Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina
“Hay que tender puentes, en primer lugar, hacia nosotros mismos. Un puente de respeto y de aceptación que impida ese estar internamente divididos que nos convierte en neuróticos”
Es un título que siempre me ha entusiasmado, porque no hay tarea más hermosa que dedicarse a tender puentes hacia los hombres y hacia las cosas. Sobre todo en un tiempo en el que tanto abundan los constructores de barreras. En un mundo de zanjas, que lo mejor es entregarse a la tarea de superarlas.
Pero hacer puentes –y, sobre todo, hacer de puente– es tarea muy dura y que no se hace sin mucho sacrificio. Un puente, por de pronto, es alguien que es fin a dos orillas, pero que no pertenece a ninguna de ellas. Mas si el puente no pertenece por entero a ninguna de las dos orillas, sí tiene que estar firmemente asentado en las dos. No es orilla, pero si se apoya en ella, es súbdito de ambas.
Ser puente es renunciar a toda libertad personal y, lógicamente, sale caro ser puente. Éste es un oficio por el que se paga mucho más de lo que se cobra. Un puente es, fundamentalmente, alguien que soporta el peso de todos los que pasan por él. La resistencia, el aguante, la solidez son virtudes. En un puente cuenta menos la belleza y la simpatía –aunque es muy bello un puente hermoso–, cuenta, sobre todo, la capacidad de servicio y la utilidad.
Y un puente vive en el desagradecimiento, ya que nadie se queda a vivir encima de los puentes. Los usa para cruzar y se asienta en la otra orilla. Quien espere cariño, ya puede buscar otra profesión. A pesar de ello, qué gran oficio el de ser puentes, entre las gentes, entre las cosas, entre las ideas, entre las generaciones.
Hay que tender puentes, en primer lugar, hacia nosotros mismos. Un puente de respeto y de aceptación que impida ese estar internamente divididos que nos convierte en neuróticos. Un puente hacia los demás. Yo no olvidaré nunca la mejor lección de oratoria que me dieron siendo yo estudiante. Me la dio un profesor de psicología que me dijo: “No hables nunca a la gente; habla con la gente”. Entonces me di cuenta que todo orador que no tiende puentes de ida y vuelta hacia su público, nunca conseguirá ser oído con atención.
Entonces entendí también que no se puede amar sin convertirse en puente; es decir, sin salir un poco de uno mismo. Me gusta la definición que da Leo Buscaglia del amor: “Los que aman son los que olvidan sus propias necesidades”. Es cierto, no se ama sin poner pie en la otra persona y sin perder un poco de pie en la propia.
Thorton Wilder dice en una de sus comedias que en este mundo hay dos grandes ciudades, la de la vida y la de la muerte, y que ambas están unidas –y separadas– por el puente del amor.
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