Fernando A. Navarro: “El temor a la enfermedad y la muerte elimina toda hipocresía, toda máscara”

Lo ‘suyo’ con las palabras es el claro ejemplo de cómo un amor de conveniencia puede transformarse en relación apasionada. Por ella dejó el ejercicio de la medicina para diseccionar vocablos con la maestría del mejor cirujano

Hace tres meses cerró el programa del 120º aniversario del Colegio de Médicos de Salamanca con una memorable conferencia sobre la comprensión de la enfermedad a través del arte. Ese arte que, airma, sirve al médico como vía de escape de una profesión “preñada de responsabilidades morales que suscitan angustias profundas y vivas”.

En la conferencia con la que se cerró el 120º aniversario del Colegio de Médicos se refirió a sí mismo como un «médico atípico». ¿Cómo termina un especialista en Farmacología Clínica dedicándose a la traducción médica?

Mi relación con la traducción es una auténtica historia de amor. Y como toda gran historia de amor, esta mía es compleja, enrevesada y muuuy larga de explicar. Todo empezó, como sucede a veces con las grandes pasiones, de forma nada romántica: con 25 años, recién casado y con el magro sueldo de un médico residente, necesitaba de ingresos adicionales para llegar a frin de mes; y la traducción me los proporcionaba. Esta relación puramente crematística se transformó rápidamente, primero en un sentimiento de gusto y cariño que hizo de la traducción mi afición favorita; más tarde, en pasión desbordada y absorbente por todo lo relacionado con las palabras, los idiomas y el lenguaje especializado de la medicina.

En su magnífico ‘Laboratorio del lenguaje’ disecciona palabras «imposibles» para los mortales —putamen, megatarga, Gaga germanotta, luciferasa, teobromina, rifampicina, kernícterus, hepatocistoduodenostomía transparietoabdominal…— de una forma enormemente atractiva y hasta humorística; llega a hablar incluso de «ludolingüística», donde vincula lo lúdico a la lengua. Hace del lenguaje científico-médico una cuestión fascinante. ¿Cómo lo consigue?

No estoy seguro de que lo consiga, pero sin duda lo intento. Y no es que yo haga del lenguaje científico-médico una cuestión fascinante, sino que lo es en sí mismo. Con veinticinco siglos de historia a sus espaldas, nuestro lenguaje especializado resulta fascinador por su opulencia léxica y su complejidad, por la riqueza y antigüedad de nuestros tecnicismos, y por las asombrosas historias que los vocablos médicos portan en su interior. De igual manera que en una vida —lo aprendemos con los años— caben muchas vidas, también en una palabra caben muchas palabras.

Todo vocablo, por mucho que hoy lo usemos con la despreocupación que da lo cotidiano, arrastra consigo, en realidad, una historia milenaria de cambios, evoluciones y mutaciones; de aventuras y viajes; de odios y amores; de conquistas, luchas e invasiones; de contactos culturales e intercambios comerciales; de olvidos, desapariciones y reapariciones. Como sucede con otros milagros cotidianos, la fuerza de la costumbre hace que muchos hablantes hayan perdido ya la capacidad de asombro y fascinación ante el milagro del lenguaje. Un modo seguro de recuperar el encantamiento es pedir a las palabras que nos hablen de su origen y de su historia; de sus sentidos vetustos y presentes; de sus fatigas y dificultades para seguir vigentes; de su lucha por la supervivencia cuando llegan otras nuevas de fuera, contra el olvido por parte de los médicos de las nuevas generaciones, por adaptarse a los nuevos tiempos, las nuevas modas y las nuevas necesidades expresivas. De eso trata el Laboratorio del lenguaje, que justamente acaba de cumplir los nueve años de vida. Desde marzo del 2006 —¡ya ha llovido!—, ‘Diario Médico’ viene ofreciéndome la oportunidad de llegar cada semana a decenas de miles de médicos en España e Hispanoamérica para hablarles de la belleza y la exuberancia de nuestro lenguaje especializado.

Fernando A. Navarro

Docente en varios máster y posgrados sobre traducción médica, coordina en ‘Diario médico’ el magnífico Laboratorio del lenguaje, en el que aplica a las expresiones médicas y científicas más ‘enrevesadas’ un afilado sentido del humor. Es miembro del comité editorial de diversas revistas entre ellas la prestigiosa y galardonada ‘Panace@’, editada por la Asociación Internacional de Traductores y Redactores de Medicina Científica (Tremédica), entidad de la que es fundador, al igual que de la lista MedTrad. Académico correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y de la Real Academia de Medicina de Salamanca, miembro del comité técnico de la Iniciativa MEDES, socio de honor de
reconocidas asociaciones nacionales e internacionales… Imposible encajar en pocas líneas los extraordinarios frutos del autor del indispensable ‘Diccionario de dudas y dificultades de traducción del inglés médico’.

“Todo vocablo arrastra consigo una historia milenaria de aventuras y viajes; de odios y amores”

Ahora que se habla del empobrecimiento de la lengua, ¿es fácil encontrar interlocutores —compañeros de «juegos de palabras»— para divertirse con el lenguaje? ¿O esto de la ludolingüística y la pasión por el lenguaje acaba por ser una afición solitaria?

No soy ningún bicho raro, desde luego. En sociedades científicas como Tremédica (Asociación Internacional de Traductores y Redactores de Medicina y Ciencias Aines), ANIS (Asociación Nacional de Informadores de la Salud), AECS (Asociación Española de Comunicación Sanitaria), AERTeM (Asociación Española de Redactores de Textos Médicos) e IMIA (Asociación Internacional de Intérpretes Médicos) somos muchos los médicos que hemos colgado parcial o totalmente la bata blanca para dedicarnos a una actividad profesional centrada en el lenguaje. También en Salamanca, por supuesto.

Escribe Juan José Millás en su libro ‘La mujer loca’: «La frase observaba a Julia con el respeto con el que un enfermo miraría a un médico que le da explicaciones que no entiende, pero de las que depende su salud». Como especialista de la palabra, ¿cree que los médicos se esfuerzan lo suficiente por conseguir que los pacientes entiendan sus explicaciones?

No cabe generalizar, me parece. Conozco a muchos médicos capaces de comunicarse de forma sencilla y eficaz con sus pacientes o los familiares; que dominan bien los dos registros —vulgar y especializado— del lenguaje médico y saltan con soltura del uno al otro: saben perfectamente cuándo conviene hablar de astenia, cóccix, decúbito supino, dolor epigástrico, hematíes, neonatos, parestesias y úvula, y cuándo de debilidad, rabadilla, tumbado boca arriba, dolor en la boca del estómago, glóbulos rojos, recién nacidos, hormigueos y campanilla. Pero conozco también a muchos médicos que no sienten el menor reparo en hablar directamente de gonococias, hematocritos, ictus, laparatomías, papilomas, púrpuras idiopáticas, ritmos circadianos y tratamientos sistémicos a un enfermo con apenas estudios primarios. Y que cuando este los mira perplejo ante un tecnicismo médico que no ha oído nunca, como ‘hematoma’, únicamente aciertan a responder con confusas explicaciones y rodeos: «los hematomas, para que me entienda, son esas manchas moradas que nos salen en la piel cuando nos damos un golpe»; como si, habituado a comunicarse exclusivamente entre facultativos y a expresarse en griego, el médico hubiera olvidado que, antes de pisar la Facultad de Medicina, él también alguna vez los llamó «cardenales» o «moratones». Como si, al tiempo que aprendió la voz «migraña», hubiera olvidado que en español tradicionalmente la llamábamos «jaqueca»; al tiempo que estudiaba las dermatoitosis, postergara las tiñas. ‘Rash’ y exantema, ‘tinnitus’ y acúfenos, tecnicismos como prurito y herpes zóster, están bien entre especialistas y para los exámenes de la carrera; pero en el consultorio y en el box de Urgencias, por favor, sarpullido, zumbido de oídos, picazón y culebrilla, respectivamente, resultan con frecuencia términos más apropiados y eficaces desde el punto de vista comunicativo. A veces, sí, uno tiene la triste sensación de que algunos médicos no se esfuerzan lo que debieran por hacerse entender medianamente bien.

“En el consultorio, por favor, sarpullido, picazón y culebrilla resultan términos más apropiados”

En este mismo sentido: ¿los científicos saben comunicar bien los resultados de su labor investigadora?

En su mayor parte no. Pero también es cierto que tampoco nadie les ha enseñado a hacerlo durante su paso por las aulas universitarias. En un artículo publicado en la revista ‘Medicina Clínica’, se preguntó a los investigadores españoles cuáles eran sus necesidades formativas más acuciantes. Y las tres primeras que señalaron fueron: el inglés cientíico, cómo escribir un artículo de investigación y cómo hablar en público. Parece evidente que nuestros investigadores cientíicos, cuando abandonan la universidad con su lamante título de graduado bajo el brazo, son bien conscientes de que donde más lojean es en todo lo relacionado con la expresión y la comunicación. A juzgar por la escasa presencia del lenguaje y las habilidades comunicativas en los planes de estudios de las carreras de ciencias, la universidad española no parece haber asumido aún que esta es su gran asignatura pendiente. Quizás por eso, toda actividad extrauniversitaria enfocada a mejorar la competencia comunicativa entre los titulados de ciencias tiene normalmente un éxito rotundo. Buen ejemplo de ello son los dos últimos seminarios de formación que ha ofrecido la Fundación Dr. Antonio Esteve: «El cientíico ante los medios de comunicación» y «Cómo divulgar tu proyecto cientíico en un vídeo de 60 minutos», cuyas plazas se agotaron al poco de anunciarse ambos cursillos.

Dando una vuelta de tuerca al asunto, a veces da la sensación de que cuando un enfermo se pone frente al médico y trata de hacerle entender lo que le sucede le asalta una especie de «bloqueo» expresivo. ¿Los pacientes saben comunicarse bien con los médicos?

No, desde luego que no. Pero en su caso tienen al menos una buena justificación, porque estar enfermo no es un oicio, y no hay centros de enseñanza reglada donde aprender cómo comunicar al médico la experiencia personal de enfermar. Lo cual, además no es nada sencillo. Con los signos clínicos, todavía pase: no es demasiado complicado explicar el número de veces que uno ha vomitado, el color que tenía la orina anoche o el tamaño que alcanzaron los moletes en unas paperas. Pero es sumamente difícil tratar de expresar fielmente con el lenguaje los múltiples matices subjetivos de la sensación disneica, del miedo, de los escalofríos, de la angustia o del dolor. Es difícil para los enfermos, pero también para el médico. Nuestro lenguaje especializado describe con bastante precisión los signos de cualquier enfermedad, pero no sus síntomas; suelen escapársenos todos los variados matices que encierran las experiencias subjetivas. Decía antes, por ejemplo, cuando hablábamos de los dos registros —vulgar y especializado— del lenguaje médico, que los hormigueos que describe un enfermo en la anamnesis suelen pasar a la historia clínica como «el paciente reiere parestesias en el quinto dedo de la mano izquierda» o algo por el estilo. Y ese aire tan científico del helenismo nos obnubila; pensamos que hemos traducido el vulgar ‘hormigueo’ por un término mucho más exacto y preciso, cuando en realidad hemos perdido una información valiosa al utilizar un término mucho más culto, sí, pero también más vago; puesto que ‘parestesias’ puede servir también para el enfermo que siente pinchazos en el meñique, para el que siente el meñique como acorchado, y para el paciente que dice «el meñique se me quedó como dormido». Cuando no es lo mismo, evidentemente, una cosa que otra.

“No hay centros de enseñanza donde aprender cómo comunicar la experiencia personal de enfermar”

¿Existen palabras que «curen»?

¡Indudablemente! Que las palabras curan lo saben los sanadores yo diría que desde el paleolítico. El empleo de ensalmos o conjuros con intención terapéutica —fórmulas verbales de carácter mágico, recitadas o cantadas ante el enfermo para conseguir su curación— pertenece a casi todas las formas de cultura primitiva. Conforme evolucionó el lenguaje, el ser humano aprendió a utilizar su tendencia natural a expresarse en rítmicas cadencias para invocar las fuerzas sobrenaturales mediante ritos de encantamiento que dominaban los poderes ocultos. La magia de la expresión poética se convirtió de esta manera en aliado natural del arte de curar. Desde tiempo inmemorial, curanderos, brujos y chamanes combinaron el poder de los ensalmos, conjuros y encantamientos con sus remedios empíricos y mágicos. ¿Qué queda de todo esto en la medicina moderna? La verdad es que bien poco, pues veinticinco siglos de medicina científica han terminado casi por completo con cualquier intento de utilizar la palabra con fines curativos. Todavía en la primitiva medicina griega desempeñaba la palabra una función terapéutica esencial, pero los numerosos tratados del ‘Corpus Hippocraticum’ ya apenas aparecen referencias a plegarias, ensalmos o palabras de cualquier tipo utilizadas con ines curativos. Únicamente con la llegada del cristianismo, que llamó ‘Logos’ o ‘Verbum’ —verbo; esto es, palabra— a la persona divina que se hizo carne, se abrió una nueva posibilidad para la logoterapia, pero no llegó a fructiicar. Y hay que esperar hasta el siglo XX, cuando la psicoterapia verbal renace tímidamente en la medicina a partir de la revolución que supuso la obra de Freud. Cada vez que piso un centro de salud, no obstante, salgo con la impresión de que gran parte de los pacientes que aguardan en la sala de espera buscan menos análisis, menos recetas y menos volantes de remisión al especialista, y más miradas, más contacto y, sobre todo, más palabras.

¿Internet y las redes sociales son un aliado o un enemigo de la relación médico-paciente?

Se ha convertido ya en un tópico afirmar que la aparición de Internet es comparable a la invención de la imprenta de tipos móviles, que marcó el paso de la Edad Media al Renacimiento. Eso parecía en los albores de Internet, pero a estas alturas creo evidente que la revolución internética supera con mucho a la imprenta en cuanto a calado. Posiblemente solo la invención de la escritura, que marca el inal de la prehistoria, pueda comparársele. No me cabe duda de que el advenimiento de Internet ha marcado el comienzo de una nueva etapa en la historia de la humanidad. En la era postinternáutica, nada —incluido el ejercicio de la medicina— volverá a ser igual. Y es un avance, como todos, de doble filo. Tenemos, por un lado, los progresos de la telemedicina, la autocuantificación y la cibersanidad, y una población general que es ya la mejor formada e informada de la historia en cuestiones relacionadas con la salud. Pero también, por otro, una cantidad creciente de personas infoxicadas ante la sobresaturación de información no filtrada, mal leída y peor comprendida. La informática, desde luego, no ha resuelto en lo esencial las dificultades de comunicación entre médico y enfermo, que es una actividad básicamente humana. Una cosa, en cualquier caso, tengo bien clara; y es que las nuevas tecnologías han llegado para quedarse. Más nos vale aprender a aprovechar al máximo sus ventajas y superar o paliar todo lo que podamos sus inconvenientes.

“Creo evidente que la revolución internética supera con mucho a la imprenta en cuanto a calado”

¿Está de acuerdo con quienes opinan que los SMS, los whatsapp, Facebook y demás están acabando con la ortografía y, más aún, con la riqueza del lenguaje?

La corrección ortotipográica y la riqueza del lenguaje no dependen de aparatos, ‘aplis’ ni interfaces de comunicación, sino de las personas que los usan. Son ellas quienes deciden el empleo que desean hacer del lenguaje. En Twitter, por ejemplo, donde llevo ya cinco años activo, me ha sorprendido encontrar una comunidad sumamente celosa de un uso pulquérrimo del lenguaje. Nuestros gorjeos están por fuerza limitados a 140 caracteres y ni uno más, pero la comunidad tuitera es poco amiga de abreviaturas y acortamientos sintácticos, y suele ser implacable en las críticas a quienes cometen errores ortográficos o envían microtextos con abundantes erratas o abreviaturas taquigráficas. Algo parecido he observado también en la blogosfera y en Facebook, al menos dentro de las comunidades por las que yo me muevo. En el caso de los SMS, es cierto que las limitaciones de tamaño, la reducida interfaz de los primeros telefonillos y el carácter cuasioral de los chats dieron lugar a un neolenguaje cuajado de abreviaturas y acortamientos para tratar de decir mucho en el mínimo espacio posible. Pero no me parece que supongan un peligro para el lenguaje mucho mayor que los telegramas de mis abuelos, que se cobraban por palabras (fuera artículos, preposiciones, conjunciones y otras partículas aparentemente superluas), iban escritos todo en mayúsculas, sin tildes ni signos de puntuación, y estaban llenos de la palabra inglesa «stop», única que era gratis. Más o menos algo así: «MAMA MUERTA HOY STOP FUNERAL LUNES TARDE STOP NOTIFICAD VUELO POR TELEGRAMA STOP ABRAZOS PEPE». Aparte, todo apunta a que los SMS, ya moribundos, van a tener una vida más efímera aún que la que tuvieron los telegramas, hoy reliquias de museo.

¿Cuál es la labor de un traductor médico en las multinacionales del sector farmacéutico?

Al hablar de la traducción en los laboratorios farmacéuticos, lo primero que se nos viene a la mente suelen ser los prospectos de envase y la publicidad de los medicamentos, pero, en realidad, estos textos representan tan solo una pequeña parte, en torno al 1 % del volumen total de traducción. La labor que llevan a cabo los servicios de traducción de la industria farmacéutica supera ampliamente el concepto tradicional de «traducción médica», por lo que quizás sería más correcto hablar aquí de «traducción médico-farmacéutica». Al servicio de traducción de un gran laboratorio pueden llegar en una misma semana un texto en el que se describe la estructura química o los datos de investigación en ratones de un nuevo fármaco, una ponencia sobre bioterapia de la hepatitis C presentada en el último congreso de la especialidad, un libro ilustrado sobre historia de la farmacia, un formulario de consentimiento informado para algún ensayo clínico en pacientes con cáncer de mama, las más recientes técnicas de investigación en ingeniería genética, el manual de instrucciones de un analizador inmunoenzimático o un comunicado de prensa sobre la adquisición de alguna patente industrial o el balance económico semestral de la empresa.

La transmisión del conocimiento científico está ligada íntimamente al inglés. Como miembro del comité técnico de la Iniciativa Medes (Medicina en Español), ¿considera que el español realmente va cobrando protagonismo como idioma canalizador en la difusión de la ciencia?

No cabe ninguna duda de que, hoy por hoy, la mayor parte de los avances médicos se publican en inglés. El médico del siglo XXI debería estar plenamente capacitado, tras su paso por las aulas universitarias, para leer con soltura el inglés científico y expresarse también con una mínima corrección en inglés. Hemos de aprender el inglés, sí, y hacerlo lo mejor que podamos; pero no resignarnos al monolingüismo cientíico que se avecina. O al menos no sin antes haber sopesado con cuidado las graves consecuencias que podría traer consigo; me refiero, por ejemplo, a la exclusión de las aportaciones realizadas en otros idiomas, a la dependencia científica y la uniformación del pensamiento, a la barrera lingüística entre la ciencia médica universitaria superior —que se publica en inglés— y la práctica médica inferior —que lee principalmente en el idioma materno—, a la discriminación lingüística, o a la creencia cada vez más generalizada de que un artículo en inglés es, por el mero hecho de estar escrito en inglés, de mayor calidad que otro en español o cualquier otra lengua. Me resisto a creer que la medicina española e hispanoamericana se conforme con ocupar indefinidamente una mediocre posición secundaria en el gran teatro de la ciencia mundial.

“Hemos de aprender el inglés, pero no resignarnos al monolingüismo científico que se avecina”

Y estoy convencido de que el español puede volver a ser una de las grandes lenguas internacionales de la cultura, también en el ámbito médico y científico. Mientras llega ese momento, es vital para nosotros seguir manteniendo el vigor de nuestro lenguaje especializado y su capacidad para expresar de forma precisa y eficaz el mundo que nos rodea y los nuevos descubrimientos científicos. Para ello, precisamos, sí, de más y mejores traducciones especializadas, con la máxima calidad; y también de más y mejores libros de consulta, artículos originales y textos de todo tipo escritos directamente en lengua española. No solo más y mejores, sino también más visibles en la interred. Hoy por hoy, es mucho más fácil encontrar en Google cualquier artículo de tres al cuarto publicado en inglés por un médico coreano en alguna oscura revista regional de California que el último artículo publicado en español por un colega del despacho de al lado en alguna de las grandes revistas médicas españolas. Eso precisamente es lo que busca paliar la base de datos Medes: una fuente de consulta bibliográfica en español, abierta y gratuita, que permita recuperar de forma sencilla, precisa y eicaz publicaciones médicas escogidas en nuestra lengua.

¿Qué se siente cuando a uno le dicen que es el autor de «un hito en la historia de la traducción médica profesional», en referencia a su ‘Libro rojo’, el ‘Diccionario de dudas y dificultades de traducción del inglés médico’?

He tenido la enorme fortuna de vivir en primera persona muchos de los cambios experimentados en los cinco últimos lustros por la traducción médica al español, que ha pasado de ser una actividad prácticamente desconocida y sin apenas consciencia de su propia valía como campo científico de especialidad, a ocupar un lugar puntero en el ámbito mundial de la traducción especializada. Por mencionar solo algunos de estos hitos: la monografía ‘Traducción y lenguaje en medicina’ (Barcelona, 1997) y el libro ‘La ciencia empieza en la palabra: análisis e historia del lenguaje científico’ (Barcelona, 1998); el primer congreso de la especialidad, «Seminario internacional de traducción e interpretación en el ámbito biosanitario» (Málaga, 1998); el nacimiento de la lista MedTrad (1999), todavía hoy activa en RedIRIS y con más de 90.000 mensajes en sus archivos; la publicación de mi ‘Libro rojo’ (mayo del 2000), sí, primero en papel y hoy ya también en versión electrónica de consulta en línea; el nacimiento de ‘Panace@: Revista de Medicina, Lenguaje y Traducción’ (septiembre del 2000), que lleva ya cuarenta números publicados; las primeras tesis doctorales en traducción médica y la aparición de los posgrados universitarios de especialización: el «Máster en traducción médico-sanitaria» de la Universidad Jaime I de Castellón (desde el 2003) y el «Máster en traducción biomédica y farmacéutica» de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (desde el 2012); la creación de la primera asociación profesional, Tremédica (2006), que lleva ya organizadas once jornadas científicas y profesionales en España, Hispanoamérica y los Estados Unidos; la publicación del ‘Diccionario teminológico de las ciencias farmacéuticas’ (2007) de la Real Academia Nacional de Farmacia y del ‘Diccionario de términos médicos’ (2011) de la Real Academia Nacional de Medicina; el curso de verano sobre «Problemas, métodos y cuestiones candentes en traducción médica» en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, que el próximo mes de julio celebrará ya su tercera edición; el lanzamiento, en julio de 2013, de la plataforma Cosnautas de recursos en línea para la traducción médica; la publicación, en in, hace apenas unos meses, de la monografía ‘La importancia del lenguaje en el entorno biosanitario’, a partir de un encuentro celebrado precisamente en el Colegio del Arzobispo Fonseca de nuestra ciudad.

A los médicos se les presupone un elevado interés por lo científico, incluso por lo técnico y, sin embargo, muchos —muchísimos— escriben poesía y relatos, pintan, practican la fotografía, son cinéfilos, coleccionistas de arte… ¿A qué cree que se debe esta sorprendente afición de la profesión médica por la expresión artística?

Creo que son fundamentalmente dos los motivos que la explican. Por un lado, y a diferencia de otras profesiones, el médico ejerce la suya en contacto permanente con otros seres humanos, y un contacto de naturaleza muy especial, que sin duda predispone al médico para la creación artística. El ejercicio de la medicina gira de modo permanente en torno a la muerte, el dolor, la enfermedad, el sufrimiento, la soledad, la sexualidad, la incomprensión, la locura; exactamente los mismos elementos que abordan —si llamamos «amor» al instinto sexual— todas las obras maestras de la historia del arte universal. Y está también la especial intensidad del contacto humano. Porque profesiones que vivan en continua relación con otras personas hay muchas: camareros, abogados, profesores, tenderos, conserjes, y qué sé yo cuántas más. Pero el médico, a diferencia del abogado, el tendero o el conserje, contempla la naturaleza humana al desnudo, sin embozos ni tapujos. El temor a la enfermedad y a la muerte elimina —qué duda cabe— toda hipocresía, todo falso pudor, toda barrera defensiva, toda máscara. El segundo gran motivo que explica la abundancia de escritores y artistas entre los médicos es el hecho sabido de que toda actividad profesional precisa de una ocupación distinta que le sirva de contrapeso espiritual, alivio o distracción. Es famosa, en este sentido, la contestación que Antón Chéjov envió a su editor y amigo Suvorin cuando este le pidió que abandonara la medicina y se consagrara por entero a la literatura: «La medicina es mi mujer legítima, y la literatura, mi amante; cuando una me cansa, paso la noche con la otra». Machista, no cabe duda, pero muy gráfico. En una profesión de contacto continuo con seres humanos en situaciones trágicas, preñada de responsabilidades morales que suscitan angustias profundas y vivas, la evasión deja de ser un mero descanso intelectual para convertirse en una auténtica necesidad psíquica, imperiosa, ineludible, vital incluso. La evasión literaria o artística se convierte así en ejercicio catártico vital, sin ayuda del cual el médico, en especial el médico sensible —¿y se puede ser médico insensible?—, no podría seguir llevando a cabo su cometido profesional.

El decálogo

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