El doctor Speavy y la alegoría del hospital

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

“Alguien voló sobre el nido del cuco”, de Milos Forman

Treinta años después de su estreno, y de su éxito arrollador tanto en las taquillas y la Academia de Hollywood –cinco Oscars: mejor película, director, guión adaptado e intérpretes principales– como entre la crítica, el segundo largometraje rodado en Estados Unidos por el cineasta checo Milos Forman, Alguien voló sobre el nido del cuco, conserva intacta su fuerza expresiva y dramática, aunque alguna de sus referencias culturales –o, más exactamente, «contraculturales»– hayan quedado superadas con el tiempo

El reciente paso de Milos Forman por Salamanca, para rodar algunas secuencias de Los fantasmas de Goya, todavía en proceso de producción, anima a recordar la película que le lanzó a la celebridad internacional, cuya acción se desarrolla casi íntegramente en un hospital psiquiátrico.

Basada en una novela de Ken Kesey publicada en 1962 y que Forman había querido adaptar al cine desde que llegó a Estados Unidos en 1968, Alguien voló sobre el nido del cuco llama la atención, entre otras muchas razones, por el singular papel que se reserva en ella al personaje del médico: el doctor Speavy, director del centro, aparece en no más de cuatro secuencias del filme, vestido siempre contraje oscuro de calle –como sus colegas, de presencia aún más fugaz–, frente a las batas y uniformes blancos de todos sus subordinados, incluidos los vigilantes de seguridad. Aunque da la impresión de sobrevolar por ese abigarrado microcosmos sin implicarse demasiado en su funcionamiento, desde el principio queda clara su autoridad incontestable: es la última instancia para la resolución de los conflictos, los internos temen ser conducidos a su presencia y en una de las salas hay una pizarra que ordena “Si quiere ver al doctor, avise a la enfermera”.

La jefa de éstas, Mildred Ratched, va a polarizar muy pronto el enfrentamiento directo con un recién llegado díscolo, Randall McMurphy, procedente de una granja penitenciaria y que se sospecha simula una enfermedad para evitar la dureza del trabajo. En realidad, el intruso tiene asignada en el guión la función dramática de agitar las aguas aparentemente tranquilas del hospital, donde la rutina–manejada con habilidad por sus responsables– y la amenaza, siempre presente pero velada, del uso de la fuerza mantienen sometidos a los enfermos…

Porque, aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, Alguien voló sobre el nido del cuco –título tomado del estribillo de una canción infantil– no es una película “de médicos”, ni siquiera “de hospitales”, sino una alegoría de la sociedad en su conjunto, que Milos Forman construye con sabiduría para que cada elemento funcione adecuadamente tanto en el terreno inmediato, argumental –la rebelión de un heterogéneo grupo de internos, estimulados por la actuación constantemente provocadora del nuevo–, como en el sentido mucho más amplio de la crítica a un determinado sistema social.

No es una película de médicos, ni siquiera de hospitales, sino una alegoría de la sociedad en su conjunto

Es cierto que la galería de enfermos que nos presenta el filme está construida pensando más en la representatividad de cada uno de ellos desde este segundo punto de vista –el pedante irascible, el acomplejado dócil, el huraño inaccesible– que en su equivalencia real con algún tipo de trastorno específico. Y que el recurso final a la noche de borrachera y el sueño de todos para justificar el cambio radical de la situación es demasiado fácil en términos de estructura narrativa. Pero interesa subrayar que Forman está ensayando con ello un análisis del modo de vida norteamericano desde una perspectiva muy compleja, producto de su experiencia personal como hijo de un judío víctima del nazismo, como profesional de éxito que tuvo que salir de la antigua Checoslovaquia hastiado de imposiciones, de restricciones a la libertad en nombre de una supuesta «revolución» comunista, y como inmigrante en un país donde la capacidad de iniciativa enmascara un individualismo feroz y, a la vez, puede desencadenar formas de represión cada vez menos sutiles.

Desde este punto de vista –que podría ejemplificarse perfectamente con la coincidencia en el tiempo (mayo de1968) del aplastamiento de la “primavera de Praga” por los tanques de Moscú y del efímero florecimiento de las ilusiones antiautoritarias en las universidades de Berkeley y otras– cobran todo su sentido el papel desempeñado por McMurphy y su encarnizado enfrentamiento con la enfermera Ratched: caos contra orden, espontaneidad contra normas, humor corrosivo contra formas delicadas, que se tornan brutales en cuanto aquél pone en verdadero peligro la estabilidad del sistema que ésta tiene la misión de salvaguardar a toda costa.

Habrá que decir cuanto antes que tanto Jack Nicholson –cuya tendencia al histrionismo está aquí plenamente justificada y muy lejos todavía de sus excesos posteriores– como Louise Fletcher–contenida al máximo, en el registro opuesto, y capaz de expresar rabia, satisfacción o una crueldad infinita con solo la mirada y un esbozo de sonrisa–desempeñan esos papeles con una maestría insuperable. Y si el de Nicholson era un auténtico regalo, como casi todos los que representan personajes extraviados, para valorar adecuadamente el de ella bastará recordar la forma en que su Mildred Ratched impulsa al suicidio al joven Billy Bibbit –un debutante Brad Dourif, también espléndido, como Danny de Vito y tantos otros–, presionándole moralmente con la amenaza de contar a su madre que se ha permitido el lujo prohibido pero indudablemente terapéutico de gozar de una noche de sexo…

Es muy de agradecer, por otra parte, que Forman no caiga en el error maniqueo de presentarnos al provocador/víctima como un héroe “positivo”, dechado de virtudes e inocente chivo expiatorio de la maldad de la máquina a la que ha osado enfrentarse. McMurphy es en realidad un egocéntrico absoluto, que manipula a los demás a su antojo y los pone sin rubor al servicio de sus propias necesidades o caprichos. Pero antes de que sea literalmente destruido por las fuerzas del orden –sanitario, en este caso–, tendrá ocasión de descubrir entre sus compañeros de encierro a un personaje fascinante: el jefe indio Brondem, que ante la extinción de su universo étnico y cultural ha optado por el silencio, haciendo creer a todos que es sordomudo…

El jefe Brondem emerge con fuerza extraordinaria en el último tercio del filme –no en vano era el auténtico protagonista de la novela “contracultural” de Kesey– y se convierte por derecho propio en el catalizador perfecto del complejo discurso de Forman y de toda la película: consciente de su trágico destino, desvela su secreto a McMurphy, le ayudade buen grado, es el primero en descubrir que su amigo ha sido aniquilado por los sucesivos “tratamientos” que le han aplicado las autoridades del hospital y lo mata físicamente –ritualmente, en realidad: para evitar que malviva una vida que ya le han arrebatado–, antes de recoger su antorcha, arrancar la misma fuente que él no consiguió mover siquiera, romper con ella el ventanal que los separa del exterior y huir en su nombre hacia un bosque y una noche que seguramente sabe –como nosotros– que no conducirán a la libertad soñada.

Ante este juego de largo alcance, sólo nos queda preguntarnos qué función –médico, enfermera, guardián, paciente o revoltoso– desempeñamos cada uno de nosotros en este siniestro “hospital” en que nos están convirtiendo el mundo.

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