El doctor T. y las mujeres

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

 En su trigésimo tercer largometraje, estrenado en 2000 sin demasiada resonancia, el cineasta norteamericano Robert Altman dibuja con su humor e ironía habituales el retrato de un médico, el doctor Sully Travis, ginecólogo de gran éxito entre la clientela más distinguida de Dallas, pero herido en su esfera íntima por la extraña enfermedad que aqueja a su esposa.

El larguísimo plano que sirve de soporte a los títulos de crédito iniciales de El doctor T. y las mujeres –tres minutos y medio sin corte, con la cámara deambulando por el vestíbulo de la clínica, llena de pacientes que esperan y enfermeras cada vez más nerviosas– indica con claridad que estamos entrando en el universo cinematográfico característico de Robert Altman, con esas idas y venidas de personajes secundarios que se entrecruzan constantemente para adquirir un fugaz protagonismo y perderse después en el anonimato de un conjunto progresivamente enloquecido.

Pero, a diferencia de Vidas cruzadas(1993), por ejemplo, que era como un tapiz cuyos hilos tenían aproximadamente la misma fuerza, El doctor T. y las mujeres gira en torno a la figura del médico, atrapado sin remisión entre el ajetreo de su dedicación profesional y el caos que preside su existencia privada, poblada de personajes excéntricos, aunque muy representativos del «estilo de vida americano», entre los que destacan sus dos hijas –una de ellas apunto de celebrar una boda por todo lo alto, a pesar de su inclinación homosexual–, una típica cuñada entrometida y una esposa que empieza a perder aceleradamente el sentido de la realidad, sumiéndose en lo que una psiquiatra también bastante caricaturesca definirá como «complejo de Hestia», en alusión a la diosa griega del hogar, que llegó a odiar el amor hasta el punto de transformarse en guardiana de la virginidad…

Al desarrollar esa compleja peripecia argumental, salpicada de incidencias divertidas y apuntes críticos que no siempre encajan armónicamente en el conjunto, Altman no se priva de añadir, a veces por simple acumulación, pinceladas con las que componer, como telón de fondo al drama del protagonista, un fresco impresionista y mordaz sobre esa sociedad norteamericana contemporánea que con tanta lucidez ha fustigado en sus mejores obras: las aburridas partidas de caza de los maridos solos, mientras sus mujeres van de compras en tropel a los comercios más lujosos; la ridícula combinación de golf y tiro al plato que practican aquéllos, frente al hecho de que una dependienta de Tiffany’s –la catedral de los diamantes– se llame Tiffany, o que la primera vez que la esposa de Travis se desnude en público sea precisamente al pie de una tienda de chocolates Godiva; las singulares ocupaciones de las hijas del protagonista, una de ellas «majorette» y la otra guía turística de los lugares en que se produjo el asesinato de Kennedy; el club feminista «Por un Dallas bello y justo», empeñado en poner por fin a una autopista un nombre de mujer, aunque sea el de la «sex symbol» Jane Mansfield; la locura de los teléfonos móviles; la descocada complicidad de la enfermera jefe con el médico, que desembocará en un irrisorio intento de seducción por interés… Todos esos guiños, y muchos más, algunos decididamente cinéfilos, acompañan y enriquecen el despliegue del conflicto personal en que se encuentra sumido Sully Travis, lleno a su vez de implicaciones éticas.

Porque, dentro de las limitaciones que le impone su propio éxito profesional, y a pesar de las injerencias intempestivas de su familia, el «doctor T.» trata con amabilidad y solvencia a sus pacientes, muchas de las cuales se comportan en realidad como auténticas «clientas» de un establecimiento de prestigio. Se muestra comprensivo con la mayoría de ellas, animándolas de forma personalizada y ofreciéndoles apoyo para encarar con serenidad la menopausia, por ejemplo… Hasta que el súbito desvarío de su esposa instala el desorden en su propia vida: Travis es incapaz de aceptar las pintorescas explicaciones de la psiquiatra, según la cual el trastorno sería debido a que la mujer había recibido siempre «demasiado» amor, había tenido hasta ahora una vida fácil y cómoda y, carente de motivación para luchar, habría regresado psicológicamente aun estadio infantil, buscando desesperadamente la manera de recuperar el misterio…

En ese punto preciso, la ternura hacia su esposa que había sucedido al estupor inicial se convierte para Travis en una dramática experiencia de soledad. Y Robert Altman y su guionista, Anne Rapp –no por casualidad, una mujer– parecen deslizarse hacia la parodia, ofreciendo al atribulado protagonista una salida perfectamente convencional: la irrupción en escena de Bree, profesora de golf autosuficiente y madura, lleva consigo la posibilidad de un nuevo amor, primero por la vía fácil del consuelo y después con la perspectiva de un cambio drástico de vida. Lo que Travis no puede esperar es que, cuando él decida romper con todo y vaya a buscarla para «retirarla» y emprender juntos otro camino –y resulta imposible no ver en esa escena un escarnio consciente del final feliz de Pretty Woman, también protagonizada por Richard Gere–, Bree lo rechace con tanta naturalidad y coherencia como firmeza, sin aspavientos, sencillamente porque ese futuro no le gusta y ella tiene sus propios planes.

Una vez dinamitado desde dentro el melodrama romántico de seguro impacto popular, Altman y Rapp dan una nueva vuelta de tuerca al relato y lo insertan de lleno en el terreno de la fantasía: despechado, Travis conduce bajo la lluvia el descapotable abierto que iba a servir para la boda fallida de su hija lesbiana, se introduce con él en un tornado y, tras un imposible remolino de efectos visuales tipo Twister y un llamativo fundido en negro, aterriza ileso al otro lado de la frontera mexicana, donde le tocará asistir al parto de un bebé… masculino, afortunadamente, a juzgar por la carcajada que provoca en él ese descubrimiento.

 Independientemente de que ese salto final en el vacío frustre las expectativas de los incondicionales del cineasta, o pueda poner en cuestión la solidez de su planteamiento en este caso, en El doctor T. y las mujeres Robert Altman da un paso más en su crítica al «american way of life», tomando como pretexto una figura de médico que es bastante más compleja de lo que a primera vista puede parecer, como lo eran, en el fondo, aquellos disparatados cirujanos militares que utilizó, hace más de treinta años, para poner en solfa la guerra de Vietnam, en su quinto largometraje, M.A.S.H. (1970), que fue el que cimentó su fama internacional y sobre el que habremos de volver en algún momento.

Pero entre una y otra películas, el director ha aprendido mucho cine. Y eso le permite, por ejemplo, eludir los chistes fáciles y utilizar en cambio, de manera genuinamente cinematográfica, un recurso expresivo como el del agua, omnipresente en El doctor T. y las mujeres: la esposa de Travis se baña desnuda en la fuente de un concurrido centro comercial; su hija Connie teme que la lluvia arruine la boda de su hermana Dee Dee, como acabará ocurriendo de hecho; el disparo involuntario de los aspersores del campo de golf facilitará el encuentro entre Travis y Bree; un inoportuno chaparrón interrumpirá la absurda partida de caza de los machos; Dee Dee y su amante Marilyn reafirmarán su vinculación mientras chapotean con los pies en una piscina, y aquélla cuenta a ésta la triste leyenda de la dama que se ahogó en el lago por un desencanto amoroso; una auténtica tempestad acompañará a Travis en su decisión de cambiar de vida, y cuando su nueva cenicienta se niegue a desempeñar ese papel, la lluvia arreciará aún más…

Tratándose de la historia de un ginecólogo, no es difícil detectar en esas constantes referencias al agua otras tantas alusiones, poéticas o perversas, al líquido amniótico, y su sagaz utilización demuestra que, en esta película de aspecto intrascendente, Robert Altman va mucho más allá del simple reflejo chistoso de las tribulaciones de un médico guaperas que se pasa la vida entre las esbeltas piernas de sus clientas y los arrumacos de las enfermeras. Lo que ocurre es que el cine norteamericano –Woody Allen y otros pocos nombres aparte– no nos tiene acostumbrados a esas sutilezas.

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