Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Para inaugurar la galería recurrimos al doctor británico Frederick Treves, tal como lo puso en imágenes el cineasta norteamericano David Lynch en su segundo largometraje, El hombre elefante, en 1980. Con una base real, dado que el citado médico existió históricamente –nació en Dorchester en 1853 y murió en Londres setenta años más tarde, después de haber llegado a ser cirujano de cámara de los reyes Eduardo VII, Jorge V y Alejandra– y publicó una abundante bibliografía, en la que figura la obra El hombre elefante y otros recuerdos, que ha sido fuente de inspiración de los guionistas de la película, pero convertido en personaje genuinamente cinematográfico, merced a la imaginación de estos y al ingenio del entonces joven realizador de Missoula (Montana).
En el tétrico ambiente de un Londres victoriano que parece extraído de un relato de Dickens, el rasgo más característico del atildado doctor Treves en El hombre elefante es seguramente su sensibilidad humana, que se manifiesta en las lágrimas que se le escapan –subrayadas por uno de los numerosos zooms ligeramente enfáticos que puntean el film– cuando descubre a John Merrick en una barraca de feria poblada de auténticos freaks, pero también en la franqueza con que más adelante comunica a su paciente que no será capaz de curarle, o en su violenta reacción frente al vigilante del hospital que ha vuelto a hacer negocio con la espantosa malformación de Merrick y, sobre todo, en el momento en que se pregunta si él mismo es mejor persona que quienes se han lucrado sórdidamente exhibiendo al enfermo.
Porque, en coherencia con la áspera reflexión que propone Lynch en la película–y que, más allá de la anécdota argumental, gira fundamentalmente sobre la singular hostilidad que provoca en cualquier sociedad la irrupción de lo extraño, de lo perturbador, en su radical diferencia con la «normalidad» establecida, y que es uno de los elementos que vinculan a El hombre elefante con figuras clásicas como Frankenstein, El jorobado de Notre Dame, El fantasma de la ópera, o más recientes, como El niño salvaje y otras muchas–, lo que consigue objetivamente el doctor Treves con la atención humanitaria que presta a Merrick es convertirlo, de atroz diversión para gente grosera y sin modales, en espectáculo refinado para el ejercicio de la bondad de las clases acomodadas, incluida la casa real británica.
Ese planteamiento general podría haber hecho de “El hombre elefante” una melodramática orgía de buenos sentimientos, de no ser por la fuerza provocadora de las imágenes de Lynch
Frederick Treves, que al principio parecía movido por la pura ambición profesional y el afán arribista de sorprender a sus colegas, hasta llegar a hacer del enfermo una especie de propiedad particular, es suficientemente lúcido como para comprender pronto que poco puede hacer por él –más allá de suavizar las durísimas condiciones materiales y sobre todo morales de su existencia–, y quizá por eso parece aceptar resignadamente el dulce suicidio elegido por John Merrick cuando decide acostarse por fin como todos los seres humanos, aunque uno y otro –y, con ellos ,el espectador– sepan que el cumplimiento de ese deseo será, al mismo tiempo, el final de su vida.
Ese planteamiento general podría haber hecho de El hombre elefante una melodramática orgía de buenos sentimientos, de no ser por la fuerza provocadora de las imágenes de Lynch, servidas por el espléndido blanco y negro de la fotografía de Freddie Francis –que años después volvería a colaborar con el director en títulos como Dune (1984) o el que es posiblemente su mejor film: Una historia verdadera (2000)–, por el nervioso y sincopado montaje de Anne V. Coates, lleno de saltos subrayados por frecuentes fundidos en negro, y por la excelente música de John Morris. Baste recordar, como ejemplos más llamativos de esa voluntad transgresora, el prólogo onírico, que, al margen de su improbable relación con el origen de la enfermedad del protagonista, remite directamente a las imágenes experimentales del primer film de Lynch, Cabeza borradora (1976); o las crudas descripciones de las calles londinenses y las fábricas representativas de la «revolución industrial», o las frecuentes alusiones de carácter religioso, como vanos intentos de explicar el origen del mal y tranquilizar o bien atemorizar al público con sus consecuencias.
Es obligado citar, por último, que en un reparto de lujo, donde destacan un John Hurt prácticamente irreconocible y los veteranos John Gielgud y Anne Bancroft, el Frederick Treves de la película es nada menos que Anthony Hopkins. Un actor ya conocido, puesto que esta fue su decimoquinta película, tras haber debutado en 1968 con El león en invierno, de Anthony Harvey, pero que todavía no había alcanzado la inmensa popularidad que iban a darle la interpretación de otros dos médicos muy diferentes–el Hannibal Lecter de El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) y el John Harvey Kellogg de El balneario de Battle Creek (Alan Parker, 1994)– y los personajes creados por James Ivory en Regreso a Howard’s End (1992) o Lo que queda del día (1993), y que aquí se muestra especialmente contenido y eficaz a la hora de transmitir las siempre ambiguas e inquietantes propuestas del director.
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