El médico que sonreía en la cárcel

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Carandiru, de Héctor Babenco

Después de alcanzar cierta resonancia internacional con películas como El beso de la mujer araña (1985) –basada en la novela homónima de Manuel Puig– y las producciones norteamericanas Tallo de hierro (1987) y Jugando en los campos del señor (1991), Héctor Babenco vuelve a las calles brasileñas en 2003 para arrojar luz sobre el sistema penitenciario de su país. Y el personaje encargado de hacerlo es el médico de la prisión de Carandiru, al que los reclusos irán explicando los motivos que les han llevado hasta allí

En 1980, el realizador argentino nacionalizado brasileño filmaba Pixote, la ley del más débil. Uno de los títulos señeros del cine iberoamericano y una vigorosa crónica documental sobre las condiciones de vida imperantes en un reformatorio. La dureza de sus imágenes desnudas denunciaba sin concesiones el panorama penitenciario al que se enfrentaban los jóvenes, y en él aparecían ya muchas de las claves de Carandiru.

La película tiene detrás una circunstancia cuando menos curiosa. En la década de los setenta, a Babenco le diagnosticaron un cáncer linfático, y el doctor Dráuzio Varella se hizo cargo de su tratamiento. Durante la terapia, contó al cineasta sus experiencias en el presidio de São Paulo que da nombre al filme y que se hizo tristemente famoso por el motín que el 2 de octubre de 1992 protagonizaron los 7.500 presos allí encerrados. Protestaban por las condiciones infrahumanas en que se veían obligados a vivir en un centro con capacidad máxima para 4.000 personas. La policía entró a sangre y fuego, sin sufrir una sola baja, mientras 111 reclusos perdían la vida… Entre ellos se encontraban algunos de los personajes de las historias que Varella fue relatando a Babenco, quien le animó a escribir las más destacadas, comprometiéndose a llevarlas él mismo a la pantalla. Años después, el libro veía la luz, con el título de Estação Carandiru, cosechaba un sonoro éxito de ventas y Babenco cumplía su promesa.

A priori, el proyecto no podía ser más prometedor. El protagonista sería el propio doctor, que conduciría al espectador por las celdas de la prisión y daría voz a esos relatos hasta entonces anónimos. Y si el artífice era el combativo Héctor Babenco, personalmente involucrado e indudablemente concienciado con las causas perdidas, la fórmula parecía infalible.

El filme arranca, por tanto, con la llegada del médico a Carandiru. Desde el principio se describe un ambiente muy distinto del que cabía esperar: el director del lugar escapa del tan manido tópico del alcaide malvado y prepotente heredado del cine estadounidense; los presos se organizan para sobrevivir, establecen una férrea jerarquía entre ellos y constituyen una comunidad heterogénea en la que tienen cabida desde el apacible cuarentón que aguarda la visita de su hija hasta el traficante fatuo y violento…Todos ellos con una historia a sus espaldas, que van contando al recién llegado, testigo –que no juez– de las confesiones de éstos cuando van a hacerse análisis a su consulta.

Porque la principal preocupación del médico son las enfermedades de transmisión sexual, auténtica plaga en las cárceles de Iberoamérica. De esta manera se tiene ya la justificación narrativa de la película: los herméticos reos acuden al despacho del doctor atemorizados, vulnerables y propensos a hablar. Cuentan porqué están allí y eso permite al siempre sonriente especialista levantar acta de las situaciones existentes y de sus antecedentes. Con ello, Babenco trata de huir de la unidimensionalidad y escarbar en las razones de la delincuencia. Y lo hace a través de tres recursos básicos: un ‘personaje’ tan objetivo como puede ser una cámara en actitud casi antropológica, un tono realista y una estructura lineal en la que se introducen flash-backs que van dando cuenta de los relatos de cada uno.

Hasta aquí, la coherencia resulta absoluta. Pero el impulso de un arranque tan sugerente no dura demasiado. La baza consistente en retratar una atmósfera fascinante, casi barroca, se agota pronto. El protagonista se va diluyendo entre las historias del lugar y los diversos incidentes que deben conducir, y conducen, al histórico motín, a la explosión de esa situación insostenible que se pretende desvelar. La opción por el estilo documental –dominante en Pixote– cede ante las tramas más ‘construidas’ y la espectacularización de una realidad que se encorseta con el fin de encajarla en las estructuras típicas de la ficción. El espíritu inicial se pervierte mediante una narración que intenta enganchar al espectador aunque no hace sino alargarse en demasía. Ni siquiera los distintos tratamientos cromáticos –los artificiosos filtros y contrastes de colores, chillones para el presente y con una fotografía más apagada para el pasado–, ni la potencia de las imágenes posteriores al motín, en las que se ve a los presos desnudos sentados en el patio de la cárcel, sirven para sostener un conjunto que se viene abajo de la misma manera que la prisión de Carandiru, demolida en 2003.

Porque la principal preocupación del médico son las enfermedades de transmisión sexual, auténtica plaga en las cárceles de Iberoamérica.

Ahora bien, al margen de los defectos fácilmente detectables en cuanto al pulso y la construcción de los personajes, Carandiru es un honrado testimonio sobre unos hechos determinados que nunca juega sucio con el espectador. En este sentido, es una digna antítesis de lo que sólo un año antes había representado en la cinematografía brasileña la celebrada Ciudad de Dios (2002), de Fernando Meirelles. Habida cuenta de los pocos filmes de esta nacionalidad que atraviesan nuestras fronteras, aquel fuego de artificio que copiaba sin rubor las películas estadounidenses –moviéndose, formal y narrativamente, entre Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Quentin Tarantino– podía dar la impresión de que las producciones de ese país eran todas así. Carandiru demuestra indirectamente que allí también hay autores comprometidos, nada frívolos en su tratamiento de la violencia y las injusticias, herederos de los viejos maestros del ‘Cinema Novo Brasileiro’ de los años sesenta, con Nelson Pereira dos Santos o el primer Glauber Rocha a la cabeza. Si Meirelles copiaba una estética ‘de fogueo’, y prefería el impacto visual a la reflexión, Babenco indaga en las causas, se plantea preguntas y limita al máximo los alardes de estilo, en su particular búsqueda de una imagen autónoma dentro de los cines llamados ‘periféricos’. Aunque sin alcanzar la altura de Pixote, mucho más robusta, dura y sincera, hay que concluir reconociendo la importancia de Carandiru, protagonizada por un médico ‘real’, que funciona a la vez como motor de la acción y como alter ego del propio Héctor Babenco, director irregular pero muy interesante.

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