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Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Tres factores desencadenan, entrecruzándose, la crisis existencial en la que el doctor Tomas experimenta esa ‘insoportable levedad del ser’ que da título a la novela y la película: la vulnerabilidad de sus pacientes bajo el bisturí, la de su propio cuerpo–incapaz de sustraerse a la atracción del sexo femenino– y la de su país, invadido por los tanques rusos disfrazados tras el eufemismo del Pacto de Varsovia.
Ciertamente, la primera de esas dimensiones, la profesional, es la que ocupa menos espacio en el filme, aunque desempeña un papel decisivo en dos momentos claves –inicial y final– de la peripecia del protagonista. Mientras trabaja en un hospital de Praga, aprovechando para ligar con cuanta compañera se le pone por delante, Tomas es enviado a una pequeña ciudad cercana para sustituir temporalmente a otro cirujano. Allí conocerá a Tereza, camarera en el balneario donde se aloja, lectora ocasional de Tolstoi y que anhela una vida mejor lejos de aquel pueblo. La inevitable aventura erótica durará más de lo previsto, porque Tereza se presenta en casa de Tomas y lo convence para que se casen, aun sabiendo que él mantiene una relación intermitente pero intensa con Sabina, una pintora que parece conocerlo muy bien.
En el entusiasmo popular de la ‘Primavera de Praga’, Tomas se deja convencer por unos amigos para publicar en forma de artículo su peculiar y metafórica teoría según la cual los dirigentes estalinistas debían arrancarse los ojos por sus errores, como había hecho el Edipo de Sófocles al descubrir que, aun sin saberlo, yacía con su madre y había matado a su padre… Ese texto le perseguirá como una maldición cuando los rusos aplasten con sus ejércitos la pacífica rebelión checa, momento histórico magníficamente recreado en la película en seis minutos de imágenes en blanco y negro o color desvaído, en las que aparecen insertos los protagonistas.
Pero La insoportable levedad del ser, como la novela-ensayo a la que trata de servir con dignidad, no es un relato lineal, ni una simple crónica de aquellos acontecimientos. Siguiendo también en esto la tortuosa y fragmentaria escriturade Kundera, el guión recoge, entre otros, el hecho de que Tomas y Tereza salen de Praga, como había hecho poco antes la aguerrida Sabina, instalándose en Ginebra, donde él encuentra un buen puesto de su especialidad. Tereza, sin embargo, no tolera ese ambiente, en el que la libertad individual va unida a una enorme frialdad en las relaciones humanas, y el miedo a los celos la impulsa a abandonar a su marido para regresar a Praga.
Perdido en los laberintos de su mente, y tras varios intentos fallidos de recuperar el contacto íntimo con Sabina y conquistar a otras mujeres, también Tomas opta por volver a Checoslovaquia y a Tereza… Sólo que los tiempos han cambiado, la dictadura ha impuesto su negra mano de hierro y el neurocirujano se ve acorralado por superiores, compañeros y agentes del régimen que le exigen que firme una retractación de aquel viejo artículo subversivo. Esos son seguramente los mejores momentos del filme, porque reflejan con precisión la sordidez de la situación: el jefe del departamento le ruega que firme porque le necesita de verdad “y al fin y al cabo, no eres escritor ni salvador del país, sino médico, científico”; los colegas esperan que lo haga para sentirse aliviados en su propia cobardía; el sinuoso comisario, incapaz de entender lo que había de alegórico en el dichoso texto, le reprocha que un médico quiera que una persona se quede ciega y espera que comprenda que “alguien políticamente sospechoso no puede operar cerebros”. Por amor propio, ya que no por convicción ideológica, y con el apoyo de Tereza, Tomas resiste a todos los chantajes, debe abandonar la mísera consulta a la que había sido relegado y acabará limpiando cristales, mientras ella sirve en una taberna de mala muerte, frecuentada por un antiguo embajador represaliado, un ingeniero borracho y otros despojos humanos.
Cuando Tereza, dispuesta a entender por qué Tomas separa con tanta facilidad el amor del sexo, tiene una aventura fugaz con el ingeniero, urge a su marido para abandonarlo todo, marchar juntos al campo, donde serán acogidos por un campesino antiguo paciente de él, y llevar una vida discreta y hasta cierto punto idílica en la naturaleza.
Por supuesto, el ecléctico Philip Kaufman –que abandonó temporalmente las películas de acción y poco más tarde llevaría al cine la vida de Henry Miller (Henry y June, 1990) y los últimos días del Marqués de Sade (Quills, 2000)– ha tenido que meter a fondo el bisturí en la obra de Kundera. Tanto para extirpar acciones y personajes como para objetivar en imágenes las constantes reflexiones del protagonista. Lo ha hecho con la ayuda de un guionista de excepción: Jean-Claude Carrière, colaborador habitual de Buñuel, para quien parecen escritas ciertas escenas donde objetos como un bombín y unos espejos o animales como la perra Karenin, el cerdito Mefisto y los cisnes que Tereza contempla angustiada, al borde del suicidio, tienen una función significativa que el realizador no logra aprovechar del todo.
Y eso que ha contado asimismo con un director de fotografía de primera categoría –el ya desaparecido Sven Nykvist, operador de Ingmar Bergman, entre otros maestros, y que seguramente no es responsable del recargado esteticismo que enturbia la última parte de la película–; con la música de Leos Janacek, compositor favorito de Kundera, y con un plantel de actores envidiable. No tanto Daniel Day-Lewis, excesivamente rígido en su personaje de conquistador, sino sobre todo Juliette Binoche, magnética en su ingenuidad; la sensual y ambigua Lena Olin, y unos secundarios como Erland Josephson, Daniel Olbrychski y Stellan Skarsgard, frecuentes protagonistas de obras de Bergman, Andrzej Wajda y Larsvon Trier, respectivamente.
Con todos esos mimbres y no pocas ambiciones comerciales –dado el inesperado y rotundo éxito del texto original–,Philip Kaufman ha construido una película notable, llena de sugerencias, quizá demasiado larga –casi tres horas– para el espectador que sólo quiera saber ‘qué pasa’, con varias digresiones de guión debidas quizá a la necesidad de dar consistencia a los personajes de las dos mujeres que rodean al doctor Tomas, eje de la narración, y con un tratamiento elegante y a la vez bastante explícito del abundante erotismo que contiene la historia, magníficamente reflejado, por ejemplo, en la escena en la que Tereza y Sabina se fotografían entre sí.
Y con el morbo añadido que supone, hoy, adivinar si detrás de la peripecia de ese cirujano agobiado por la insoportable levedad de la existencia se esconde una afirmación de Kundera respecto de su integridad en la vida real o un exorcismo de su hipotética debilidad en un momento histórico determinado.
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