Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Había que tener mucho valor para atreverse a llevar al cine la voluminosa novela de Scott Fitzgerald, llena de digresiones, pinceladas de erudición, figuras literarias no siempre transparentes y saltos en el tiempo, con los que se construye la trayectoria del apuesto doctor Diver –licenciado en Psiquiatría en Chicago y llegado a Europa como médico militar durante la Primera Guerra Mundial– y de su acaudalada y joven esposa Nicole, afectada desde la infancia por una esquizofrenia que algunos especialistas achacan al abuso sexual de que fue víctima por parte de su padre al morir la madre…
A juzgar por los resultados estrictamente cinematográficos, no era el prolífico e impersonal Henry King –‘Tierra de audaces’ (1939), ‘La canción de Bernadette’ (1943), ‘Las nieves del Kilimanjaro’ (1952), ‘Fiesta’ (1957)– el más adecuado para conseguirlo, con la ayuda del guionista Ivan Moffat y a pesar de las numerosas adaptaciones literarias que pueblan su filmografía. Y no lo era porque del complejo relato original quedan en la película unas peripecias sin nervio, unos decorados más aparatosos que decadentes, unos diálogos que, leídos, pueden ser maravillosos, pero dichos por los personajes huelen a naftalina, y algunos hallazgos sueltos que no bastan para salvar el conjunto. Interesa, sobre todo, el inexorable declive personal de un psiquiatra que logra curar a la que será su esposa, pero no es capaz de superar las diferencias de clase que lo separan del mundo de ella, caracterizados por el lujo, los caprichos y una sutil impermeabilidad frente a los advenedizos, que acabará expulsando discretamente de su seno al protagonista, entre nubes de alcohol, peleas intempestivas, salidas de tono, ambiciones pasajeras y una insidiosa culpabilidad mal asumida.
En ese contexto preciso se sitúa la pugna de fondo entre la concepción de la Medicina –la Psiquiatría, en este caso– como un servicio o como un simple negocio, en el que la creación de una clínica privada es, ante todo, una inversión que debe rentabilizarse atendiendo a una clientela compuesta por ricos ociosos, damiselas melancólicas, jóvenes hiperprotegidos y otros desechos de la alta sociedad. Si a eso se añade que, en la época de la ficción, se asistía a lo más encarnizado del debate sobre el psicoanálisis freudiano, su carácter científico, sus posibilidades terapéuticas o su condición de simple palabrería embaucadora de incautos, se tendrá un panorama muy estimulante, en el que Scott Fitzgerald se movía como pez en el agua a la hora de desplegar sus ácidas historias de perdedores…
Henry King, por el contrario, reduce todo eso, de la mano de la productora Fox, su espectacular Cinemascope y sus colores chillones, a la categoría de un enorme teatro de marionetas, donde los personajes se mueven a impulsos caprichosos del guión –ellos, alzando los hombros y metiendo la tripa para resultar más atractivos; ellas, vestidas por Pierre Balmain y peinadas como maniquíes de alta costura–, durante un tiempo desmesurado para lo que en realidad se cuenta y con una frivolidad más propia de otra causa cualquiera.
Así, poco importa que a Dick Diver le remuerda la conciencia por haberse entregado a la molicie en vez de atender a los enfermos que reclaman –y pagan– su asistencia. Los conflictos con su esposa, enferma y atribulada primero, amorosa y comprensiva después, rica y poderosa siempre, a pesar de sus escrúpulos de ama de casa estadounidense, no pasan de ser escaramuzas melodramáticas sin entidad. Y los sucesivos enfrentamientos entre distintos médicos que aspiran a financiar nuevos y más rentables sanatorios acaban pareciendo una convención de agentes comerciales. Por eso, cuando el protagonista –borracho una vez más y al borde ya de la derrota final– se ofende porque sus colegas llaman clientes a quienes debían considerar ante todo pacientes, la queja suena a pose impostada, no a lamento sincero…
Quedan, eso sí, los espléndidos paisajes de Niza, Zúrich y Roma –por donde se mueven los personajes como turistas de primera– y unos interiores fastuosos, que quieren ser villas de recreo y parecen palacetes imperiales de cartón piedra. Como si, por una curiosa perversión temporal, seguramente involuntaria, la productora estadounidense se hubiera empeñado en deslumbrar a su público doméstico –y, de paso, al de todo el mundo– con la belleza de una Europa liberada por ellos tras la Segunda Guerra Mundial, de la misma manera que el doctor Dick Diver había intentado rehacer en ella su vida al acabar la Primera.
Y quedan unos intérpretes de la magnitud de Jason Robards –lejos todavía de sus mejores actuaciones de madurez, como la de ‘La balada de Cable Hogue’ (1972), de Sam Peckinpah– y Joan Fontaine –casi olvidada ya la deslumbrante prueba de fuego que fue ‘Rebeca’ (1940), de Hitchcock, y en las postrimerías de su carrera–, desaprovechados al tener que desplazarse por unos escenarios de guardarropía, recitando unos diálogos imposibles y acercándose o distanciándose entre sí sin que se expliquen muy bien los motivos de tanto ajetreo. Junto a ellos, la diva Jennifer Jones hace lo que puede para dar algo de vida a una mujercita indefensa, a pesar de su riqueza, y sólo Tom Ewell logra acercarse al modelo original de compositor fracasado y alcohólico.
Demasiado poco para tanto derroche de medios. Porque, a cambio, de la mordacidad también alcohólica, pero lúcida y demoledora, de Scott Fitzgerald apenas queda nada, y de una posible reflexión sobre el papel desempeñado por la Medicina en esos ambientes, menos todavía.
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