En Zelig (1983), Woody Allen aborda un caso clínico, valiéndose de la fórmula del falso documental para recrear lo que, según él, llegó a ser un fenómeno de masas durante los felices años veinte en Estados Unidos. El singular trastorno de Leonard Zelig, estudiado por médicos y sociólogos, le sirve de pretexto para construir un alambicado, brillante y divertido retrato de alguien que fue –o pudo ser– testigo privilegiado de su tiempo.
Leonard Zelig, interpretado por el propio Allen, era un joven al que un día le preguntaron en la escuela si había leído Moby Dick. Mintió y dijo que sí. Posteriormente, el día de San Patricio, al entrar en un bar irlandés, todo el mundo se rio de él porque desentonaba en aquel ambiente. De pronto, se convirtió en un tipo pelirrojo de nariz respingona. Fue su primera mutación. A partir de entonces, cada vez que se encontraba en una situación difícil adoptaba el aspecto físico, la manera de hablar y hasta las habilidades de quienes le rodeaban. Un hombre aparentemente sin personalidad, que lo único que deseaba era ser aceptado y no llamar la atención. Por desgracia, su singularidad hizo que tuviera una vida particularmente azarosa: fue encerrado en un hospital, convertido en atracción de feria, declarado prófugo de la justicia y llegó a pertenecer al partido nacionalsocialista alemán… Entretantos avatares, mantuvo una historia de amor con una perspicaz psiquiatra decidida a conseguir que cesasen aquellos extraños cambios.
En la película, esa doctora es Eudora Fletcher –nombre real de una maestra que había tenido Woody Allen cuando era niño– y está interpretada por su compañera sentimental del momento, Mia Farrow. La psiquiatra curará a Zelig –“bendito” en “yiddish”–, será la única que se interese de verdad por tan curioso y risible personaje, convertido por la sociedad en «símbolo de todo», y sólo ella se salvará de la demoledora crítica que lanza Allen contra los médicos. Los primeros profesionales que observan al paciente se enzarzan en pintorescas discusiones sobre los motivos de su comportamiento: disparatan sobre si la causa es un tumor cerebral, una malformación de las vértebras o la comida mexicana; lo someten a mil tropelías sin fundamento, y uno de ellos, ante la teoría del “camaleón humano” apuntada por la doctora Fletcher, llegará a decir: “Si de verdad es un reptil, no deberíamos gastar tanto en su alimentación: démosle moscas”.
Pero Eudora Fletcher está convencida de que se trata de una enfermedad de origen psíquico, y se lleva a Zelig –convertido ya en un fenómeno popular– a una casa en las afueras para tratar de curarlo. Como era previsible, en presencia de la doctora el enfermo se transforma en psiquiatra, le cuenta unas supuestas conversaciones con Freud, le explica que está tratando a dos parejas de siameses con doble personalidad –por lo que cobra de ocho personas a la vez– y le pide que vuelvan deprisa a la ciudad, ya que está participando en unas clases de masturbación, de nivel superior, y si no llega a tiempo empezarán sin él… Finalmente, la especialista logra hipnotizarle y descubre una serie de traumas que le han llevado a esas mutaciones incesantes. Curado y admirado por todos, Leonard se casa con Eudora y “viven felices mucho tiempo”. Un desenlace feliz, acorde con el tono y la estructura de cuento que mantiene la película. Pero se trata de un cuento absolutamente cáustico.
Porque no son los médicos los únicos escarnecidos por el humor lúcido y cruel del cineasta neoyorquino (“Humor es igual a dolor más tiempo”, ha dicho en alguna ocasión). La sociedad entera es desnudada por Allen en este fresco implacable: estúpidos congresistas estafados que utilizan a Zelig como reclamo, periodistas sin escrúpulos que mienten para vender, famosos que se hacen una foto con él porque está de moda, consumidores papanatas que compran todo tipo de artículos relacionados con el personaje… Todo ello durante un cierto tiempo, porque, como asegura el narrador del film, “una sociedad saturada de entretenimientos olvida fácilmente”. Reflexión característica de Woody Allen, que va mucho más allá de la anécdota descrita en la película.
También Zelig es mucho más que el relato bien urdido de las peripecias de un pobre diablo: es el retrato despiadado de una colectividad aborregada y cínica –del primer cuarto del siglo pasado o de la actualidad–, un discurso devastador sobre aspectos que el director ha abordado a lo largo de su filmografía, y que hoy, veinte años después del rodaje de esta película sobre los años veinte, conserva la misma validez. Allen se despacha a gusto contra las ideas y los comportamientos fascistas, la precaria situación de la identidad individual en nuestras sociedades obsesionadas con el beneficio o las actitudes puramente miméticas que, según el cineasta –y en esto consistiría la gran aportación reflexiva de su película–, se manifiestan en todos nosotros, de un modo u otro.
Pero es sobre todo la manera de llevar esas ideas a la pantalla lo que hace de Zelig una obra maestra, incomprendida por muchos críticos. El propio Woody Allen afirmaba en 1994: “De las veintipico películas que he realizado, sólo cuatro me parecen acabadas con éxito: Recuerdos, Zelig, La rosa púrpura de El Cairo y Maridos y mujeres. En mi opinión, el éxito consiste en tener una idea y ser capaz de ejecutarla fielmente. No tiene nada que ver con la respuesta de taquilla”.
En el caso de Zelig, el cineasta opta por la fórmula del falso documental. Imitando los viejos noticiarios cinematográficos, construye la historia de un personaje que nunca existió a través de códigos documentales pretendidamente realistas. Con la inestimable colaboración del director de fotografía Gordon Willis, crea imágenes “de la época” rodadas en realidad en los años ochenta con objetivos y equipos de sonido arcaicos, raya el negativo para simular antigüedad, recrea la iluminación típica de los años veinte e inserta al protagonista en imágenes reales de entonces –procedimiento que después copió Robert Zemeckis en Forrest Gump (1994). Además, recurre a personalidades conocidas para que den su opinión sobre el caso de Leonard Zelig, desde el psicoanalista Bruno Bettelheim a la escritora Susan Sontag, introduce la historia del “camaleón humano” en la obra de Scott Fitzgerald o en canciones del momento, encargadas al excelente músico de jazz Dick Hyman, y hasta se permite el lujo de homenajear al cine, rodando fragmentos de un film sobre Leonard, o de situar a éste en la mansión del magnate William R. Hearst donde se reunían estrellas como Charles Chaplin, Marion Davies o James Cagney. Curiosamente, Orson Welles, que en 1941 había realizado Ciudadano Kane basándose en la vida de Hearst, rodaría en 1976 otro espléndido falso documental titulado Fake.
Salvando las distancias, son dos obras de dos genios. Orson Welles llegó a tener que anunciar whisky para sufragar sus películas, casi siempre mutiladas por los estudios. Woody Allen sólo encuentra acogida en Europa y suele tener problemas económicos para llevar a la pantalla sus ideas, mientras que a directores mediocres se les facilitan montañas de dólares para plasmar en imágenes su mediocridad. El secreto: como Leonard Zelig, saben adaptarse. Los genios, no.
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