El valor de la labia / Caja torácica / Apodos médico-futbolísticos

Por Fernando A. Navarro

Traductor médico, Cabrerizos (Salamanca)

Textos seleccionados por el autor a partir de su Laboratorio del lenguaje; reproducidos con autorización de ‘Diario Médico’

CITAS HISTÓRICAS

El valor de la labia

El 14 de marzo de 1980, mientras rodaba un documental en Alaska, falleció en accidente de avioneta F é lix R odrígu ez de la F uente (1928 1980). Treinta y seis años después, sigue aún muy viva en España su figura como divulgador de la naturaleza, precursor del moderno ecologismo y realizador de espectaculares documentales para radio y televisión.

Menos recordado es que Félix Rodríguez de la Fuente no fue biólogo ni naturalista de formación, sino médico. Así rememoraba él mismo su elección de carrera:

«Medicina me atrajo enseguida, porque era una carrera estrictamente biológica y antropológica. Podía estudiar los misterios de la naturaleza condensados en el cuerpo humano».

Terminada la carrera, se especializó en estomatología y ejerció como dentista en Madrid hasta 1959, cuando, tras la muerte de su padre, abandona definitivamente el ejercicio de la medicina para consagrarse por entero a la cetrería y la divulgación científica.

De entre sus muchas dotes, la más llamativa —en mi opinión— era su facilidad de palabra. Fue Rodríguez de la Fuente un orador extraordinario, capaz de hablar durante horas sin seguir ningún guión, y capaz, sobre todo, de fascinar y embelesar al oyente con su enorme talento natural para conectar y comunicar con los públicos más heterogéneos.

Es fácil imaginar el partido que debió de sacar a su labia en los exámenes orales durante su paso por las aulas de la Facultad de Medicina de la Universidad de Valladolid. El propio Félix lo confirma en esta anécdota de su época estudiantil:

«Mi padre era un hombre muy rígido, que me exigía brillantes resultados en los exámenes. Pero a mí no me gustaba estudiar. Dedicaba, entonces, los dos primeros trimestres del curso a salir al campo y hablar de halcones con Tono Valverde, para estudiar día y noche durante el tercero. Luego, sistemáticamente, pedía examen oral, pues en ese terreno me desenvolvía especialmente bien. Mi mayor éxito fue en el examen de microbiología, que era uno de los huesos por entonces. […] El profesor, algo perplejo, porque nunca me había visto antes en clase, me preguntó sobre la brucelosis o fiebres de Malta, y entonces, volviéndome hacia mis compañeros presentes en el aula, comencé: «Corría el año 1798 cuando el leopardo inglés decidió engalanar su ya preciada y deslumbrante diadema con una nueva esmeralda: la isla de Malta». Continué en ese tono durante cerca de veinte minutos y al final mis compañeros estudiantes me brindaron una atronadora ovación. El catedrático, que tenía fama de suspender a los que no asistían a clase regularmente, me dio sobresaliente.»

Me temo que un alumno atípico como él iba a tenerlo difícil para alcanzar el grado en esta época nuestra de exámenes tipo test, trabajitos universitarios de corta y pega, evaluaciones continuas y reformas boloñesas.


ERRORES CONSAGRADOS (O CASI)

Caja torácica

En cuaquiera de las dos lenguas extranjeras más estudiadas en España, cage es uno de los «falsos amigos» más conocidos; ya saben, esas palabras de aspecto idéntico o muy parecido en dos idiomas, pero de significado diferente en cada uno de ellos. En francés, verbigracia, el estudiante de los primeros años aprende que cage no significa ‘caja’ (que en francés se dice caisse o boîte), sino ‘jaula’. En un animalario o bioterio, por ejemplo, la jaula destinada a los ratones de laboratorio se llama en francés cage à souris de laboratoire.

Y lo mismo sucede en inglés, donde ‘caja’ se dice box, mientras que cage designa, igual que en francés, una jaula. The canary got out of its cage!, exclama alarmada la señora a la que el lindo canarito se le voló de la jaula en un descuido.

Que cage es ‘jaula’ lo saben, ya digo, hasta los principiantes en cualquier academia de idiomas. Y el alumno que traduzca cage por ‘caja’ en un examen es bien consciente de que adquiere muchas papeletas para ganarse un suspenso.Entre médicos, sin embargo, es sumamente frecuente llamar «caja torácica» a lo que nuestros colegas franceses llaman cage thoracique y nuestros colegas anglosajones llaman thoracic cage o rib cage. Cuando la forma correcta en nuestro idioma debería ser, me parece, jaula torácica (o también, en ocasiones, parrilla costal, que es otra metáfora igual de gráfica y también válida).

Que estoy en lo cierto y no yerro me lo ratifica el hecho evidente de que los huesos del esqueleto torácico forman realmente una verdadera jaula, y no una caja. Pero también, y de modo especial, el hecho de que su nombre latino en la terminología anatómica internacional sea cavea thoracis; porque cavĕa no era para los romanos ninguna caja, sino la jaula con barrotes metálicos o de madera utilizada para encerrar aves y fieras.


¿SABÍA QUE…?

Apodos médico-futbolísticos

¿Sabía usted que, al igual que en España tenemos «merengues», «culés», «periquitos», «colchoneros», «leones», «rojillos», «herculinos», «pimentoneros», «ches», etc., a los seguidores de dos de los grandes equipos históricos del fútbol argentino, el Estudiantes de La Plata y el Newell’s Old Boys de Rosario, se los conoce de forma coloquial como pincharratas y leprosos, respectivamente?

Como su propio nombre indica, el Club Estudiantes de La Plata lo fundaron en 1905 un grupo de estudiantes universitarios. Y como inicialmente predominaban entre su hinchada los alumnos de la Facultad de Medicina, que hacían alarde de sus prácticas universitarias disecando ratas, los seguidores del Estudiantes siguen siendo «los pincharratas» hasta hoy.

También por esa misma época, comienzos del siglo XX, cuentan que en Rosario dieron en organizar un encuentro amistoso de balompié en beneficio de los enfermos de lepra del Hospital Carrasco, y cursaron invitación para ello a los dos grandes equipos rivales de la ciudad: el Rosario Central (fundado en 1889) y el Newell’s Old Boys (fundado en 1903).

Según parece, los segundos aceptaron jugarlo encantados y se granjearon hasta hoy el cariñoso apelativo de «los leprosos», mientras que los primeros declinaron cortésmente la invitación y se ganaron así el no menos lindo remoquete de «los canallas».

Unos y otros, en cualquier caso, siguen haciendo uso con orgullo, cien años después, de sus respectivos apodos médico-futbolísticos.

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