habituales y compañeras sentimentales del autor durante años, su participación multiplica la capacidad de sugerencia de esta especie de palimpsesto audiovisual que, a poco que se profundice, pone de manifiesto los elementos clave de la filmografía del cineasta.
Vista con los ojos de hoy, la película puede resultar lenta –su ‘tempo’ necesariamente moroso no tiene nada que ver con los ritmos sincopados de la actualidad–, árida –en el aspecto visual, la contrastada y espléndida fotografía en blanco y negro de Sven Nykvist resalta hasta las menores imperfecciones en la piel– y excesivamente compleja. Persona exige cierto conocimiento de la trayectoria bergmaniana para poder ser disfrutada afondo. Eso, y querer meterse de lleno en este cubo de Rubik –a la vez psicológico, filosófico y estético– que Bergman construye con un talento desbordante. Un ‘maestro de marionetas’ que nos dejó hace poco tiempo, sin despedirse siquiera desde su refugio en la isla de Farö. Por fortuna, su legado perdurará en el tiempo como uno de los más sólidos y clarividentes de toda la historia del cine. Y dentro de él, Persona es una de sus cimas indiscutibles.
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